La grieta
14 de agosto de 2021De la mano
21 de septiembre de 2021Quien no llora...
Dicen que quien no llora no mama y, aquel día, ¡vaya si lloré! Lloré pidiendo perdón —aun no teniendo muy claro que alguien tuviera que perdonarme algo, pero nunca se sabe—; lloré pidiendo clemencia —palabra, que, sinceramente, a mis 32 años no creo que haya pronunciado más que esta vez en toda mi vida—; lloré suplicando… Vamos, que lloré como un niño chico, como un cabrón; ya lo he dicho. Pero dio igual. No cambió nada. Por más que le rogué a aquel ser que llevaba varios días reteniéndome, sin darme comida, ni apenas agua, lo mismo me dio que me dio lo mismo y a él —o ella, aunque siempre he creído que era él por su corpulencia y su altura— le dio, tanto o más, lo mismo que a mí. Probablemente, ya no sé ni lo que me digo. En resumen, que no me hizo ni caso.
Y aquí estoy, muerto en el suelo de lo que, aparentemente, supuse que era un sótano sin terminar; con las paredes en piedra y el suelo de arena; con una humedad que calaba cada uno de mis huesos; y con un olor a moho al que no llegué a acostumbrarme y por cuya culpa vacié mi estómago al poco de llegar allí. vomitando sin control. Y sí, has acertado, mi estómago se quedó vacío y así ha seguido hasta hoy —o sea, que me voy con los intestinos limpios como una patena—. Hasta los he imaginado con las paredes pegadas unas a otras por la deshidratación, aunque si me oyese mi madre, que en paz descanse, diría que soy un exagerado y un hipocondriaco. Y, bueno, quizá en ocasiones no le faltaba razón… Hoy, no es el caso.
La noche promete
La cosa se jodió el sábado por la noche. Una de esas noches que prometía, de esas que te miras en el espejo antes de salir de casa y piensas: «hoy, sí o sí, follo». Me puse los vaqueros que mejor me quedaban —o eso me parecía a mí, claro—, de estos estrechitos que vienen con la matrícula de “Distressed Skinny Jeans – Mid Wash” —vamos, estrechos de casi no poder moverme y que me llegaban por encima del tobillo—, pues a la moda, claro, marcando músculo de las piernas —que para algo va uno todos los días al gimnasio a dejarse los cuernos allí y el sueldo—. De camiseta, opté por una que no falla nunca: algodón y color blanco, con cuello de pico y las mangas un poco más cortas de lo habitual, en una camiseta de manga corta, no sé si me explico. En los pies me coloqué unas deportivas blancas —lo que mi madre llamó toda la vida "los tenis”—. Mi pelo con la gomina justa, para sujetar un poco el flequillo, y un par de pulverizaciones de mi perfume de Calvin Klein. Vamos, que llevaba un outfit de puta madre.
Había quedado con unos colegas, con los que generalmente salgo, vaya, y pensábamos acercarnos a un garito del primo de uno de ellos, un garito un poco “especial”, un sitio de ambiente, privado, privadísimo, al que solo unos cuantos elegidos —el menda y sus colegas, je, je— tenían acceso. Va, ilegal de la hostia, seguro, pero allí teníamos nuestras invitaciones con pase VIP que nos daban derecho a entrar por la puerta y nada más. Las copas a 20€… más les valdría no poner garrafón a los muy… Y obligatoria una consumición al menos, of course. Mi colega, Andrés —por cierto, yo soy Fabio, de padre español y madre colombiana—, el que tiene al primo este —montado en el dólar a costa de su garitazo entre otros negocios poco habituales—, no nos había contado mucho, solo nos dijo que había que ir bien vestido —y eso iba por Juan, que se nos puede presentar en chándal sin ningún problema; chándal chulo, pero chándal, al fin y al cabo—. A lo que iba, que me lío. Pues eso, que solo nos dijo lo de la ropa, bueno, y que habría tías a patadas y que de ahí no se escapaba ninguno sin pillar y que no podíamos llegar más tarde de las nueve de la noche o no podríamos entrar de ninguna manera.
El garitazo
Así que, a las nueve de aquel sábado, nos presentamos los cinco en el número 7 de la calle Madrigueros. Delante de nosotros, una puerta normal y corriente que en absoluto hacía presagiar lo que allí dentro nos íbamos a encontrar. Todos imaginamos algo así como un club de fumadores, de esos que se pusieron de moda cuando se prohibió fumar en los pubs y discotecas. Nada que ver. Llamamos al timbre y salió un gorilón trajeado, con cara de pocos amigos y nos pidió los pases. Los pases llevaban el nombre de cada uno de nosotros y ninguno era igual. Cada uno de ellos llevaba un sello dorado con el dibujo de un animal dentro. A mí me tocó un ratón o, más bien una rata. Teníamos un cerdo, un lobo, gusanos... Era curioso, aunque no teníamos ni idea de su significado. Tras los trámites pertinentes, nos dijo que pasásemos hasta el final del pasillo y esperásemos indicaciones. Y eso hicimos, obedientes, como cinco corderitos entre intrigados, nerviosos y eufóricos.
He de decir que nos sentíamos “especiales”, como gente importante, ya me entiendes. El primo de Andrés era un tío de mucha pasta. Vive en una de las más prestigiosas urbanizaciones de Madrid, en un pedazo de casoplón de la leche. Sabíamos que allí solía organizar buenas fiestas, pero, lo cierto, es que nunca nos llegó ninguna invitación. Esta vez, nos sentíamos unos afortunados.
Mientras esperábamos, fueron llegando más tíos; unos más jóvenes que nosotros;otros más mayores; otros bastante, bastante más mayores. Los había rubios, morenos, calvos, con barba de un día, de dos, de 100… Un grupo masculino de lo más variopinto, pero allí tías ni una. Nos mirábamos con cara de duda… A las 21.01 el gorila echó un cierre enorme en la puerta de entrada y nos quedamos todos de piedra al escuchar el sonido y pensar que nos acababan de encerrar.
¿Nos abrirán el culo?
Al momento, se abrió una puerta a nuestra espalda y todos a la vez giramos en dirección al sonido de apertura procedente de otro cerrojo, que tenía pinta de ser tan grande como el de la entrada. Otro gorila —casi se podría decir que gemelo del primero— nos indicó que pasásemos.
Se trataba de un espacio súper amplio, lleno de espejos y cristales que reflejaban las luces. Las paredes estaban pintadas de negro y la decoración era de lo más moderna y vanguardista. Los espacios estaban iluminados con leds de color azul eléctrico que dotaban, al lugar, de una agradable sensación de intimidad. Al fondo del todo, había una barra de más de 10 metros de longitud y, tras ella, unas preciosas camareras que nos esperaban, ansiosas, para clavarnos aquellos 20 pavazos por copa —o por refresco, allí era indiferente—. Así que, como si se tratase de una estampida de machos machotes, para allá nos fuimos prácticamente los quince o veinte tíos que habíamos entrado.
Entre nosotros no pronunciamos palabra, solamente observábamos a nuestro alrededor. La música tenía un volumen bastante potente, era música electrónica de esa que llaman hardstyle.
Nos ubicamos en la barra y pedimos nuestras consumiciones, alcohol para todos —no íbamos a malgastar los 20 euros— y nos dirigimos a una de las mesas altas que había dispuestas alrededor de varias columnas. Y bueno, pues allí nos quedamos. Le preguntamos a Andrés que si eso era todo y que si pensaba que aquella noche nos iban a desvirgar el culo a cada uno de nosotros porque, allí, solo había maromos. Nos miraba con cara de circunstancias y solo se expresó con un «no tengo ni idea, sé lo mismo que tú, tío». Pues vale, pensamos. Así que tanto bombo para aquello…
Y, entonces, ocurrió, se hizo la magia. Justo cuando ya estábamos relajándonos los cinco y pensando en el pedazo de tomadura de pelo de nuestro amigo o de su primo, sucedió.
El paraíso y yo como tonto
Comenzaron a aparecer como de la nada un montón de tías, cada una con un look diferente. Nos saludó, al pasar por nuestro lado, una que iba vestida enterita de cuero, con un mono ajustado y algo brillante y unos tacones de aguja de los que si te pillan el pie te lo taladran fijo. Vimos a otra que vestía al estilo de las conejitas de Playboy; a otra que que iba desnuda y llevaba el cuerpo repleto de tatuajes de todos los tipos y formas. Más de diez tías, a cada cual más impresionante, fueron apareciendo como por arte de magia, acercándose a la barra a pedirse su consumición.
Poco después de su entrada, se iluminó el centro del local, con un foco desde el techo y con una luz roja. Allí había un sofá, que yo pensé que era normal y corriente y Alfonso fue el que me informó de que se trataba de un sillón tantra que se utiliza para practicar sexo.
Una chica que llevaba como indumentaria una falda de colegiala y una camisa blanca — que iba a reventar con aquel par de tetas—, se acercó al ritmo de la música hacia el sillón. Entonces, otra, una rubia súper alta, que llevaba apenas un conjunto de tanga y sujetador de color rojo, se encaminó hacia nuestra mesa y miró a Andrés a los ojos, luego le susurró algo al oído y se lo llevó con ella de la mano dirigiéndose hacia el sillón rojo del centro del escenario. Otro tipo, de otra mesa, hizo el mismo recorrido de la mano de la conejita de Playboy.
En fin, no me quiero enrollar mucho porque, además, aunque estoy aquí tirado en este puto sótano, con más frío cada momento que pasa y entrando seguramente en eso del rigor mortis, si pienso mucho en ello creo que hasta me puedo empalmar. Si pienso en aquella fiesta, no en estar muerto, claro…
Entre mi colega y el otro tipo le dieron bien duro a la colegiala, los demás alucinamos. Desde ese momento, como si hubiesen abierto la veda, la gente comenzó a fundirse entre sí: parejas, tríos, cuartetos. Allí todo el mundo se puso a follar, de todas las maneras que uno puede imaginarse y alguna que no se te pasaría por la imaginación. Nosotros, como pipiolos y novatos que éramos, necesitamos un empujoncillo más y fue Eduardo el que, más cachondo que yo qué sé, se fue a participar de una de las orgías. Aquel instante es el que recordaré como el último momento que vi a mis colegas. Cada uno se mimetizó por su cuenta y yo no fui menos, no creáis. Me enganché con la del cuero, porque me ponía brutísimo, pero estaba tan cortado que parecía medio lelo.
Junto a nosotros —a la tía y a mí—, había otros dos tíos. Yo ni siquiera me la estaban tirando. Observaba sin poder pestañear y sin saber muy bien qué hacer. La mujer les animaba para que le diesen azotes con un látigo y, juraría que, a uno de ellos se le fue un poco la mano porque, el golpe, sonó bastante fuerte. Luego nos colocó en fila y aquí sí, incluido yo, nos chupó la polla de uno en uno, empalmadísimos, uno tras otro, como si estuviésemos en la cola del supermercado, pero con placer. Después, comenzaron las penetraciones, por donde a cada uno le pareció oportuno y encontraba el agujero libre. Pero ahí tampoco pude participar yo, he de decir. Estaba súper cortado y no era fácil conseguir hacerse con un pedazo de su cuerpo… estaba bastante solicitada. Y no daba pie con bola. Allí estaba yo, con mi cuerpo esculpido por horas de gimnasio, mirando como un tonto aquella escena y con la polla en la mano.
Mi ángel de la mala suerte
Entonces, alguien me tocó el hombro y me di la vuelta pensando que era uno de los míos que estaba tan perdido como yo. Y no, era un ángel, un puñetero ángel. Un bellezón de pelo moreno y largo, que llevaba un body de encaje blanco y dos alas de ángel por detrás. Me susurró al oído: «vente conmigo mejor» y yo, ni corto ni perezoso, allá que me fui. A ver, era un ángel.
Me llevó de la mano a lo que deduje que era un reservado y, allí dentro, ella, otra pareja más y yo hicimos realidad mis mayores fantasías. Y las últimas.
Lo último que recuerdo es estar detrás de ella, dándole todo lo duro que podía mientras ella le hacía una buena mamada al otro tipo quien, a su vez, se estaba comiendo a la otra chica. Un trenecito en toda regla, vamos. Y fin, pantalla en negro. Un duro golpe detrás de la cabeza que me dejó seco. Lo demás, no lo recuerdo. No sé cómo se cortó aquello, que imagino que se cortaría. No sé qué le ocurrió a la otra pareja, si es que no sabían nada… Yo desperté en este mismo sitio y, juraría que, fue mi “ángel” quien me trajo un cuenco, de esos que se usan para los perros, con agua. Pero tampoco estoy al cien por cien seguro, lo mismo fue imaginación mía. Mi ángel… su culo… Y yo sin poder terminar de disfrutarlo… ¡me cago en to! No se puede tener más mala suerte. O sí.
El sótano
Y aquí, en ese suelo de tierra, he pasado las horas que han transcurrido desde entonces. No hay luz natural por ningún sitio, por lo que no tengo ni la más remota idea de si he estado horas o días así. Solo sé que me dolía el estómago, la tripa, por la falta de comida y que me terminé el agua del cuenco y mi secuestrador o secuestradora no me la volvió a poner. Mi garganta sufría por la falta de agua y mi boca también. Noté cómo mis labios se quedaban completamente secos y agrietados y la lengua seca, pastosa, pegajosa incluso. Luego, comenzaron los mareos y una sensación de estar adormecido, atontado, aturdido diría. Por eso, aunque no puedo calcular el tiempo que he estado aquí dentro, me imagino que tuvieron que pasar varios días para llegar a aquel estado.
Las primeras horas de mi estancia se resumieron en constantes náuseas debido al olor a podredumbre y a yo qué sé que más. Vomité varias veces, primero la copa a veinte euros, que me dejó ese clásico regusto amargo que deja el alcohol y que parece pasado de fecha. Después, llegó sacar fuera la merienda-cena de aquel sábado, unos burritos que habíamos pillado antes de ir al local. Y el resto de las veces, fue la clásica bilis con su horrible olor y sabor.
Creo que dormí bastantes horas o, bueno, al menos me sentí ligeramente descansado, a pesar de estar tirado en el suelo de arena. Ni siquiera había una jodida colcha para tumbarme encima y ni qué decir de algo para taparme y aislarme de aquella puta humedad que se me metía en el cuerpo y me generaba temblores. Pero estaba cansado y asustado, lo que sumado a la tensión del día y del momento me permitieron dormir algo.
Ratas
Cuando desperté, todo seguía de la misma manera y fue, en aquel instante, cuando juraría haber visto a mi ángel traerme el cuenco de agua, pero ya te digo que tengo mis dudas. Pasó tiempo hasta que me encontré con aquel ser —o aquella— que estaba dispuesto a joderme más todavía la existencia. En algún momento de aquel secuestro, alguien vestido con un chándal grande y negro, con pasamontañas y una capucha, se acercó a mi habitación de lujo y confort. Venía sujetando un cajón, bastante grandecito, de madera, que parecía pesar bastante por la forma que tenía de transportarlo. Se paró en un pasillo anterior a las rejas que tenía mi celda, bajó la caja al suelo, la giró y levantó una trampilla dejando salir de allí, al menos, a cinco enormes ratas que se movían como locas por el pasillo, olisqueando su nuevo lugar de residencia.
El terror se apoderó total y absolutamente de mí, creo que hasta me desmayé. O no, no lo sé. Lo siguiente que pasó es que me fui contra una de las esquinas y me coloqué allí agachado, agarrándome las rodillas, como un niño pequeño cuando tiene miedo, como una especie de tío-bola. Un absurdo, si lo pienso bien, ahí tenían mucha más chicha con la que saciarse que si me hubiese quedado de pie. Pero no lo pensé. Solo quería protegerme. Las ratas no tardaron mucho en cruzar aquellos barrotes y entrometerse en mi espacio vital. Seguían olisqueando, correteando de un lado para otro, creo que eran tan conscientes como yo de que estaban allí encerradas y, seguro,. que aquello las puso más violentas. A saber cuánto tiempo llevaban sin comer.
¿En serio querían que me comieran las ratas? Porque desde luego no sería yo quien se las comiese a ellas. Fui un cagado y un gilipollas, aquello era comida, carne, asquerosa, pero carne. Y, en lugar de enfrentarme a ellas, chillé como un criajo cobarde. Y debieron de oler mi miedo y vinieron a por mí. Movía mis piernas contra ellas según se acercaban, golpeándolas y lanzándolas por donde habían venido, pero no se cansaban, no desfallecían en su intento y eran más que yo, dicho sea de paso. Así que, en un determinado momento, fui incapaz de hacerme con ellas y despacharlas a todas. Una se escabulló por mi costado derecho y clavó sus afilados dientes en la parte posterior de mi brazo, ante lo que emití un increíble alarido de dolor, terror y asco.
No podía, de verdad, no podía cogerla de su culo inmundo y quitármela de encima, era incapaz de hacerlo del asco tan tremendo que me daba tocarla. Así que no se me ocurrió nada mejor que sacudir el brazo para tratar de que se soltase. El resultado, como es de imaginar, fue que me arrancó un buen trozo de carne, desgarrándola con sus dientes, además de hacerme una herida aún mayor. No es que hubiese mucha luz, pero la suficiente para ver como aquel trozo de mi cuerpo se separaba como si me estuviese quitando una tirita. Sentí la quemazón y el dolor recorrerme.
La sangre comenzó a encharcar la arena justo debajo de mi brazo. ¡Me iban a comer, me iban a comer! La rata atacante se fue con su premio a una esquina y se devoró, en menos de lo que tardas en decir "rata hija de puta", mi pedazo de carne. Me moría del dolor y, mientras con la otra mano tapaba como podía aquella enorme hendidura, tenía que seguir dando patadas a diestro y siniestro.
Pero allí no acababa la historia. Mi brazo se convirtió en un maravilloso clamor para aquellas alimañas que, ahora, sí tenían muy claro cuál era su objetivo y, de nuevo, una de ellas me enganchó antes de que pudiese quitármela de encima. Entre intentar soltarla de mi brazo sangrante o seguir despachando a las otras con las piernas, no tuve más remedio que dejar, para un siguiente asalto, a las del suelo y armarme de valor para coger a aquel infecto animal y soltarlo a base de puñetazos —lo que ayudaba a que el bicho me desgarrase la carne y todos los tejidos habidos y por haber—. Conseguí que se soltase, pero, para entonces, ya tenía otro bicho enganchado en mi pantorrilla. Aquello no podía seguir así.
Con un dolor indescriptible me levanté y, con todas las fuerzas —que no tengo muy claro de dónde las saqué—, me dediqué a saltar sobre cada una de ellas con los dos pies juntos, aplastándolas contra el suelo. Cierto que me costó más de un salto y más de dos con cada una, pero, al final, conseguí abrirles la cabeza y destrozarlas por dentro, entre arcada y arcada, con mis ochenta kilazos de gimnasio. Después, me deshice a base de golpes de la que tenía enganchada a mi pierna, con mi pantalón entre medias, cogiéndola por la cola y golpeándola, repetidas veces, contra la pared de piedra hasta que la asesiné.
Más tarde, con náuseas insoportables, pero sin nada que echar fuera de mi estómago, fui cogiendo a cada uno de aquellos bichos y lanzándolos lo más lejos que pude, fuera de mi jaula. Un error, ahora lo sé. Podría habérmelas comido, quizá eso me hubiese permitido tener más fuerza, aguantar más de lo que aguanté y quizá, solo quizá, no habría sido una piltrafa con la que cualquiera pudiera acabar.
La última visita
Pasó algo de tiempo, ya te digo que no soy capaz de saber cuánto, pero lo suficiente como para que la herida dejase de sangrar y se infectase, al igual que la pierna. La infección me causó fiebre, me notaba la frente ardiendo, me caía el sudor y me moría de frío. Temblaba. Nadie venía. Gritaba, llamaba y pedía ayuda, pero nadie apareció por allí. ¿Me iban a dejar morir de inanición? ¿Me dejarían morir de una infección? ¿Aquello me estaba ocurriendo a mí?, ¿en serio?
No podía pensar demasiado, ni siquiera me esforcé en mirar si había alguna forma de salir de allí, más allá del primer día en el que comprobé que no. Me di por vencido, fui un cobarde de nuevo y, por eso, estoy ahora así, muerto, hecho un desperdicio.
¿Habrá alguien buscándome? Y mis colegas, ¿qué hicieron después de ver que yo no aparecía? ¿Qué había pasado con ellos?
No tuve demasiados pensamientos lúcidos a partir del momento en el que la infección había comenzado a avanzar y a carcomerme el cuerpo.
Soñaba bastante, me pasaba el tiempo dormitando, entre temblores y dolores.
Viajé, supongo que en sueños, a aquel lugar enigmático al que nos habían invitado, vi aquella entrada VIP, a las camareras sonrientes, a los gorilas enfadados, a mi amigo Andrés acompañando a aquella chica, sacándose la minga y metiéndosela a la colegiala delante de todos los asistentes. Ya ni siquiera me ponía cachondo con aquella imagen, ni cuando recordaba a la del cuero comiéndomela enterita. Solo sentía frío, miedo, angustia, desesperación, ansiedad, horror, hambre… Y un sentimiento enorme de injusticia, de autocompasión, de “y por qué a mí”, de “y qué he hecho yo”. Pero no, cachondo no me ponía.
Me dejé llevar, pensando que si me dejaba arrastrar hacia la oscuridad todo sería mucho más sencillo y, entonces, cuando ya me había hecho a la idea de morir allí solo de una sepsis o yo qué sé —soy informático, no médico—, apareció de nuevo el ser que me trajo por compañía a las ratas. Yo estaba tumbado en el suelo de arena, recogido como podía para tener menos frío. Abrió la puerta de mi celda, entró, ni siquiera se preocupó de volver a cerrarla, total… yo era un muñeco de trapo allí tirado, un guiñapo, un despojo humano sin energía ni fuerza.
¿Dónde estaban las horas de gimnasio? ¿Dónde los kilos y kilos que había levantado en el gimnasio y que me habían proporcionado una complexión de macho machote que muchos envidiaban? Se acercó a mí y colocó su pie sobre mi cabeza. Yo no me inmuté, no podía prácticamente ni respirar. Sentí la presión sobre mi cráneo, una presión que iba aumentando, poco a poco, más dolor. En un determinado momento, pensé que mi cráneo se haría añicos y mis sesos saldrían disparados inundando todo de pequeños trozos de masa cerebral y sangre. Pero no, no ocurrió.
Cuando se cansó quitó el pie de mi cabeza y se dio la vuelta, pensé que se iba, pero solo fue a recoger un cubo. Volvió a entrar y a acercarse a mí, entonces me echó agua helada por el cuerpo. Empecé a moverme como si estuviese teniendo un ataque o yo qué sé. Y volvió a desaparecer. Durante un buen rato continué con los espasmos. Era agua, me di cuenta y bebí; bebí del suelo, bebí de mi ropa mojada, bebí de donde pude. La cantidad fue mínima, ya que el suelo era de arena y la absorbió rápidamente. Incluso la poca cantidad que pude ingerir me hizo sentir un desgarro en la garganta.
Se marchó y solo dijo algo así como «ya terminas, muchacho». La frase fue mínima, es verdad, pero generó un repentino clic en mi cabeza. Su voz, en aquel instante vacío de pensamientos reverberó en mi interior y supe que ya la había escuchado. Mis neuronas se pusieron a trabajar, no sé cómo, pero lo hicieron. No me llevó demasiado tiempo reconocerla: era la voz de uno de los gorilas del garito del primo de mi amigo, estaba seguro. Pero algo en mi interior decía que yo había visto algo más. Tardé algún minuto en caer en la cuenta. Me llevé la mano al bolsillo trasero de mi pantalón, intuyendo que allí estaría la entrada VIP, si nadie me la había quitado. Y allí estaba. El dolor en el brazo era insoportable, pero logré sacarla del bolsillo y acercarla a mis ojos. ¿Cómo no había caído antes? ¿Cómo no me había dado cuenta? Ahora, incluso recordaba el comentario que había hecho cuando Andrés nos dio las entradas sobre los sellos impresos de animales que había en cada una de ellas. En la mía había ratas. Todo aquello no era una casualidad, alguien me había elegido. Pero nunca sabría el por qué. Al menos no en esta vida. Pensé en los sellos de mis amigos: en el cerdo, en el lobo, en los gusanos...
He muerto
Me terminé muriendo, así, sin más. Tumbado en el suelo de aquel sótano, de aquel desapacible lugar, sin saber dónde me encontraba, ni qué día era —acabo de caer en la cuenta de que no sé la fecha de muerte, aunque supongo que será lo normal...o no—. No sé si algún día alguien me encontrará aquí o me iré descomponiendo hasta ser solo un esqueleto. Qué más me da ya.
¿El sueño de un muerto?
Creo que vuelvo a soñar con ella, a pesar de estar muerto, con mi ángel despampanante. La veo de diferente manera, vestida de otro modo, pero su rostro, ese rostro angelical que vi aquel sábado cuando me giré en medio de aquella bacanal y que me “salvó” de mi aturdimiento, era el mismo. Aquellos ojos verdes, grandes y grandes pestañas a juego, aquellos labios carnosos que me besaron y se abrieron para dejarme entrar y degustar la suavidad de su lengua, el roce de sus dientes… Está aquí, agachada a mi lado, me mira, pero no siento sorpresa en su rostro, ni miedo, ni nada, en realidad.
Supongo que los sueños de los muertos no dejan traslucir las emociones del mundo de los vivos. Se incorpora y ahora… se va. De nuevo mi dulce ángel se va. Mi sueño continúa, siento que me muevo, que me arrastro por el suelo sin dolor, sin sentir nada, como si en lugar de suelo todo fuese aire. ¿Será así como los recién muertos se van al mundo de los muertos —valga la redundancia—? Pues nada que ver con aquello del túnel, aquí no hay luz que ilumine una mierda y yo no puedo ponerme a caminar. Pero siento que me muevo, de hecho, el paisaje que hay delante de mis ojos abiertos sin vida, va cambiando. Un techo diferente al de mi celda y, de repente, siento algo distinto, algo que he añorado, pero no he sido consciente de ello, siento olor a hierba fresca, de esa recién cortada por alguna máquina segadora; siento el aire rozarme el cuerpo; ahora veo estrellas, pequeñas y diminutas lucecitas en el firmamento. ¿Será que voy camino del cielo?, ¿de noche?
Mi cuerpo continúa deslizándose, haciendo un ruido bastante desagradable, aunque esto sea lo único que siento… lo cual es de agradecer porque acabo de pasar con mi cuerpo y mi cabeza por lo que creo que es un bordillo. Oigo ruidos y ya no soy yo.
En esta ensoñación, siento que alguien me coge, con cierto esfuerzo —lo digo por los sonidos que emite mientras lo hace— y me lleva dando golpes contra el suelo para luego levantarme y meterme en… no sé, en… ¿qué mierdas es esto?, ¿el maletero de un coche?
Un motor arranca y hace un momento todo se ha vuelto de color negro. Huele a gasolina, estoy en un coche, ¿se viaja al cielo en coche? Los sueños de los muertos, de verdad que os lo digo, son más de flipar que viajar con alguna droga de diseño…
El sueño se desvanece durante un buen rato, luego vuelve, justo en el instante que de nuevo mi cuerpo, sin vida, siente el frescor de la noche y mis ojos vuelven a ver esas maravillosas estrellitas en el cielo. Pero, otra vez, siento como si alguien me cogiese, me levantase, me dejase caer y me volviesen a arrastrar. ¡Joder, ya podían tener un poco de cuidado!, de estar vivo sería una auténtica tortura. ¡Menudo viajecito a la otra dimensión me estánd dando! Montones de piedrecitas se chocan con mi cabeza, algunas ramas rozan mi cara, la arañan, imagino, porque doler, pues no duele, tiene sus ventajillas esto de estar cadáver. Y de nuevo la quietud. Ruidos, sonidos que no identifico. Apenas una pequeña luz que hace que sea más difícil encontrar las estrellitas, pero solo eso. Pasos, golpes, ruidos. Y de nuevo me elevo; y de nuevo caigo. Siento un vacío momentáneo hasta que mi cuerpo se encuentra sobre una superficie húmeda, fresca, huele a tierra. Pero… ¡qué coño! Algo cae sobre mí, sobre mi cuerpo, sobre mis manos, me salpica la cara, me tapa la cara, no veo nada, no puedo respirar —anda, no coño, si yo ya no necesito respirar…—. Creo que es… ¿qué es?, ¿tierra?
¿Sueño que me entierran vivo, digo muerto?
A inciertos kilómetros, el último trozo del cuerpo de Andrés —el dedo corazón de la mano derecha— es engullido por un cerdo de más de 300k. Su lengua sale de su hocico. Se relame. Es hora de reposar la comida.