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Nostalgia
12 de enero de 2024Cuando me quise morir
12 de enero de 2024Amanecí sin ganas de amanecer, en la calle llovía manso sobre las hojas muertas del otoño, no sé hacia dónde iba; pero sé que iba.
Camino del agujero asqueroso del metro, una puta nube negra me perseguía, creo que era la única tan oscura en esa mañana, a cien metros, para sumergirme en el submundo pegajoso y ceniciento, cayó sobre mí toda el agua que llevaba.
Cuando regresé a la capital me dije: —paso de carreras para coger el último tren, el último bus, el último semáforo— nadie me persigue coño.
Al mes era un urbanita alienado a los horarios, a las carreras y a los bares.
Las puertas del vagón se cerraron justo cuando entré calado hasta los huesos, después de una ardua carrera escaleras mecánicas abajo. Mientras me sacudía las gotas de agua que me recorrían, el tren arrancó y la sacudida provocó que mis botas resbalaran sobre el piso mojado y mi culo diera en él.
Una carcajada salió de un abrigo beige, me levanté lo más rápido que pude, para mi vergüenza, y adopté la pose del homínido que me habita.
Cuando recuperé la compostura, entre el traqueteo monótono como la vida, vi tu cabeza sumergida en un libro, los hoyuelos que formaban tu cara te delataban, tu cabello caía sobre tus hombros, alzaste la mirada y tus ojos se clavaron como puñales en mi memoria. Desafié tu mirada hasta que llegamos a la siguiente estación. No parpadeamos entre los rostros ausentes, macilentos y ojerosos de los viajeros.
«El Mundo se paró entre el chirriar de los raíles del metro».
Metiste el libro en tu bolso, te levantaste y dijiste: —Me bajo aquí, ¿me acompañas?
—¿A dónde?
— Ven y lo averiguarás.
Como conejo deslumbrado por los faros de un coche en la noche oscura, fui arrollado por su seguridad.
Salimos a la mañana plomiza y plúmbea de noviembre, seguía lloviendo manso, abrió su paraguas y me ofreció cobijo.
Tenía unos labios carnosos, apenas un toque de brillo coqueto recorrían la comisura de su boca y una mirada que sabía lo que pensabas antes de pensarlo.
Mi cara de chico malo, mi chupa de cuero y mis ojos de almendra no la intimidaron.
—¿Tienes algo mejor que hacer que follarme y que te folle?
Saqué una pequeña libreta de mi bolsillo, consulté mi agenda y respondí: —Tengo el día libre —contesté con sorna.
Una vez traspasada la puerta de la habitación del hotel, dejó deslizar su abrigo beige, lo colgó en el perchero del armario con una paciencia y elegancia que me descolocó; en mi caso me deshice de mi chupa de cuero, busqué un espejo donde mirarme y cuando lo encontré, su cuerpo se solapo al mío.
Note sus pechos pegados a mi espalda, su mano bajó la cremallera de mi pantalón y sacó mi pene con una erección considerable, me giró y lo empezó a lamer; primero jugó con mi glande, después se introdujo el mástil de mi pobre bandera hasta lo más profundo, cada vez con más fruición, acabó por bajarme todo el pantalón y calzoncillos. Cuando estaba a punto de eyacular en su boca, me apretó las bolas y se esfumaron las ganas; la levanté a la altura de mi boca, saboreé sus labios, su cuello, deslicé la cremallera de su vestido, cayó a sus pies, masajeé sus pechos de pera, lamí sus pezones enhiestos mientras mis dedos se deslizaban por sus bragas, su hueco de amor ardía y estaba húmedo, introduje un dedo suavemente después de jugar con su clítoris, después introduje dos dedos y se apartó de mí.
No hizo falta edredón, ni colcha, ni sábanas.
Me puso las nalgas en mi polla y me arrastró al borde de la cama:
—¡Fóllame!, ¡fóllame!
Y… la follé.
Introduje mi pene a punto de estallar en su coño, primero despacio, después a lo bestia, hasta lo más hondo; tuvo dos orgasmos, estábamos tan calientes que acabé enculándola mientras su culo se movía al compás de mis embestidas, acabé eyaculando, solté todo el esperma dentro de ella entre sollozos y gemidos de placer.
Nos tumbamos boca arriba, encendió un pitillo y, después de unas caladas, me lo pasó. Empezó a acariciar mi pene flácido cuando le devolví el cigarro, lo estrelló en el cenicero y, a horcajadas, se metió mi polla en su vagina y me cabalgó; volvimos a deshacernos en espumarajos de olas de mar.
Cuando salí a la calle había dejado de llover o, quizás, nunca llovió.
No hubo nombres, ni intercambio de teléfonos, ni un adiós.
Amanecí sin ganas de amanecer.