El camino sigue
9 de octubre de 2021Las Casualidades No existen
17 de noviembre de 2021No sabía cómo acercarme a ella. Tenía la sensación de que si lo hacía, me daría un bofetón. En algunos momentos, intuía que ella también quería; en otros, la sensación era justo la contraria.
La velada había comenzado bien, todo muy informal. Risas, charla, varias copas de vino que habíamos ingerido sin prisa, pero sin pausa. Estaba acostumbrado a estar con otras mujeres, pero con ellas había tenido claro el cómo, el cuándo y el dónde. Aquello, por alguna razón era diferente.
Ya pasaba la medianoche cuando se levantó para ir al cuarto de baño. Me levanté casi por simpatía, pero, en realidad, era el puro ajetreo de mi cabeza que me instaba a hacer algo y no sabía qué. ¿Cómo me podía pasar aquello a mí? Pues me estaba ocurriendo.
Como un resorte, me vi retirando la mesa que tenía sobre la alfombra, al lado del sofá. Encendí unas velas y las coloqué por los alrededores. Apagué una luz, que aquellas horas ya se me antojaba molesta. La docena de cojines que tenía sobre el sillón los esparcí por la alfombra y me fui a por otra botella de vino. De vuelta, puse una música un poco más acorde a mi interés… no era plan de ponernos a cantar, con algo más ambiental estaría bien. Y me senté a esperarla.
Ella apareció por el salón y puso cara de sorprendida. Pero no dijo nada. Simplemente se dejó caer en la alfombra y se tumbó apoyando su cabeza en uno de los cojines.
De nuevo, me vi que no sabía muy bien qué coño hacer. Así que comencé a hablar dando explicaciones absurdas de aquel cambio de ubicación y ambiente.
«Tío cierra el pico y dale un beso», me dije. Pero era como si un muro se interpusiera entre su boca y la mía.
—Quiero que me acaricies —dijo de repente ella y hasta me atraganté con el vino. Su petición fue suave, pero irradiaba esa seguridad que era lo que a mí, probablemente, me tenía un poco acojonado.
Obedecí y le di las gracias mentalmente por romper aquella situación que me tenía totalmente bloqueado.
Comencé acariciando su cabeza y bajando con mis manos hacia sus pechos. Continué hacia abajo y levanté su camiseta. Ella me ayudó y se la quitó. Saqué sus pechos por encima del sujetador, era algo que me excitaba. Sus pezones estaban duros y jugué con ellos con mi lengua. En una postura un poco de contorsionista por mi parte.
—¿Por qué no te pones más cómodo? Estás en tu casa —dijo. Me incorporé y me quité el pantalón. Ahora dudaba entre si debía quitarme los calzoncillos o no. Aquello era absurdo, no sabía qué mierda me pasaba.
Recibí el reflejo de mi espantoso episodio a través de un gran ventanal que tengo en el salón. Fuera, la oscuridad era total y solo aquellas velas iluminaban desde dentro, creando un nuevo reflejo que mostraba mi cuerpo semi desnudo. Allí plantado, con el calzón, me vi ridículo. Así que lo eliminé de la ecuación. Iba a sentarme junto a ella, pero no me dejó. En cambio, me invitó a sentarme sobre ella, prácticamente sobre su pecho.
Con su mano, comenzó a acariciar mi miembro que, con el momento de poca lucidez, estaba un poco renqueante. Pero en cuanto se sumó al juego su lengua… En aquella posición podía verla de una manera muy excitante mientras me comía. Notaba su lengua y observaba los movimientos de su cabeza. Con sus manos en mi espalda me movía para que la acompañase en aquel vaivén. Mi miembro entraba y salía de su boca, mojado, repleto de su saliva, suave y caliente. Por un momento tuve que separarme de ella… estaba, de pronto, increíblemente cachondo. Volví al juego, el placer era inmenso y comencé a colaborar más con mis propios movimientos pélvicos.
Mi respiración era agitada y apenas podía mantenerme mirándola a la cara, levantaba la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados sintiendo aquel placer que me estaba dando.
Fue entonces cuando, al tratar de volver a seguirla con la mirada, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Mi vista había pasado por delante de aquella ventana y la sensación de un rostro blanquecino tras ella me había asustado profundamente. Pegué un pequeño respingo, con mi pene dentro de su boca y me salí.
—¿Pasa algo? ¿Te he hecho daño? —me preguntó.
—No, perdóname, me encanta, es solo que me ha parecido… nada. Me he asustado con mi reflejo en la ventana, creo.
—¿Quieres que siga?
—Ahora, creo que me toca a mí.
Comencé a desnudarla. Le quité los pantalones y sus braguitas. Le pedí que se sentase en la alfombra y me acerqué a ella. Los dos, uno enfrente del otro, desnudos, mirándonos bajo la que, en ese instante, me parecía una siniestra iluminación. Yo me había venido un poco abajo, por el susto, pero en cuanto mis dedos comenzaron a jugar con sus labios y su clítoris, notando su humedad, volvió a recomponerse.
Ella apoyó sus manos ligeramente hacia atrás y su cuerpo las acompañó. Su respiración se hizo más intensa y los jadeos comenzaron a salir por su boca conforme mis dedos jugaban por fuera y por dentro. Me excitaba escucharla, me excitaba mucho. En ese instante solo pensaba en penetrarla una y otra vez, pero un extraño movimiento volvió a distraerme. «¿Qué coño…?» pensé, ciertamente asustado —y yo no soy de asustarme normalmente—. Estaba convencido de que algo o alguien se había movido tras aquella ventana. El susto me llevó a quedarme por unos segundos paralizado.
—Oye, pero ¿qué pasa? Ya me empiezas a preocupar, si no quieres seguir dímelo y listo —dijo ella a la vez que recomponía su postura y cerraba las piernas.
—Perdona, no, no es eso. Es que me ha parecido ver algo tras la ventana y me he asustado, eso es todo. Me apeteces mucho, de hecho.
—¿En la ventana? Habrá sido un reflejo, ¿no?
—Sí, seguro que ha sido eso y las copas de vino.
Ambos nos reímos y volvimos a retomar nuestra escena. Prefería no seguir mirando a la ventana, a riesgo de que al final me mandase a la mierda por tanto corte y tanta hostia. Así que me tumbé entre sus muslos y me concentré en darle todo el placer que pudiese con mi lengua y mis dedos. Debió de funcionar porque los sonidos de placer volvieron a alegrarme los oídos.
—Quiero follarte —le dije al cabo de un rato, mientras me incorporaba lo suficiente para acercar mi miembro duro a su cuerpo. Me introduje en ella, mientras exhalábamos los dos de placer. Por fin volvía a concentrarme en lo que estaba haciendo. Mis movimientos cada vez eran más fuertes y rápidos y sentía cómo a ella le gustaban. Sus manos se agarraban a mis glúteos y apretaban, me clavaba las uñas con cada una de mis embestidas. Yo mantenía la mirada fija en su cara y cuando necesitaba mirar hacia arriba cerraba los ojos para evitar encontrarme con algún... reflejo.
—¡Joder! ¿Qué mierda ha sido eso? —su impulso fue tal que me quitó de encima en un abrir y cerrar de ojos. —¿Lo has notado? —me preguntó mientras se colocaba una manta del sillón para tapar su cuerpo.
— No sé, ¿qué has notado tú? — no estaba muy seguro de qué respuesta darle.
— No lo sé, he sentido como una respiración en la nuca, joder.
— Bueno, quizá ha sido alguna corriente que haya entrado por alguna ventana que me he podido dejar abierta.
— No, no era frío, era caliente, como una respiración. ¡Joder, qué susto!
— ¿Quieres que encienda alguna luz?
—No, no, déjalo. Sigamos, no sé, habrá sido una sensación mía… yo qué sé. Ya me has dicho lo de la ventana y me habré quedado un poco rayada…
— Ven —le dije y la cogí de la mano para que volviese conmigo a la alfombra. Lo cierto es que me moría de ganas de seguir follando con ella… pero también estaba un poco acojonado. Yo no había sentido ningún aliento en la nuca, pero sí algo extraño que ni siquiera sabría decir qué había sido.
Ella volvió conmigo, se puso de rodillas apoyando su pecho en el sillón y yo me coloqué tras ella, de rodillas también. Volví a tocarla con mis manos, mientras me acariciaba a mí mismo. Recordaba cómo me la había chupado y eso hizo que aquello se volviese a vigorizar rápidamente. La penetré de nuevo, apoyando mis manos en sus hombros mientras entraba y salía de ella. El sonido de nuestros cuerpos al chocar era cada vez más notorio y los sonidos de nuestras bocas también. Me acercaba a su cuello y ella giraba la cara para poder besarnos. Nos mordíamos los labios mientras continuábamos con aquel movimiento.
—Me gusta, me encanta… —me estaba diciendo cuando, sin querer, volví a mirar a aquella ventana. Me quedé de piedra, allí, dentro de ella. Un rostro blanquecino, pálido, con unos oscuros ojos nos miraba fijamente desde fuera. No sabría decir si era un ser humano vivo o qué mierda era. Solo que nos miraba. Yo no quería moverme, no sabía por qué de repente pensé en quedarme absolutamente quieto, como cuando un animal está enfrente de ti y no debes salir corriendo si no quieres que te persiga.
—No te muevas rápido, ¿vale? Voy a salir y te voy a dar una camiseta para que te la pongas. No quiero que chilles, ni que hagas nada ¿ok? — apenas hablaba en un susurro porque no quería ni siquiera mover los labios —. Hay alguien ahí fuera.
A pesar de habérselo advertido y pedido, el impulso de ella fue en automático. Trató de deshacerse de mí, pero mi cuerpo se lo impidió. Recogí lentamente la camiseta mientras trataba de decirle que estuviese tranquila. Entonces me pegó un empujón. Cogió la camiseta que yo ya sostenía en la mano y se la puso rápidamente mientras se dirigía a la cocina.
—¿Dónde vas? —le pregunté.
—A por un cuchillo para poder salir de tu casa y largarme de aquí.
—Espera, quizá no es nada y solo ha sido una imaginación mía.
—¿Imaginación? Lo mío de antes no ha sido mi imaginación, estoy segura.
Ella se acercó sigilosamente a la ventana, lo hizo desde el lateral izquierdo. Para ese momento yo había conseguido recuperar mis calzoncillos y había copiado su estrategia de tener en la mano un cuchillo.
—Joder, no te acerques tanto —le pedí.
—Yo no veo a nadie aquí —y, justo cuando estaba a punto de asomarse a la cristalera, aquel rostro se apareció al otro lado frente a ella. Un alarido descomunal surgido de las profundidades de su garganta inundó la casa. Salió corriendo despavorida hacia la puerta principal.
— No salgas, joder, no salgas. Fue a abrir la puerta, pero conseguí retenerla.
—Salgamos por el garaje, es más seguro, está más alejado de la parte trasera.
Un estrépito de cristales volando y chocando contra todo el mobiliario de la casa nos hizo agacharnos junto a la barra de la cocina. La lluvia de diminutos trocitos de cristal llegó hasta nuestras cabezas.
De pronto, ella se alejaba de mí, era arrastrada por aquella persona que la llevaba cogida del pelo y tiraba de ella hacia la puerta principal. Ella chillaba, gritaba, pataleaba y trataba de agarrarse a todo lo que encontraba a su paso. El dolor debía de ser grande, todo el suelo estaba repleto de cristales y la única prenda que llevaba puesta, hacía algún metro, había quedado atrapada en la parte de su pecho. Su cuerpo dejaba un rastro de sangre con cada pequeña distancia que se alejaba. Yo me tiré hacia ella, pude cogerla de los pies y tiré para que él no pudiera llevársela.
—¿Qué quieres? ¿Quién eres? ¡Déjala en paz, déjala en paz! —grité con todo mi ser, pero mis gritos se confundían con los de ella. Abrió la puerta y siguió tirando de su pelo. Ella se agarró al marco de la puerta, haciendo toda la fuerza que podía, pero el otro tiraba más fuerte de su pelo y el dolor era irresistible.
Me levanté y cogí el cuchillo que ella había elegido y, clavándome en los pies todos los cristales, traté de alcanzarle. Entonces, junto a la puerta, se agachó y la cogió del suelo, como si fuese un saco de patatas. Dio una zancada y cerró con la puerta pillándome la mano. La retiré con un dolor insoportable y él la cerró del todo. Apenas tardé una décima de segundo, pero él tuvo tiempo de alejarse de la casa y cruzar hasta el final del jardín.
La vi tirada en el césped, se movía a duras penas. Él abrió una gran tapa metálica que cubría un antiguo pozo que había en el patio. Y, antes de que yo pudiese decir no, la había arrojado por el hueco. Solo oí un ligero grito y luego todo silencio.
Me encerré en casa, eché la llave —algo absurdo con el hueco enorme que había dejado el ventanal roto—. Busqué el teléfono móvil por el salón, entre los cojines, en la mesa, en el sillón. Por fin di con él, estaba en la encimera de la cocina. Lo estaba cogiendo de allí cuando un cuchillo enorme me atravesaba esa mano dejándola absolutamente incrustada contra la madera.
Grité y grité con todas mis fuerzas, el dolor era insoportable. Él me miraba con sus oscuros ojos llenos de odio.
—¿Por qué me haces esto? ¿Quién eres?
—Esta es mi casa. Y ni tú, ni nadie, tiene derecho a vivir en ella.
—Es mi casa, yo la compré hace un año.
—Pero esta casa nunca estuvo en venta, porque yo nunca quise que se vendiera ¿comprendes? La hice con mis propias manos, cada cosa que ves, cada madera, cada pared, el jardín, cada árbol plantado... Es mía, mi propiedad privada. Así que... tú me molestas y ahora irás a hacer compañía al resto de huéspedes que han pasado por aquí estos años.
—¿Crees que me puedes hacer desaparecer así sin más? Vendrán a buscarme, nos buscarán.
— Ya lo creo, os buscarán, como a los otros, y te habrás ido, te habrás marchado de viaje y no volverás.
Lloré al escuchar eso.
—¡No me puedes hacer desaparecer maldito malnacido!
— Oh, ya lo creo que sí.
El tipo sacó de debajo de aquella extraña túnica negra que llevaba, una bolsa de bridas. Me ató los pies y después me ató las manos. Me llevó al sillón y me sentó.
Entonces se quitó la máscara pálida que llevaba. Estaba de espaldas a mí y no podía verle el rostro. Cogió mi portátil.
—Dime tu contraseña —me dijo mientras acercaba la punta de su cuchillo a mi, en ese instante, insignificante polla.
— Cero, cuatro, cuatro, uno.
—Muy bien. Lo primero será dar un parte al seguro para que me dejen arreglada la ventana. Vandalismo. Lo segundo, comprar un par de billetes de avión para ti y para la fulana que tenías hoy. Y, por supuesto, una reserva en un hotel. ¿Dónde te apetece viajar? Dime el correo de tu superior en tu empresa, vamos a informarle de que has decidido marcharte unos días, seguro que le entusiasma la idea.
Yo lloraba, lloraba pensando en que a un clic tenía todas aquellas opciones disponibles, me podía hacer desaparecer si quería. Observé la ventana rota. ¿Qué hora sería? No podía ser muy tarde, la una quizá… Si chillaba… quizá algún vecino… Hice el amago de gritar, pero antes de que cualquier sonido se escapase de mi boca, sentí como si una aguja enorme me atravesase el pene.
—Si vuelves a intentar chillar, te lo clavo del todo. ¿Has visto lo que duele solo con la puntita? Pues imagina el resto.
Le vi coger billetes de avión, reservar un hotel a mi nombre, escribir aquel email, mandar varios whatsapp informando de que me iba, que era una decisión necesaria, que mi salud mental dependía de ello. El muy cabrón me lo iba contando según lo iba redactando. Y sin faltas de ortografía, me decía. Sus risotadas a cada cosa que él consideraba graciosa o todo un logro, se clavaban en mi cabeza y me hacían desear morir.
—Pues ya está. Ahora tendré unos cuantos meses de paz y tranquilidad de nuevo.
Aquella frase me hizo darme cuenta de lo ciego que había estado. Desde que estaba allí, había observado cosas extrañas, pero había pensado que, debido al exceso de trabajo, podían ser despistes míos. Sonidos por la noche, alimentos que hubiera jurado haber comprado y que desaparecían de la nevera. Toallas que tardaban demasiado en secarse después de una ducha o un exagerado gasto de productos de higiene personal como champú o gel.
—¿Has… has estado aquí todo este tiempo? — le pregunté cuando cerró la tapa del portátil dando por terminado su trabajo.
— Todo este tiempo, sí. Mientras tú trabajabas yo seguía haciendo mi vida aquí. Pensé que eras más listo que los demás… pero no. Y esto ya se estaba alargando demasiado. Además… esa chica… ha venido mucho por aquí, solo me faltaba que la dejases preñada o que se instalase aquí contigo… O como tu predecesor, que le dejó las llaves a su novieta y ella campaba a sus anchas por mi casa… Eso no lo puedo permitir. Lo entiendes, ¿verdad?
—Déjame irme, no diré nada, te quedas la casa, de verdad que no diré nada, te lo juro, pero no me mates, por favor, no me mates —supliqué, con lágrimas en los ojos, pero en su mirada supe que no tenía nada que hacer. Intenté forcejear con las bridas que ataban mis extremidades, pero no había forma.
Me cogió como había hecho con ella, me cargó y me sacó al patio. Me tiró contra el césped al lado del pozo. Se agachó a mi lado y me metió un calcetín en la boca sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.
El sonido de la tapa fue el disparo de salida. Luego, numerosos ruidos de mi cuerpo deformándose y rompiéndose a golpes contra las paredes de aquel pozo. Ese iba a ser mi último viaje, aunque los billetes fuesen para Bahamas.