Te voy a contar un Cuento
6 de abril de 2021Inquietudes corrientes
21 de abril de 2021Allí esta ella. Con su pelo rizado cogido en una coleta alta. Así la peina su madre, haciéndole bajar la cabeza para cogerle bien alto el pelo. Lleva un jersey de lana largo, con función de vestido, de color rosa fucsia y con muñequitos de trapo cosidos junto a casitas pespunteadas con lanas de otros colores. Cubre las piernas con los típicos leotardos blancos, a estas alturas de curso, llenos de bolitas, y unos zapatos con hebilla que odia cada día más.
Al principio solo la sigo con la mirada, luego, cuando la distancia que nos separa aumenta, echo a andar despacio, no quiero perderla, pero tampoco pretendo que se dé cuenta. Pensaba que escucharía los ruidos de los demás, la algarabía de risas y gritos provocados en la hora del recreo por el montón de niños deseosos de desfogarse, de saltar, correr, de reír, de jugar. Pero no. Lo cierto y extraño es que solo puedo escucharla a ella. El ruido de sus zapatos negros, típicos de colegio, que llevan un caminar lento, casi arrastrando la suela y desgastándola por el roce contra la arena, la grava, las hojas secas caídas en el suelo.
Apenas me separan unos cuantos metros de ella, pero no me ve, porque no me mira. No tiene ojos para nada ni para nadie, solo clava las pupilas en la punta de sus zapatos y un pedazo de tierra que se extiende ante ellos. Sus rizos caen en cascada desde lo alto de su coleta, hacia su nuca. Va cabizbaja, como si quisiera creer que, si no los ve, ellos a ella tampoco la ven. Y continúa su camino, en línea recta, esquivando algún obstáculo que sale a su paso. A saber: un árbol junto al que unos cuantos juegan a las canicas; unas grandes piedras en las que otros juegan a saltar de aquí para allá. Obstinada en una invisible línea trazada en el suelo, como una cuerda larga que guía sus pasos hasta llegar a una esquina que delimita la zona del patio y la separa de la calle. Se para, de frente a su camino cortado y, como si de un autómata se tratase, gira sus pies cuarenta y cinco grados a la izquierda para continuar andando de frente. Y llega a otra esquina y repite la operación. Su camino ahora es el de vuelta, por el lado contrario al que ha ido. Y yo la sigo, ahora más de cerca. No ha levantado la cabeza en este tiempo transcurrido.
Observo a la niña de pelo rizado, que no quiere ser vista. Observo a los niños que gesticulan trazando en sus rostros las muecas de gritos y sonrisas, del hablar. Y siento una punzada en el pecho al notar la indiferencia en sus gestos ante la solitaria imagen de la niña con el vestido de lana. No existen los unos para la otra. Como entes en diferentes dimensiones que colindan en espacio, pero no en tiempo y no se pueden sentir y no se pueden ver. Me llegan emanaciones de tristeza, de soledad; sentimientos de no sentirse querida, de sentirse poca cosa, de no ser importante para nadie, de no valer nada. Me atenazan el corazón, el alma; me inundan el cuerpo como un incendio que devasta la ladera de aquella montaña junto a la que creciste, de que aquel tsunami que arrancó tantas vidas, de aquel animal muerto en la calzada. Quiero eliminar esa sensación, en ella y en mí. Quiero arrancársela de su vida.
El recorrido acaba cuando la niña llega a su punto de salida. Un lateral del edificio que tiene una puerta metálica pintada de verde y un peldaño que ahora utiliza de asiento. Ha cogido un palo del suelo y juega a dibujar círculos, caras, estrellas, una casa. Cada dibujo terminado lo borra con su zapato negro, que poco a poco va llenándose de polvo y tiñéndose de gris. Pero no parece importarle.
Ha llegado el momento de acercarme a ella. No me ha mirado hasta que no me he puesto en cuclillas delante y he cogido la mano que sujetaba el palo. Su cabeza se levanta y unos ojos castaños me miran con una tristeza que hiere mi alma. Me hablan en un silencio rotundo, queriendo gritar pidiendo auxilio, auxilio por esa soledad y ese vacío que inunda su cuerpo y su mente en ese momento. Todo lo que he sentido acompañándola en su solitario paseo, con el que buscaba gastar el que debería ser para una niña tiempo de ocio en la escuela, lo leo ahora en la profundidad de sus pupilas, humedecidas por unas lágrimas que no se atreven a asomar, que son sostenidas por una fuerza y una entereza casi digna de alabar.
—Estoy aquí y te quiero. Te quiero más que a nada en el mundo, te quiero porque eres lo más importante que hay y habrá siempre en mi vida. Te quiero desde el minuto en el que naciste, aunque tú no lo supieras. Te quiero en este instante en el que te sientes la persona más desdichada y sola del mundo. Te quiero, además, tal y como eres. Con tu seriedad, con tu dulzura, con tus sonrisas y con tus pataletas, con tus enfados y tus alegrías. Te amo por tu fuerza y por tu valor, por tu humildad y por tu responsabilidad, porque eres bonita por dentro y por fuera, aunque tú no lo veas. Pero yo estoy aquí, para cogerte de la mano y recordarte cada día lo mucho que vales.
Mientras le digo aquello, sujetando sus manos en las mías, me mira fijamente, quizá sin entender quién soy y qué hago ahí. La profundidad de sus ojos y su significado va cambiando al escuchar mis palabras y el frío que he sentido que despedía su cuerpo se ha ido templando. Con mi última palabra, suelto sus manos y la dejo hacer. Me abraza con su cuerpo menudo, de niña. Un abrazo de los de verdad. Aprieta sus brazos contra mi espalda y siento la ternura y la necesidad de protección y seguridad que ha recuperado al devolverle yo el abrazo. La arropo con mis brazos, casi como si pudiese invadir su ser por dentro, como si con él nos pudiésemos fundir las dos.
Solo dejamos de apretar nuestros cuerpos cuando las carreras de los niños son tan cercanas a nosotras que casi escuchamos el ruido de sus galopes. El recreo ha terminado. Podría ser su último recreo sintiéndose así. Ojalá. Espero. Entonces suelta sus brazos y yo suelto los míos. Sus ojos se han llenado de amor, su sonrisa ilumina su rostro.
—¿Te vas a ir? —me pregunta sin tristeza.
—No, porque ya sabes que siempre voy a estar ahí, aunque no me veas. Cada vez que te mires en un espejo podrás verme, cada vez que te sientas sola tendrás mi abrazo, cada vez que necesites una palabra de ánimo, cada vez que tengas que perdonarte, cada vez que algo vaya mal o cuando todo vaya bien. Siempre, siempre, estaré ahí. Con mis brazos para rodearte, con mis besos para quererte, con mis palabras para demostrarte mi amor. Siempre cuidaré de ti, pase lo que pase.
Le beso la frente y me incorporo dejándola marchar. Se une al bullicio de los niños. Se mezcla con abrigos amarillos, sudaderas naranjas, jerséis multicolor. Allí va ella, con una cascada de rizos sobre su cabeza, con su jersey fucsia, tipo vestido.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco. ¡Despierta!
Abro los ojos, inundados de lágrimas y sintiendo una mezcla entre alegría y tristeza en mi corazón. He tardado tantos años. Tantos, tantos, tantos años en darme cuenta de que era a mí a quien tenía que acompañar, de que era a mí a quien tenía que cuidar, querer y amar. Siento una tristeza inmensa por el daño que me he causado por haber tardado tanto tiempo en rescatarme a mí misma. Pero ahora estoy feliz.
Me miro en el espejo de la sala de espera y la veo ahí, con su coleta de rizos. Siento su pequeña mano agarrada de la mía. Me mira y yo la miro a ella. Ya no dará más paseos sola, porque me tendrá a mí para acompañarla, para alentarla, para decirle que todo pasa y que se convertirá en una mujer maravillosa. Que las personas y las situaciones cambian rápidamente y que encontrará lugares en los que sentirse como en casa. Pero, sobre todo, se tendrá a sí misma. Como yo me tengo ahora a mí y a ella, con eso bastará.