Aquella noche
18 de noviembre de 2024El paso de Germán es lento, todo lo contrario a su paso habitual: rápido, ágil, a veces, como si fuese un marchista fuera de su pista. Y no es porque sea, precisamente, un tipo deportista. No levanta la cara para mirar al frente y sus hombros caen hacia delante, mostrando más protuberancia de la normal en la parte superior de su columna vertebral.
Hoy ni siquiera ha echado el móvil al bolsillo, su inseparable compañero veinticuatro, siete. Se ha vestido con un chándal y se ha puesto las zapatillas de deporte más viejas que tiene en el armario. Un buen plumas, regalo de su penúltima pareja de hace ya casi dos años, un gorro de lana color azul oscuro que no suele ponerse mucho y la braga de forro polar. A estas alturas del año, casi rozando con las campanadas, en el pueblecito de Palencia en el que vive hace un frío del carajo, que diría su buen amigo gallego. Es prácticamente de noche, aunque apenas son las siete de la tarde, el cambio horario es lo que tiene… No le importa, de hecho, hasta lo prefiere. En la noche se siente más protegido, como si el manto de la oscuridad le abrazase y le otorgase una especie de parapeto o de escudo.
No ha tardado más de diez minutos en cruzar el pueblo de extremo a extremo y tomar el sendero que le lleva a un alto que destaca en el paisaje llano que lo rodea.
Ni siquiera el móvil, eso es, no lleva nada a excepción de una ligera mochila en la que ha metido una cerveza y un sándwich de jamón york y queso de los que piensa dar buena cuenta cuando haya alcanzado la cima, lo que será en no más de treinta minutos y eso porque su paso es cansino. En su mano derecha, sostiene una pequeña linterna que alumbra lo suficiente el camino, no quiere más luz entre él y su escudo nocturno.
Mientras camina, siente como si la ligera mochila pesase cien veces lo que en realidad pesa. Y, quizá, cien sean pocas. En su cabeza, se arremolinan infinidad de pensamientos. Sonríe para sí, sin demasiadas ganas, al pensar que eso se lo ha debido de pegar el sexo femenino, él siempre ha sido un hombre de un problema, una solución y luego a por el siguiente. “¿Qué te está pasando, Germán?”. Se pregunta entre susurros que rompen el silencio nocturno de su caminar.
Trata de distraer a su mente y se concentra en la enorme cantidad de estrellas que se ven a la perfección en el cielo, allí la contaminación lumínica es inexistente. Sabe que esta noche va a caer una buena helada. Cuando un pensamiento, de los que pretende tener a raya hasta dentro de un rato, pasea por su cabeza, él la sacude como queriendo sacarlo literalmente de ahí y comienza a contar sus pasos. No tarda en perderse y un nuevo pensamiento se abre camino entre sus neuronas. Él retoma la cuenta, por donde cree que podría haberse quedado, da igual, no es importante.
Desde arriba, el paisaje llano de Castilla se ve salpicado de congregaciones de luces procedentes de pequeños pueblitos. El paisaje le hace abrir los ojos, como para no perderse nada. Mientras trata de distinguir a qué población pertenece cada racimo de luces, abre su mochila y saca su cerveza y su sándwich. Vuelve a colocarse la bolsa en la espalda para evitar perderla en medio de la oscuridad y, aunque ahora está completamente vacía, él la siente incluso más cargada de lo que la sentía en su ascenso. Ahora ya no son cien, sino doscientas veces el peso que experimenta sobre sus hombros. Es consciente de que no es real, aunque tiene claro lo que le viene a decir.
Como si de un juego se tratase, vuelve a coger la mochila y a ponerla delante de él. Abre lentamente la cremallera y toma un trago de la fría cerveza que le hace experimentar un escalofrío. Con su mano izquierda sujeta la bolsa de color negro; su mano derecha accede al interior y finge sacar algo pesado y colocarlo sobre la piedra que está haciendo las veces de mesa de picnic. Imagina una caja cuadrada de metal y en su interior visualiza su cuerpo. Pero es un cuerpo tintado de negro, lo cual le genera un nuevo escalofrío que recorre toda su columna vertebral. Parpadea unos segundos, trata de descartar la imagen del interior de esa caja ficticia y lo consigue. En su lugar, un pedazo de papel recortado de algún bloc de cuadraditos de cuatro por cuatro, muestra escrita en mayúsculas, con un bolígrafo de tinta azul —decide que sea un Bic—, la palabra SALUD. Por un momento se dice a sí mismo que más de lo que ha hecho no puede hacer. La caja da, de repente, un brinco de la mesa y está a punto de caer al suelo. Se sorprende. Ha pedido una analítica que tienen que hacerle en un par de días; también consulta con el médico de cabecera. Está ciertamente preocupado por su salud, sin embargo, más no puede hacer, vuelve a pensar y la caja vuelve a dar un brinco, esta vez pierde el equilibrio en el filo de la piedra y casi cae al suelo. Germán ha sido rápido y la ha podido coger para volver a dejarla en su sitio. La caja continúa con su peculiar movimiento. “De acuerdo, sí que puedo hacer más. Debería dejar de beber tanto alcohol, cualquier excusa es buena para sacar la dichosa cerveza”, se habla a sí mismo en voz baja o, quizá, se lo está contando a la caja saltarina. De cualquier manera, ha tomado la lata y le ha dado otro buen sorbo. La caja vuelve a saltar, esta vez hacia la derecha, ahí tiene algo más de espacio. La siente enfadada. Entiende que cuando la caja salta es como si le estuviese reprendiendo por no ser capaz de decirse la verdad, a pesar de saberla. “De acuerdo, el tabaco tampoco ayuda… Sé que tengo que dejarlo, pero no es el momento. No me siento con la fuerza necesaria para hacerlo… ¡Pero mira! ¡He subido aquí sin el paquete! Y lo del deporte… pues más de lo mismo. Me cuesta, me cuesta decidir ir al gimnasio o salir a correr o, simplemente a caminar. Si alguien me acompañase… quizá me resultaría más fácil mantener la actividad deportiva, no lo sé”. Germán hoy está en lo alto de la montaña. No es un gran deportista, aunque mantiene un cuerpo sin apenas grasa y bastante definido para lo poco que hace, algo de genética tiene que haber por ahí. Cada noche, antes de meterse en la cama, se fustiga un rato recriminándose que, al final, terminó tomando dos cervezas en casa y comiendo esas patatas y otras guarrerías que no debería ni siquiera comprar y que, de nuevo, no ha salido a pasear. Se reprende por la cajetilla de tabaco nueva que ha abierto a las seis de la tarde, menos de un día desde la anterior que abrió. Lo de hoy, lo de subir a esa montañita —porque montaña, montaña, tampoco es que sea— ha sido un gran esfuerzo y se ha debido a que en casa casi no podía respirar. Hacia las seis de la tarde, el ataque de ansiedad que ha sentido le ha dejado noqueado. Después, pasado el primer susto e identificado, más o menos, el problema, ha decidido salir de casa sí o sí, respirar aire fresco, despejarse. Se encuentra mejor, pero mira la bolsa, la coge y la levanta y el peso sigue estando ahí.
La caja metálica con la palabra salud en un trozo de papel ha desaparecido de la piedra. Mira alrededor, alumbra con la linterna y, en unos pocos segundos, cae en la cuenta de que la caja solo estaba en su imaginación. Es posible que haya vuelto a la bolsa.
Vuelve a meter la mano derecha y saca de ahí una nueva caja, también metálica, si bien la anterior era de color gris, esta es de color rojo. La deposita con cuidado sobre la piedra y levanta una tapa de plástico muy fino que tiene por encima. Un reloj de arena de cristal está en su interior. Seguramente era bonito, pero aquí está roto por diferentes zonas y la arena esparcida por el interior del espacio. “Tiempo”, reproduce en voz baja. Repite la palabra, al menos, seis o siete veces. “Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo, tiempo, tiempo, tiempo”. Piensa en lo limitado de este. Piensa en lo rápido que pasa el tiempo. Piensa en su hijo que ya tiene ocho años y siente que el tiempo ha volado desde que vio su carita por primera vez. Piensa en que ya hace cinco años que se divorció y piensa en la cantidad de estupideces que ha hecho desde entonces y la gran cantidad de tiempo que ha invertido en ellas. Piensa en que ya hace algo más de un año que se marchó a vivir a ese pueblecito, más por una necesidad económica que por amor a la naturaleza y al paisaje rural. Piensa en que ha pasado poco más de un año desde que llegó allí y recuerda asomarse a la ventana de su cuarto en la habitación de la planta de arriba y disfrutar de unas vistas muy diferentes a las de la ciudad. Piensa en esa sensación de “ahora todo va a ser distinto, yo voy a ser distinto. Ahora, aquí, en medio del campo, tendré más ganas de hacer deporte. Estaré más tranquilo, alejado de bares y de ocio en la ciudad, beberé menos, gastaré menos y ocuparé más tiempo en poner en marcha otros proyectos laborales que me den una estabilidad económica. Y hasta es posible que conozca a alguien más afín a mí…”. Poco más de un año había pasado de aquello. Recuerda inspirar el aire del campo y sentir que sí, que todo aquello se haría realidad, que todo era cuestión de algo de tiempo. Tiempo. Se mira las manos y ve, y hasta puede sentir, que la arena desperdigada del interior de la caja roja, ahora está depositada en ellas y se va derramando por entre los dedos muy rápido. Cierra los puños y los aprieta, tratando de no dejar escapar ni un solo grano más de arena. Cuando los vuelve a abrir, sus manos están vacías. Mira al suelo, esperando encontrar allí una pequeña montaña de arena que ha caído desde sus manos, pero no, lo que hay ahí, cubriendo sus viejas deportivas, es un gran montón de arena que, sin duda alguna, sería imposible que entrase en el artilugio de cristal que lo contenía dentro de la caja. Mucha arena, mucho tiempo. Ni antes, ni en ese año que llevaba allí, había dedicado el tiempo a lo que sentía que debía: a él. Solo se dedicaba tiempo cuando caía alguna hostia y decidía quedarse en casa encerrado sin saber nada de nadie. Después tomaba aire y continuaba. El problema es que no terminaba de resolver nada, era consciente, solo iba taponando una y otra vez la hemorragia. Había luchado mucho, y se había arriesgado más, por cumplir su sueño de trabajar por cuenta propia en algo que de verdad le gustase, algo que le permitiese atender a su hijo, algo que le diera flexibilidad horaria. ¿Y qué había conseguido? Pasar, muchos días, más de 16 horas trabajando; aceptar trabajos de mierda, mal pagados, que le restaban demasiado tiempo —y de nuevo el tiempo golpea aumentando el tamaño de la montaña que hay sobre sus pies, alcanzando sus rodillas—. Le gusta lo que hace, sabe que es bueno en ello. Sus ilustraciones son muy buenas, siempre lo han sido, siempre ha destacado por ello, pero con todo y con eso, no sale el suficiente trabajo para mantener el coche, la casa que tenía alquilada, la plaza de garaje, los gastos de comida, de colegio, etc. Llegar a final de mes se le hace imposible ya, incluso habiéndose ido a las afueras, a un pueblucho de no más de mil habitantes. Cuando se mudó, convencido de que la situación cambiaría, de que al no estar en la ciudad tendría más tiempo para buscar clientes, para crear nuevos proyectos, la realidad fue que, comenzaba con esas dos tareas y no tardaba mucho en abandonarlas, en el mejor de los casos. Así pues, su situación económica no ha mejorado. Además, en este año ha conocido a un par de chicas y, como es de imaginar, salir por aquel pueblo no era una opción. Así que, coche para acá, coche para allá, más las cañas, las tapas, las cenas, las comidas, su tabaco, gracias, un cine, un teatro, ir de compras… No solo no había mejorado sus ingresos y disminuido sus gastos, sino que sus ingresos estaban peor y sus gastos habían aumentado. “Un pan como dos hostias”, masculla. Había empleado todo su tiempo libre en aquella chica, la última a la que había conocido. Y, ¡joder!, le encantaba poder hacerlo. Ella era también un poco alma libre, tenía flexibilidad de horarios y eso estaba guay, era mucho más fácil que se vieran. Claro que ella, a diferencia de él, tenía un salario fijo todos los meses y no dependía de la capacidad de venta que tuviese de su propio producto. A menudo, hablaban del trabajo y él había llegado a confesar cierta angustia por su situación, incluso le había comentado su pensamiento de buscarse un trabajo a tiempo parcial o, quién sabe, trabajar para alguna empresa si era capaz de encontrar un trabajo que le motivase. Cada vez que piensa esto o cada vez que lo ha comentado, siente que le falta el aire, que la ilusión por lo que hace se le escapa de las manos, de su vida, siente que se va a ver encarcelado en un trabajo que no le gusta. De pronto, su pensamiento frena en seco, la montaña de arena casi le llega al cuello y parece que no para de crecer. Piensa en cuando se ha abierto con esa chica y le ha contado estos pensamientos sin recibir respuesta alguna. Para él, no había mucho más que hablar, o esa era la sensación que tenía. Cuando se marchaba a casa pensaba que ya había hablado más de la cuenta, que le estaba contando sus problemas a alguien que, seguramente, ya tendría bastante con los suyos. Lo cierto es que él entiende así las relaciones, de hablarte y contarte, de abrirte y compartir. Y también de ayudar…
Justo está en ese último pensamiento, con la arena bordeando la parte inferior de su labio, cuando la mochila comienza a moverse sobre la piedra. Gira, salta, va de un lado a otro, hasta que consigue frenarla. Algo llama su atención en el suelo y, al mirar hacia abajo, descubre que ya no hay rastro de arena, tampoco de la caja roja. Vuelve a introducir, por tercera vez en aquella oscura tarde, la mano en la mochila, no sin antes haber terminado el sándwich de tres bocados y la lata de un par de tragos.
Lo que su mano saca esta vez, le deja con los ojos abiertos como platos. Es una bola, maciza, de hierro. No sabe cuánto alcanza a pesar, pero mucho, tanto que tiene que ayudarse de su otra mano y de la fuerza del cuerpo para poder sacarla del todo de la bolsa. Al abrazarla, se da cuenta de que lleva unida una anilla y, al elevar la bola para retirarla de la bolsa, comienza a salir una cadena metálica de eslabones de más de diez centímetros, calcula, que se siguen los unos a los otros y que parecieran no tener final. Tanto es así, que cesa en su intención de sacar por completo la cadena de la bolsa. Alumbra con la linterna la escena y la imagen le trae a la cabeza la bola que arrastran los presos y que tantas veces ha visto en la televisión. “¿Qué pinta esta bola aquí?”, se pregunta confuso. Como si la pesada esfera le hubiese escuchado, comienza a emitir un destello de color blanco que inicia su recorrido en el centro y se dirige hacia los eslabones. Al llegar al último visible, el último que fue capaz de sacar de la bolsa, la luz se vuelve más intensa y parpadea hasta que, unos segundos más tarde, la oscuridad la engulle.
Cegado por el resplandor, le cuesta enfocar y dar crédito a lo que ve: como si lo hubiesen grabado a fuego, el nombre de Alma aparece escrito y marcado en un tono anaranjado. “Alma”, repite varias veces. No puede decir que la tiene olvidada, mentiría, aún habla de vez en cuando con ella por WhatsApp. Los recuerdos le sobrevienen, como una película que pasa rápidamente por delante de sus ojos. ¿Se equivocó al dejar a aquella chica?, se pregunta y termina con un suspiro al recordar las sesiones de sexo de las que disfrutaban juntos. En un instante, toda la cadena comienza a vibrar y un nuevo destello se lanza desde el centro del peso hacia el penúltimo eslabón visible: Claudia es ahora el nombre que aparece inscrito. No tarda en dar con ella en su memoria y, antes de que el visionado de aquella relación y de todo lo que coleó terminase, vuelve a repetirse el procedimiento: vibración, destello, nombre. Y una vez, y otra, y otra. Cuanto más cerca está el eslabón de la bola, más próxima es la relación que ha mantenido con la mujer cuyo nombre aparece inscrito.
Pasa más de media hora desde que el último eslabón mostró el nombre de Marieta en un tono anaranjado y él descubre el significado de todo ello. Son sus cadenas, aquellas que le llevan una y otra vez al mismo lugar, al mismo punto, al mismo espacio. Son sus cadenas, aquellas que le hacen juzgar desde esa visión descubierta a través de sus experiencias. Son sus cadenas, esas que, la mayor parte de las veces, se ha visto incapaz de cortar y soltar. Un eslabón unido al siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Eslabones que aumentan el peso y que sabe que tiene que soltar si quiere evolucionar, si quiere que las cosas cambien. Sabe que ha ido encadenando relaciones, que ha pagado con la última lo que le ocurriese con la anterior. Sabe que ha terminado cometiendo los mismos errores, dándose contra los mismos muros, tropezando con las mismas piedras y sabe que aún sigue ahí, porque, en verdad, no ha cambiado nada.
“Mi vida está llena de parches”, se dice y, automáticamente, el peso comienza a llenarse de cicatrices que gotean sangre: no mucha, tampoco poca. Sangre que va dejando su huella sobre la roca granítica en la que está colocada. Cuando no hay lugar para más marcas, pedazos de tela, o algo similar que no alcanza a definir, comienzan a tapar cada cicatriz. Se solapan unos con otros, se restan espacio, se arrugan y se caen dejando ver la herida que hay debajo.
El pulso se le ha acelerado. Siente el ritmo cardiaco muy por encima de su velocidad habitual. Sabe que está a punto de tener un ataque de ansiedad, pues no es el primero. Trata de respirar profundamente, manda órdenes a su cuerpo para que este se relaje, se destense. No le resulta fácil. “¿Cómo corto con todo esto?”, se pregunta una y otra vez, a veces para sí mismo y otras dirigiéndose al peso repleto de pedazos de tela, a modo de tiritas. Y entonces, vuelve a suceder. En un simple parpadeo, el peso y los eslabones que le seguían ya no están ahí. La sangre que ensuciaba la roca también ha desparecido bajo la tenue luz de la linterna que lleva todo el tiempo alumbrando el área con disimulo. En su lugar, una bola de papel blanco. Él la coge con su mano y va deshaciendo su forma circular hasta dejar el papel completamente estirado, aunque lleno de arrugas. Diría que no ve nada, que no hay nada. Solo un folio blanco arrugado. Le da la vuelta. Nada. Apunto está de dejarlo sobre la mesa, pero al pasarlo cerca del haz de luz de la linterna distingue un brillo diferente. Acerca la linterna al papel y una tinta oscura va apareciendo como por arte de magia: S-O-L-E-D-A-D. Una a una se deslizan las letras, formando una palabra que le produce desazón y hace que se le muevan las tripas. “Odio sentirme solo”, manifiesta, sin importarle si alguien pudiera escucharlo. “No me gusta sentirme solo, no quiero estar solo”. Y nada más terminar de pronunciar la última palabra, una lluvia de pedacitos de tela cae sobre su cara y de ahí al suelo. Con manos temblorosas va haciéndose con cada uno de ellos. No lo cuenta, pero su número no es en absoluto desdeñable. No le hace falta iluminar con la linterna, ahora los nombres de todas y cada una, parece ser, de las mujeres con las que ha estado o ha mantenido algún tipo de relación —aunque fuese meramente sexual— aparecen en letras fluorescentes que casi dañan su vista. Cuando ha terminado de leer cada nombre, los pedazos de tela comienzan a moverse y a reunirse los unos junto a los otros formando una especie de remolino que se eleva hasta la piedra que le ha servido de mesa y, una vez ahí, se dejan caer, como si en lugar de ser ligeros resultasen muy pesados, sobre el folio que contiene la palabra soledad escrita en mayúsculas. Por fin cree entenderlo. Está seguro de que el mensaje es que ha estado utilizando a esas mujeres para tapar su sensación de soledad, para evitarla, incluso. “Lo entiendo, joder, lo entiendo”. Y tras esa sílaba, gemela musical, todo lo que había sobre la mesa desaparece, dejando únicamente su mochila abierta allí encima. Él se desploma, se deja caer de rodilla sobre el suelo pedregoso. Siente dolor, el de las piedras clavándose en su cuerpo, siente el dolor del golpe de su articulación contra el terreno. Pero no es ese dolor el que de verdad le duele. Lo que de verdad le duele es saber que por mucho que busque parches, por mucho que una y otra y otra mujer lleguen a su vida, su miedo a la soledad siempre le estará acechando. Ese miedo que le ha llevado a hacer malas elecciones; a quedarse junto a personas con las que ya hacía tiempo que no quería estar; a entrar en juegos que le perjudicaban al despertar por la mañana; al dejar a mujeres que no necesitaban tanto de su tiempo. Soledad.
Lloró. Durante unos cuantos minutos lloró. En su estómago se colocó aquella palabra en forma de emoción y esta vez le tocó dejarla sentir, en su forma más cruda, de una manera violenta, casi mortal. Nada podía hacer allí en medio para dejar de sentirlo, no podía huir, no podía emborracharse o colocarse, no podía llamar por teléfono o navegar por las redes. Y se dejó invadir por ella y ella empleó todas sus fuerzas para hacerse sentir. Había estado tanto tiempo reprimida, tanto tiempo le habían puesto trapo negro y la habían ocultado… ¿Por qué? Comenzó a preguntar casi a gritos la emoción. ¿Por qué? Él se llevaba las manos al vientre, como si sintiese un eco extraño procedente de aquel lugar y a la vez un eco que atravesaba todo el cuerpo hasta llegar a su mente. ¿De qué tienes miedo? Insistía. Y él comenzó a patalear, tirado en el suelo. ¿De estar solo? ¿De morir solo? ¿De que nadie te cuide? ¿De que nadie te ame? ¿De que nadie te valore? Continúa pataleando, le duele, le duele demasiado. Un sudor frío se ha instalado en su frente y también lo nota recorrer su pecho, siente que arde y a la vez que se congela. Piensa, por un momento que va a morir, que ese es su final y hasta se ríe, durante unos segundos se ríe, pensando en un titular para su estrambótica muerte: Murió a manos de doña Soledad.
No tiene ni idea de cuántas horas han pasado desde que se desmayó del dolor. Intuye que bastantes, pues a lo lejos, en el horizonte comienza a amanecer y la oscuridad se ve invadida por unos tonos más claros que poco a poco van ganándole espacio. Está tumbado en el suelo, en posición fetal, abrazando su vientre. Extrañamente, despierta calmado y el dolor de su estómago, de su intestino, ya no es perceptible. En su lugar, una sensación reconfortante, cálida, amable, que parece que emite una nana que alcanza su oído llenándole de paz, le hace sentir sereno, tan sereno como nunca jamás lo había estado. Tan sereno que jamás imaginó que esa sensación pudiera ser real o él pudiera alcanzarla. Y pronunció aquella palabra que horas antes le había agredido hasta perder la consciencia: soledad. Y al sonido, a la fonética, le acompañó un archivo multimedia imaginario en su subconsciente que le trasladaba a su casa, a la tranquilidad de su hogar; a un camino por el que pasea junto a su hijo; a un teatro en el que ríe sin poder parar y muestra las dos butacas de sus laterales vacías; a un barco en alta mar que navega mientras él otea el horizonte y se llena los pulmones de olor a mar. Y cada imagen, cada una de ellas, es como una ola de paz y tranquilidad que atraviesa todo su cuerpo.
Germán se levanta, el frío de la noche deja paso a un frío mayor en el amanecer y aunque siente un amoroso calor en su interior, sabe que su cuerpo está al borde de la hipotermia.
Germán se ha vuelto a colocar la mochila en sus hombres y ahora la siente mucho más ligera, aunque aún sabe que no ha logrado vaciarla del todo, tiene claro por dónde debe empezar a mirar.
En su viaje de vuelta, siente unas poderosas ganas de darse una ducha caliente, de tomarse una buena taza de café y de sentarse frente al ordenador a enviar unos correos electrónicos que debería haber enviado hace días. Por el camino va tomando decisiones como disminuir el tiempo que utiliza el teléfono; realizar rutinas diarias más saludables; quedarse durante una temporada sin ir a la ciudad nada más que para lo imprescindible; mantenerse alejado de cualquier mujer que pueda aparecer y tampoco buscarlas. Una a una, promesa a promesa llega a casa y al entrar un rico aroma a café recién hecho despierta en él emociones diferentes, como de nostalgia por querer estar consigo mismo. No hay nadie en casa, aun así, el café está recién hecho. No va a preguntar, si anoche sacó cosas tan extraordinarias de una raída mochila del Decathlon… no cree que mucho más pueda sorprenderle. Al tomar la taza de café con leche, increíblemente espumoso, el universo, su imaginación o quién sea, han tenido el detalle de hacerle un bonito dibujo con la espuma, bueno, más que un dibujo es una grafía, clara, clarísima: YO 💖 YO