Un Café con Sorpresa
14 de junio de 2021La grieta
14 de agosto de 2021La Cuesta de la Calle Grande
Subía por la cuesta de la calle Grande, salpicada de árboles desnudos a aquellas alturas del año y farolas desportilladas a las que se les notaba el paso del tiempo. A ella no.
Su rostro juvenil daba lugar a las típicas adivinanzas sobre su edad. «¿Cuántos me echas?», solía preguntar. Pero dejó de hacerlo el día que la respuesta recibida le dejó con la boca abierta: «Los que tú te dejes, princesa».
Subía por la cuesta, ajena al señor del chubasquero azul dos tallas más grandes de lo debido, que andaba a escasos metros por delante suyo, exhalando humo de un cigarro que no tardaría en tirar al suelo.
Su paso era lento, cansino, desanimado. Su pensamiento gris, triste, pesimista. Y su mirada, alejada de la realidad. Un «siempre me pasa lo mismo» circulaba una y otra vez por los senderos de su cerebro y, cuando alcanzaba su consciencia, se sentía empujada un peldaño más abajo en su decaimiento.
La cuesta de la calle Grande era la mayor cuesta que había en todo el pueblo y, aquel día, ni siquiera le daba importancia a cómo se tensaban sus músculos y al esfuerzo que debían esgrimir estos para alcanzar la cima. Pero la alcanzó, con la mirada fija en el suelo, con los ojos húmedos de lágrimas que iban descendiendo por su rostro acompañadas, a menudo, de un suspiro de derrota. Así se sentía, derrotada.
El "Runner"
A la misma hora y en el mismo momento en el que Ana asomaba por la parte alta de la calle y tomaba la continuación, sin pendiente, en el asfalto, un runner, con un outfit perfecto, corría por la misma acera rumbo hacia donde ella estaba, de frente. Los cascos de un Ipod guardado en un pequeño Arm pocket, o sea, un bolsillo de brazo, le llevaban un poco disperso. Uno de los auriculares lo había colocado al menos diez veces en su oído desde que había salido de casa aquella tarde para iniciar su rutina de todos los días. Aquel día era sombrío y bastante fresco, pero a él lo mismo le daba. Lloviese, nevase o hubiese vientos huracanados, no podía faltar a su cita con el asfalto y aquellas deportivas de más de trescientos euros.
Ana va a una velocidad de unos cuatro kilómetros por hora y el runner a una velocidad de doce kilómetros por hora y distan entre sí apenas unos 200 metros. ¿Cuánto tiempo tardarán Ana y el runner en cruzarse en el camino? ¿Cuántos metros habrán recorrido? En apenas 45 segundos y tras haber caminado a su paso unos cincuenta metros, el cuerpo de Ana fue lanzado de vuelta por donde había venido. Sí, ese fue el tiempo que tardaron en cruzarse.
El runner la hubiese esquivado de no ser porque:
- No iba mirando al frente en aquel instante, sino tratando de pillar el cablecito blanco del auricular que se le había vuelto a caer y se movía al ritmo de sus pisadas.
- Ana había modificado su rumbo algo más de un metro hacia la parte izquierda de la acera para evitar pisar una enorme y fresca caca de perro que algún concienciado vecino había decidido dejar allí a modo decorativo y como alimento para las moscas y otros bichos que aún se mantenían con vida en aquel mes de octubre. La había esquivado, sí, y todo gracias a ir cabizbaja y meditabunda.
Ciento cincuenta metros había recorrido, de la distancia que les separaba, el corredor, cuando su cuerpo impactó con bastante fuerza —la procurada por una velocidad de 12km/h y un peso de 80kg— con el cuerpo de 58kg de Ana. ¡PUM! El golpe llegó y Ana salió volando hacia atrás un metro, por lo menos, no sabría decir. Lo que sí sé es que, primero, cayó de culo y, luego, de espaldas. Él, por su parte, al chocar perdió el equilibrio —también pudo ser por lo inesperado del momento—, cayó sobre su rodilla izquierda y no tardó en emitir grotescas muestras de dolor.
Allí, en lo alto de la cuesta de la calle Grande, los "joderes", "me cago en todo", "será gilipollas" y un largo etcétera de improperios resonaron durante un buen rato. Un dúo de cacofonías, alaridos, palabras malsonantes, difíciles de entender y pasar inadvertidas, comenzaron a atraer público como si de antiguos pregoneros o trovadores se tratase.
Pasen y vean.
El Señor del Chubasquero
El señor del chubasquero se alarmó al escuchar los gritos y, al darse la vuelta, vio a las víctimas del atropello tiradas en el suelo, quejicosos y malhumorados, cuanto menos. Como buen caballero, por el que el hombre se tenía, fue directo a ayudar a Ana, que estaba aún tirada en el suelo y había pasado de la apatía y la tristeza a la ira en apenas unas décimas de segundo. Trató de ayudarla a levantarse, primero intentando que se calmase con tranquilizadoras palabras que, estaba claro, le llegaban a una, para nada, permeable Ana. La tomó de las axilas para ayudarla a levantarse, cosa que disgustó más aún a esta, que de una sacudida se quitó las manos frías, de aquel desconocido, de sus sobacos. Se levantó por sí misma, dolorida, pero no tanto como para evitar encaminarse furibunda hacia el runner.
Cabeza por delante, como un torito bravo, llegó a donde aquel seguía sentado apretándose la rodilla maltrecha con sus manos y gimoteando sin cesar. Cada paso de Ana iba acompañado de una frase de rabia y mala leche. Ya casi estaba encima de él y parecía ser la mujer invisible para aquel tipo que ni siquiera se había dignado en mirarla para comprobar su estado. Con un puntapié quiso Ana hacerse notar y, vaya, sí que funcionó. El otro levantó la vista.
Repetir aquella conversación no tiene mucho sentido y, sinceramente, no había quien desde un poco lejos entendiese gran cosa. Baste con decir que a lo que Ana le dijese él respondió con un gesto tipo "paso de ti, tía", que fue contestado con un sopapo en la cara que nadie esperaba en aquella escena. El otro, atónito, volvió a mirar a la cara de Ana, quien estaba apretando los puños para evitar volver a golpearle. Por la cara que el muchacho puso, se podía sentir su miedo ante lo que la mirada de Ana escondía.
La de la Tienda de Consumibles Informáticos
Cayó en la cuenta de que no era una desconocida. Era la hija de la dependienta de una tienda pequeña de consumibles informáticos que, casualmente, estaba en la calle en la que él vivía. A menudo, la había visto por allí y la recordaba, no mucho porque no le prestaba especial atención, como una chica de carácter risueño, de sonrisa fácil y unos ojos, pues, no sé, normales. Nada que ver con aquellas pupilas en las que parecían asomar las mismísimas puertas del infierno en aquel momento.
Se disculpó con ella, más por ignorarla y no preocuparse que por el atropello en sí, del que hacía culpable a Ana por invadir el "carril" contrario de la acera y, además, hacerlo sin mirar para delante y ver que él venía corriendo. Esto se lo dijo, que lo sé yo, que eso sí lo entendí. Los aspavientos de Ana volvieron a asustar hasta a los árboles y seguro que si a alguno le quedaba alguna hoja por tirar – pobres caducos – se le escapó en ese instante.
«¿Qué mierdas le pasa a este tío?», se preguntó ella. Cuando está enfadada, su mente se convierte en una mente chabacana y grosera, macarra y destructiva, iracunda, desprovista de filtros, como trastornada. Pero ella no es así, no siempre.
La hija de la de la tienda de informática, esa que es prima de la directora de la sucursal de la Caixa que hay en el pueblo, pues esa, es una chica extrovertida, amable, afable, muy respetuosa y educada, pero la han visto salir varias veces de la consulta de un psicólogo nuevo que ha venido de la capital, a saber qué se le ha perdido en este pueblo. Fíjate, y lo mismo es por esto, por esta especie de posesión a lo Niña del Exorcista por lo que va a verle.
El runner trata de calmarla de nuevo, pero es infructuoso, está claro. Está metida en un monólogo al que cada minuto van asistiendo más espectadores curiosos. Oye, pero nadie se acerca a decirle nada. El del chubasquero, después de la manera de Ana de desestimar su ayuda, decidió irse al otro bando y ver cómo estaba el chico. Pero Ana, con sus pasos veloces y cabreados, muy cabreados, le había hecho un adelantamiento por la derecha y había llegado antes con intención, pareciera, de comérselo vivito y coleando.
Por Gilipollas
La sangre de la herida del chico corría por su pantorrilla y le había manchado las manos. Estaba tan absorto en ver las llamas resplandecientes en los ojos de la energúmena, que no se había percatado de que sus súper maravillosas deportivas, caras de narices, se habían manchado bastante de una mezcla entre su sangre y la arena que había en el lugar sobre el que había caído.
Parece que, en un momento dado, ya está preparado para levantarse y, en ese intento, llega Ana y le pega un empujón dejándole sentado de culo en el suelo. «Por gilipollas», piensa ella. Muy digna y sabiéndose observada por un público que ya quisieran muchos espectáculos tener, tanto por la cantidad como por la atención que prestan, se aleja de él continuando su camino mientras farfulla una retahíla difícil de entender.
La Casa Vieja
Para Ana hay muchas cosas que ya no tienen sentido, en realidad, apenas es capaz de encontrar cosas que lo tengan. Su cabeza es una olla a presión y su estado de ánimo, en general, no ha mejorado a pesar de las seis o siete semanas de terapia psicológica intensiva y farmacológica que le han impuesto como tratamiento.
Sigue andando, ahora a paso rápido y con el malhumor dibujado en su rostro, por la calle Grande hasta llegar a una pequeña plaza. Allí se encuentra una casa con la pared pintada de un amarillo deslucido por la gran cantidad de años que lleva sin renovarse. Se acerca a la puerta principal que es de madera, pintada de un verde primavera que le queda a la fachada como a un santo dos pistolas. Apoya su mano en ella y siente como una minúscula astilla penetra piel adentro, haciéndole retirarla de inmediato y llevarla a su boca tras proferir un rotundo "mierda". Levanta la mano a la altura de sus ojos, buscando la punta para poder sacarla con los dedos, pero es tan menuda que no consigue retirarla. Se da por vencida, tampoco es importante en ese momento. Empuja la puerta con fuerza, apoyando todo su cuerpo, y esta cede permitiéndole el paso al interior. Cierra y se queda prácticamente a oscuras bajo una larga escalera con un suelo de terrazo que le da frío solo de pensar en plantar los pies desnudos allí encima.
Ya en la planta de arriba, sin olvidarse de la astilla que le está fastidiando la mano, abre una puerta que da a un pequeño salón. El olor a rancio y viejo, a cerrado, a abandono, le recuerda por qué no le gusta ir allí. Se acerca a la ventana y la abre. Viejas ventanas de aluminio que chirrían al deslizarse por el carril. Luego abre las contraventanas de color verde, como la puerta. Repletas de óxido y pintura descascarillada. No hay demasiada luz en el exterior, pero se está mejor que hace un momento. Deja su pequeña mochila en una de las sillas y se encamina a otra habitación.
Una mujer mayor, de más de noventa años, está sentada en una butaca vieja de madera frente a un minúsculo televisor. La dramática escena no la pilla por sorpresa, no es la primera vez que la ve, de hecho, la ve todos los días, aunque eso no evita que su corazón se encoja porque siente pena. La mujer permanece ajena a la visita de Ana. Mira absorta miles de puntitos blancos y grises que son la única imagen que puede sintonizarse en ese aparato. El volumen, afortunadamente, no está demasiado alto. En la mesa redonda, situada al lado de la butaca, hay un plato con restos de lo que debió de ser un puré y un vaso de agua prácticamente lleno. Recoge los cubiertos, el vaso y los platos y los lleva al fregadero. Un tazón, con lo que ha quedado de un desayuno de leche con sopas de pan, le espera para ser enjabonado y aclarado.
El Padre de Ana
«Una última vez», se anima. Odia esa tarea diaria impuesta por su madre, la detesta. ¿Por qué tiene que ir ella todos los días? Si apenas conoce a esa señora que está sentada en la butaca, aunque sea su abuela. Una abuela con la que jamás compartió absolutamente nada, una abuela que en sus últimos años se veía sola porque había tratado mal a sus dos hijos, uno de ellos el padre de Ana. Su padre se lo había contado alguna vez antes de morir en aquella horrible pandemia de hacía unos años. Su abuela había sido la persona más cruel del mundo, nunca le había dado cariño, ni amor, ni le había protegido. Se encargaba hora tras hora de humillarle, de hacerle de menos, de herirle diciéndole que era un inútil, que no era capaz de nada, que no servía para nada o que ojalá que no hubiera nacido. Y el padre de Ana creció alejado de esa figura tan importante. Cuando su padre se lo contó, ella comprendió porque él la había tratado como lo había hecho. Su padre no era malo con ella, sencillamente, no era. No era ni bueno, ni malo, ni amable, ni lo contrario. La realidad era que era un padre que no ejercía como tal, que jamás tenía tiempo para ella o para su madre, que prefería pasar las horas en su oficina y que cuando regresaba a casa las ignoraba prácticamente por completo. Ana no le odiaba, simplemente no había sido capaz de amarle nunca. Y allí estaba ella, haciendo la labor que antes hacía su padre, sin ganas, sin gusto, sin apetencia. Asqueada.
Terminó de recoger todo, hizo la cama y, mientras terminaba de borrar algunas cosas en el portátil que llevaba en la mochila, dejaba que el aire de la calle limpiase los posos de decrepitud que había allí dentro. Satisfecha con la tarea informática, cerró el portátil, dijo un adiós a aquella mujer y salió de la casa cerrando la puerta que había herido su mano.
Miró el reloj en el teléfono, faltaban pocos minutos para las seis de la tarde. A pesar del altercado con el runner iba bien de tiempo. Un paseo de no más de una hora la separaba de su siguiente destino.
La Atalaya
Desde aquella atalaya el pueblo parecía mucho más pequeño y se observaba su desorganizado urbanismo: casas bajas, casas altas, calles con curvas, colores rojos, azules, amarillos, casas para derruir. Nunca le había parecido que vivía en un pueblo bonito, aunque los alrededores sí que le gustaban. Solía subir a aquellas rocas de vez en cuando, sobre todo cuando sentía que el pecho se le iba a salir por la boca y los pensamientos del cerebro no paraban de repiquetear.
Se sentó y comenzó a sacar cosas de su mochila. Lo primero el portátil y, sobre este, un bote con las últimas pastillas que le habían recetado, el teléfono móvil, un diario que ya tenía unos cuantos añitos, una caja de caudales, unas fotografías familiares y algunas de personas que habían sido importantes en su vida en algún momento. Unas gafas de sol, un compact disc de María Jiménez, una carta de su primer gran amor y una bolsita con algunas pulseras, pendientes y cadenillas que le habían regalado por cumpleaños y cosas así. Todo aquello lo metió en la caja de caudales, todo menos el portátil y el teléfono.
Cogió el teléfono móvil y lo desbloqueó con su huella dactilar. Entró en whatsapp y comenzó a mirar los contactos que le aparecían en los mensajes. Pensó en cada una de las personas que allí estaban, en su teléfono, pero no en su vida. Por razones que no era capaz de comprender, de una u otra manera, en los últimos años, la mayor parte de aquellas personas se había olvidado de ella. Amigas a las que consideraba especiales habían dejado de serlo, se habían marchado al tener pareja y no habían sido capaces de hacerle un hueco en su vida, como mucho le habían dado las migajas, migajas que ella dejó de aceptar, pues no era eso lo que quería. Novietes, rollos, amigos con derecho… allí estaban, con un último mensaje recibido o enviado de vete tú a saber cuándo, qué más daba ya. Tíos que la habían utilizado para echar un polvo y si te he visto no me acuerdo; hombres que la habían dejado ilusionarse y en lo más alto de la cúspide la habían dejado saltando al vacío; golpe tras golpe. Allí estaban también los mensajes de su último jefe, un acosador de mierda que le obligó a renunciar al trabajo por no querer acostarse con él y cuando ella lo puso en conocimiento de la empresa la tomaron por loca o trastornada y le pidieron que se fuera. Aún no estaba repuesta de aquello. Un padre inexistente por haber fallecido e inexistente por no haber querido formar parte de su vida y una madre que había decidido comenzar una nueva vida llena de viajes, amistades, parejas diferentes y olvidarse de que tenía una hija. Ni siquiera era capaz de recordar en dónde estaba ella ahora.
Ajustes: cuenta: restaurar datos: restauración de fábrica OK
Introdujo el teléfono en la caja de caudales. Se levantó de la roca y, con cuidado, descendió unos metros hasta encontrar un lugar adecuado en donde hacer un pequeño agujero. Con ayuda de una rama comenzó a arañar la tierra dura de la superficie y poco a poco fue encontrando tierra más suelta que podía retirar con las manos. Cuando se endurecía, utilizaba el palo y luego sus manos a modo de pala. «Podría haber traído una pala, joder». La tarea le llevó más de lo esperado, pero consiguió hacer el agujero lo suficientemente grande y profundo para meter dentro la caja metálica. Luego echó de nuevo la tierra sobre ella y la endureció pisando con ganas. Unas hojas por aquí, unas piedras por allá y listo.
Salta, Salta
Ascendió de nuevo. Era el turno del portátil. Quería asegurarse de que no quedaba ningún dato en absoluto. De las "nubes" ya se había encargado y en la casa de aquella mujer anciana, su abuela, había terminado de borrar casi todo. Un formateo y tarea completada. En aquel momento, su corazón comenzó a latir con más velocidad mientras miraba absorta el contador porcentual del borrado de datos.
Estaba llegando a su fin, al del portátil. Tragó saliva. Respiró hondo. «Ahora no puedes flaquear y lo sabes», se dijo con cierta autoridad. El aparato emitió un sonido que daba por concluida la tarea. Cogió el ordenador y su mochila y atravesó la cima para ubicarse en la parte contraria, en la ladera sur. Por allí no se podía ascender debido a lo escarpado de la zona. Era el lugar correcto. Dejó el portátil en el suelo y saltó sobre este con todas sus fuerzas. Una vez. Otra vez. Y otra y otra, de manera compulsiva siguió saltando hasta que casi no le quedaban energías en las piernas. No quería dejar de hacerlo, su seguridad parecía que había disminuido de manera inversamente proporcional al porcentaje de ascensión de la atalaya. El portátil yacía en la piedra hecho un montón de cachos: pequeños, grandes, una tarjeta por aquí, una tecla por allá, un trozo de pantalla, algún cable suelto. Recogió todo como pudo y lo metió en la mochila.
Se sentó de nuevo y cerró los ojos. Dejó que su mente se dirigiese hacia donde quisiera, recorriendo esos pasajes de su vida de los últimos años en los que sentía que no había hecho otra cosa que sufrir, sufrir y sufrir. Años en los que el crecimiento suyo como persona era nulo. Años en los que se había ido sintiendo cada vez más sola, más desconectada de todo y de todos. Años que la habían llevado a aquel instante. No tenía prisa, dejó divagar a su mente, por aquí, por allá. Su situación económica nefasta, créditos para estudios que era ya incapaz de poder hacer frente, un alquiler del que debía más de cinco meses, un paro que ya se le había agotado…
Salida en Vertical
Durante el tiempo que pasó allí sentada con los ojos cerrados, fue incapaz de encontrar otro camino que no fuese en vertical para salir de aquella situación. En lo más profundo de su ser quería encontrarlo, que, de repente, apareciera, allí escondido, pero no. Nada. Nada estaba bien, nada le gustaba, nada se podía mejorar, nada de nada. ¿Para qué darle más vueltas?
Se levantó y se limpió la arenilla en sus pantalones. Sintió una punzada al pasar por su pierna la zona de la mano con la astilla clavada. Respiro profundamente. Cogió su mochila, repleta de pedazos de ordenador y se encaminó al borde de la piedra en la que estaba. Hacia abajo habría más de quince metros con toda probabilidad, no lo sabía con exactitud, pero le parecían suficientes. No tenía vértigo, así que dispuso sus pies lo más fuera posible manteniendo el equilibrio. Miró hacia abajo para volver a estar segura de que era el lugar indicado. Unas piedras afiladas y puntiagudas se erigían bajo su mirada. Afirmativo.
Extendió sus brazos y pensó en lo maravilloso que sería ser ave en aquel momento y lanzarse a volar. Pero no era ave, quizá si hubiera sido ave no estaría ahí, habría volado a otro mundo hacía mucho tiempo.
Otra Vez Tú
Apunto estaba de balancearse y dejarse perder el equilibrio cuando una mano la asió de la sudadera y tiró con fuerza hacia atrás, haciéndola trastabillar y caer de culo por segunda vez en el mismo día. Un "me cago en todo" salió despedido de su boca, mientras se daba la vuelta rápidamente para ver quién había hecho aquello. Quién había decidido hacer algo que nadie le había pedido. Y allí estaba. Lo primero que vio fueron aquellas deportivas manchadas de un líquido parduzco ya seco. Luego un pantalón corto con los laterales reflectantes y una camiseta de manga corta haciendo juego. No necesitaba verle la cara para saber quién era y no daba crédito.
Su boca volvió a esgrimir una retahíla importante de improperios mientras se levantaba del suelo. Él, aquel runner que la había arrollado, aguantó el discurso solemnemente, sin apartarse un ápice de su localización y sin decir nada ni tratar de hacerlo. Cuando ella terminó, él tomó la palabra.
No repetiré la conversación, porque ni estaba allí, ni es necesario. Baste con decir que el muchacho trató de apaciguar a Ana, de tener una conversación tranquila con ella, de averiguar por qué iba a hacer lo que iba a hacer, pero no consiguió gran cosa. Miró a la cara de Ana, a aquellos ojos que horas antes echaban llamas dignas del fondo de un volcán en erupción, pero que, en aquel instante, le parecían tener las letras SOS grabadas en las pupilas.
Lo que a continuación ocurrió no era lo que cualquiera de nosotros hubiera esperado. Esa es la verdad.
La disertación entre ambos duró unos minutos, luego llegó la parte del forcejeo en la que Ana comenzó a andar directa al precipicio y él la agarraba con fuerza del brazo tratando de alejarla. La obstinada Ana, con ojos cada vez más enfurecidos, tristes, apagados, cansados, coléricos y una mezcla de diez o doce adjetivos más, insistía en su misión, imparable. Por su parte, él no podía hacer más que decirle que no lo hiciera y sujetarla con todas sus fuerzas. Menos mal que la fuerza de aquellos veinte kilos de más que tenía él y no tenía ella facilitaban la tarea, aunque comenzaba a notar cansados los músculos. Aquello parecía que nunca iba a terminar.
Volando
Ana, inteligente, aunque deprimida, cedió. Aceptó la derrota ante el corredor. Con un "de acuerdo" trató de zanjar el asunto. Él, no muy convencido, no quería soltarla y la llevó cogida del brazo hasta haberla alejado lo suficiente y estar cerca de la zona por la que era más sencillo el descenso. Él cruzó a la piedra en la que había estado Ana guardando las cosas y tendió su mano a la muchacha para ayudarla a cruzar. Esta se le quedó mirando desafiante:
—¿En serio te has creído en algún momento que estamos en un cuento de Disney y yo soy la desvalida princesa que necesita ser rescatada por el apuesto príncipe del que sin duda alguna te crees el actor?
Por mucho que él quiso correr, por mucho que trató de alcanzarla, ella le sacó la suficiente ventaja, unas décimas de segundo perdidas en tratar de entender aquella pregunta que ella le había hecho. Unas décimas de segundo suficientes como para no evitar que el cuerpo de Ana cayese desde aquella cima, inerte y en un silencio terrorífico ante sus ojos. Después necesitó apartar la vista para no ver la mutilación a la que se había sometido la joven hija de la mujer de la tienda de consumibles informáticos.
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Se cuenta y se dice por el pueblo que el muchacho nunca consiguió apartar la imagen de Ana volando con la gravedad rumbo a las afiladas rocas, ni su cuerpo ensartado en una de ellas. Dicen que nunca más se calzó aquellas deportivas, ni volvió a salir a correr. Dicen que pudo hasta haberse vuelto loco y que ya nadie le ve. También dicen que en la mochila apareció un papel con un mensaje de Ana en el que decía:
He aprendido a evitar aquellas cosas que me hacen daño. Esta vida me lo hace y mucho.
Pero vaya usted a saber, son tantas las cosas que se dicen y se comentan.