Propiedad Privada
13 de octubre de 2021Verde que te Quiero Verde
17 de noviembre de 2021La oscuridad era absoluta. Una negrura inmensa y como nunca la había sentido se cernía sobre mi cabeza.
Desconocía qué temperatura habría en realidad, pero el frío se me había calado hasta el tuétano de los huesos y me dolían de manera increíble. No solo el frío había ejercido aquel poder dañino sobre mi cuerpo, también la tensión, el miedo, el terror de un instante anterior.
Allí agachada, pegada a aquella enorme puerta de hierro, me sentía la persona más indefensa del mundo. Había recorrido cuatro o cinco kilómetros, o ¡¿qué sé yo cuántos?!, con toda la velocidad que me habían dado las piernas, poco entrenadas para estos fines. Había ido sin rumbo conocido, dejándome guiar únicamente por el miedo y este me había llevado hasta allí. O eso creía yo.
Miré al cielo. Un cielo negro repleto de puntitos brillantes. Cuanto más miraba, más estrellas lucían en aquel tétrico firmamento. La escasa luz procedía de mis propios ojos que, poco a poco, se habían ido acostumbrando a las tinieblas. Veía árboles, de una altura apabullante, recortarse contra el cielo con una negrura aún mayor que la de este.
Mi corazón seguía latiendo a mil por hora, mezcla de ese miedo y del esfuerzo de subir aquella cuesta hasta el lugar en el que me encontraba. Ni por un momento, cuando corrí en aquella dirección, pensé que me daría de frente contra aquel accidente geográfico…
El silencio era casi total. Y digo casi porque, a lo lejos, mis oídos intuían música. Traté de prestar atención, pero mi corazón aún latía demasiado fuerte y su sonido repiqueteaba mi cabeza. Eso por no hablar de la fatiga de mi respiración. Comencé a respirar profundamente, con inspiraciones y exhalaciones largas y lentas, como había hecho hacía tiempo en las clases de yoga. Al cabo de media docena de respiraciones, conseguí ralentizar mi pulso y mi respiración se volvió más apacible. Ahora podía escuchar, con un poco más de claridad, aquel sonido musical. No distinguía qué era, solo una tenue melodía de fondo que procedía de algún lugar tras aquella puerta de barrotes.
Unos cuantos kilómetros antes, había dejado de verle. Nada me hacía sospechar que pudiera estar escondido por allí cerca. Seguramente me había perdido la pista hacía tiempo y, si era oriundo de aquella zona, pensaría que no se me podría ocurrir haber ido por allí y subir esa pendiente a todo correr. Al menos… eso esperaba. Pero no terminaba de estar segura del todo y preferí quedarme allí agazapada, escuchando aquel silencio, muriéndome de frío —más aún porque mi sudor se estaba enfriando paulatinamente— y dejando pasar algo de tiempo antes de moverme teniendo la seguridad de que no volvería a verle.
Yo no tendría que haber estado allí. Todo aquel día había sido una sucesión de trágicas e inoportunas situaciones que me llevaron a acabar hecha un ovillo en medio de la nada. Pero ahí no acabaría la cosa.
Era viernes, uno normal y corriente. Pero yo estaba muy emocionada. Había quedado a pasar un fin de semana con Raúl, un chico al que había conocido hacía algo menos de un mes. Entre los dos hubo muchísimo feeling desde el principio y, algo que no me solía ocurrir nunca, las cosas con él, durante ese tiempo, fueron súper fáciles e incluso bonitas. Hablábamos todos los días durante horas y sin cansarnos. Solo la responsabilidad de tener que madrugar al día siguiente nos obligaba a despedirnos con un “dulces sueños” y un “hasta mañana”. A lo largo del día chateábamos y cuando no me enviaba alguna canción que le gustaba, me mandaba algún vídeo gracioso. En ese tiempo nos vimos bastantes veces. A pesar de lo atareados que pudiéramos estar, a menudo encontrábamos algún hueco, cómo mínimo para un café. Siempre nos quedábamos con ganas de más. Yo tenía la sensación de conocerle de toda la vida. Era algo extraño. En mí, la emoción fue subiendo como la espuma y en él, según sus palabras, también. Así que, ese sentimiento naciente le llevó a proponerme pasar un fin de semana juntos en un pequeño pueblo de la sierra. Reservó una bonita casa rural. Me contó que solía ir allí, que era un lugar que le gustaba mucho. Sentía su recogimiento, su tranquilidad y su paz. Además, organizaban actividades que le daban una gran energía para luego tirar toda la semana de vuelta en la abrumadora rutina. Me pareció bien y quedamos en que pasaría a recogerme, por mi barrio, el viernes a media tarde. No podía retrasarme pues tenía pensado que participásemos de algunas de esas actividades —estaba ilusionado con poder compartirlas conmigo— que se iniciaban en horas concretas y, por eso, había que llegar a tiempo. Me sorprendió que hubiese preparado un fin de semana de actividades en una casa rural, pero me gustó la idea y su iniciativa. Le dije que, por supuesto, sería puntual, pero no fue así.
Aquel viernes, de salida hacia el que cabría presagiar como mi estupendo fin de semana, un problema en uno de los ordenadores centrales de la empresa hizo que fuésemos de capa caída en la oficina. Se nos amontaron los papeleos y, hasta pasado el mediodía, no pudimos transcribir los datos en los ficheros. Nuestro jefe nos pidió que nos quedásemos hasta que terminásemos de inscribirlos, aun sabiendo que estaríamos fuera de horario. No era una petición, era una orden y todos sabíamos que el funcionamiento del resto de la empresa dependía de que nosotros llevásemos nuestro trabajo milimétricamente al día. Así que me tuve que quedar.
Raúl, un poco entristecido por la noticia, entendió que no había otra manera y me instó a que cogiese un tren que me dejaría en un pueblo a tan solo 10 minutos del lugar al que íbamos. Él se adelantaría con su coche e iría preparando algunas cosas. Cuando hubiese llegado, me estaría esperando en la estación. Perfecto, le dije.
Pero perdí el tren. Mi segunda llamada, contándole la situación, no pareció hacerle demasiada gracia y me disculpé más veces de las debidas. No había podido hacer nada y parecía no entenderlo. Le expliqué que el trabajo me había llevado más lío del esperado. Me molestó un poco aquel comportamiento… Pero lo dejé correr. Me podían las ganas de estar con él. Tendría que esperar otra hora larga hasta el siguiente tren. Eso acordamos.
Por fin llegué a la estación de destino. Y como si la cosa no se hubiera complicado bastante, cuando fui a coger mi bolsa de viaje no estaba. No me lo podía creer. La había dejado en el maletero superior de mi asiento, ¿dónde estaba? Tras buscar y rebuscar y hablar con un empleado, no hubo más remedio que ir a la oficina a poner un aviso por robo. Allí me instaron a ir a una comisaría. Con todo aquel lío olvidé avisar a Raúl de que, aunque había llegado, estaba teniendo problemas con mi equipaje. Cuando, por fin, con tres cuartos de hora de diferencia, salí de la terminal no vi ni rastro de Raúl ni de su coche. A esas horas y en aquella pequeña estación no era difícil encontrar a alguien y, desde luego que, allí, él no estaba. Le llamé por teléfono varias veces, pero su número me devolvía un “apagado o fuera de cobertura”.
Eran las nueve de la noche, hacía frío, no sabía dónde estaba y llevaba un día espantoso. Quería verle, subirme en su coche e irnos a disfrutar del resto del fin de semana. Y, por supuesto, entrar en calor —humano, a ser posible—.
Con mi bolso y sin mi bolsa de viaje, me dirigí hacia el pueblo, lugar que ubiqué gracias a que se veían lucecitas al fondo. Más de media hora andando, por fin, conseguí llegar a lo que intuí, era el centro del pueblo. Un cartel de Bar-Restaurante Casa Miren me invitó a entrar en su interior, además del recuerdo de que no me podía mantener únicamente con el sándwich que había ingerido a la una de la tarde. Me fui para allá. Quería sentarme en una mesa, comer algo calentito a ser posible, y volver a llamar a Raúl. Me estaba poniendo nerviosa. Empezaba a pensar que él se había podido imaginar que yo le estaba vacilando y que, en realidad, no iba a acudir… y haberse ido y haberme bloqueado y yo allí sola sin saber a dónde ir.
El aire de la calle cortaba mi rostro con la baja temperatura que lanzaba a su paso. Pero el contraste con el calorcito del bar de Miren… fue una agradable sorpresa, la única del día, al menos hasta ese instante. Me acerqué a la barra, sin mirar demasiado a quienes estaban allí tomando algo. Pedí un bocadillo de lomo con queso y una Coca Zero y me senté en la única mesa que estaba vacía. La verdad que había bastante gente en aquel local. Quizá no hubiese muchos más sitios en los que tomar algo en aquel pequeño pueblo, pensé.
Una camarera regordeta me trajo al ratito mi pedido y se despidió con un “que aproveche”. Para entonces, yo ya había llamado tres o cuatro veces al teléfono de Raúl, sin ningún éxito. Se estaba haciendo tarde y me estaba empezando a desesperar. Comencé a escribirle mensajes. Por Whatsapp, por Messenger, por SMS… y ninguna respuesta.
Aunque al principio no me percaté, según avanzaba el tiempo de mi estancia en aquel lugar, sentía con más intensidad unos ojos clavados en mí. Debía de ser un nuevo sentido que me había nacido porque, a decir verdad, no había levantado la cabeza de mi bocadillo y del teléfono. Motivada por esa extraña sensación de ser observada, levanté la vista y traté de echar un ojo furtivo a quienes allí se congregaban. No tardé en descubrir aquellas pupilas verdosas o azules que me miraban sin pestañear desde el fondo de la barra. Rápidamente, devolví mi mirada a mi mesa, sintiendo un calor extraño que recorrió mi cuerpo. Esa sensación, esa quemazón, iba acompañada de otro extraño presentimiento: juraría haber visto a aquel tipo en el vagón del tren, no muy lejos de mi asiento. Cerré por un momento los ojos, tratando de volver a aquel instante en el que le creía haberle visto, sin darle importancia. ¡Lo encontré! Estaba segura. Había sido al sentarme, tras dejar mi equipaje de mano en la parte superior destinada a ello. Me había girado y allí estaba él, de pie junto a su asiento. Estaba cerrando el portaequipajes de su zona. Durante un brevísimo momento nuestras miradas se habían cruzado, sin más. Era él, estaba segura porque sus ojos me habían llamado la atención. Quizá, también su vestimenta negra de arriba a abajo, pero extrañamente anticuada o eso me pareció.
Volví a girar lentamente la cabeza para echar una nueva ojeada. Mis ojos fueron directos al fondo del bar, pero allí ya no estaba él y me quedé ciertamente descolocada. Así que, sin querer, hice una nueva visual del lugar. De nuevo topé con su cara, con sus ojos. Ahora ya no estaba al fondo, se encontraba tan solo a tres metros de distancia, como mucho, de mí. Estaba totalmente girado en el taburete, de brazos cruzados mirándome fijamente, sin disimular. Ni su mirada ni el gesto de su cara decían nada en absoluto. Eran… neutrales. Ni bueno ni malo, ni alegre ni triste, ni enfadado ni lo contrario… ¿Quién era y qué quería? Pensé que, simplemente, sería una casualidad, que él también se habría bajado en esa estación y que sus pasos le habían traído hasta aquí. Pero había algo en mi interior revoloteando, creado por mi instinto, algo que casi podría definir como miedo, un miedo extraño que me había recorrido al encontrármele más cerca de lo esperado, un miedo casi palpable.
Levanté la mano cuando vi a la camarera. Le pedí la cuenta y le pagué antes de que pudiera irse de nuevo. No me esperé a que me diese el cambio. Me levanté, me abrigué y salí de allí sintiendo como la mirada de aquel tipo me seguía. Mientras abría la puerta del local, miré de nuevo mi teléfono con la esperanza de que, en esos pocos minutos en los que no lo había estado observando, Raúl hubiese dado alguna señal de vida. Cero.
Me alejé con paso raudo de la puerta, sin tener ni idea de hacia dónde dirigirme. Cuando ya había recorrido cierta distancia, eché la vista atrás. No le había escuchado llegar y apenas le tenía a pocos metros de mí. Se había quedado clavado en el sitio. Mirándome. Inmutable. Yo volví la vista hacia delante y apreté el paso, sin una dirección establecida. Mi corazón comenzó a latir desbocado al escuchar sus pasos detrás y sentir que al igual que yo iba cada vez más rápido, él también. Entonces me llamó con un “¡eh, tú!” y de manera automática me giré. “Esto es tuyo”, me dijo señalando una bolsa grande que llevaba en la mano. Con la escasa luz del lugar no me percaté inicialmente, pero luego entendí que se trataba de mi bolsa de viaje. ¿Por qué la tenía él?
—¿Por qué tienes tú mi bolsa?
—¿Acaso no la quieres?
—Claro que la quiero, lo que no entiendo es por qué la tienes tú.
—Si la quieres tendrás que venir a por ella.
Ni siquiera lo pensé. Adelanté el paso y me dirigí enfadada y molesta a por mi bolsa. ¿Quién coño se creía que era para robármela?
Al llegar a su lugar traté de alcanzar el asa, pero retiró la bolsa de mi alcance, como si estuviésemos jugando. Le miré y observé una ligera mueca de burla en su cara. Le pedí varias veces y de diferentes maneras —de buenas, de menos buenas y de malas y, de nuevo, de menos malas y de buenas— que me devolviese mi bolsa. Solo dijo una cosa y fue como un detonante en mi cabeza, el acicate que me hizo olvidar mis pertenencias y salir corriendo.
—¿No prefieres que te la lleve yo hasta tu casa en la calle Alejandro Magno, en el número 6, en el segundo derecha?
Tras soltar aquella bomba, añadió, inclinándose hacia mi cara y agarrándome de una mano mientras tiraba de mí hacia él:
—¡Buh!
Fue suficiente. No sé por qué no pensé en regresar al bar y rodearme de gente o en salir pitando de nuevo a la estación. Simplemente, mandé un mensaje neuronal a mis piernas y a mis pies: correr. Me deshice de un tirón de su sujeción y corrí. Al principio él se quedó parado, como si no esperase mi reacción, pensé. Pero luego comencé a escuchar sus pasos detrás de mí. Fui serpenteando por las estrechas callejuelas del pueblo. Pero el pueblo no era muy grande, a pesar de tener una estación de tren y, para cuando quise darme cuenta, estaba a las afueras, en una especie de carretera llena de hojarasca, apenas iluminada por las luces de las fachadas de las casas de alrededor. Aunque le había perdido de vista hacía un rato, seguía escuchando a lo lejos sus pasos. De vez en cuando voceaba mi nombre: “¡Auroraaaa, tengo tu equipajeeeeee!”. Era la única frase que decía y lo acompañaba de una risotada que me recordaba a algún personaje de película de terror.
Me dolían las piernas, estaba aterrada. El sudor resbalaba por mi frente y el aire helador lo congelaba a su paso. Oía el galopar de mi corazón en mis oídos y las sienes me palpitaban. Un sabor a óxido se había apoderado de mi saliva y sentía mi cuerpo temblar. Seguí corriendo, alejándome de la civilización. Era una carretera, apenas visibles las líneas blancas que la flanqueaban a cada costado. Deduje que una carretera de montaña, porque apenas había espacio en la calzada para dos coches. Vislumbré unas luces que se metían en un camino a la izquierda y me dirigí allí. De vez en cuando, giraba mi cabeza unos segundos para ver si me seguía. Ya era incapaz de escuchar más sonidos que los de mi propio cuerpo. Me fui por el camino y no tardé en darme cuenta de que me estaba metiendo en la boca del lobo. Dejé atrás las luces que había visto, que simplemente marcaban la entrada a una finca que desde donde yo estaba parecía no tener presencia de nadie. Seguí corriendo, mis piernas se resentían y me dolía el pecho al respirar, me abrasaba la nariz cada inspiración que realizaba por ella. Quería detenerme, pero el miedo a que aquel tipo extraño, que me había seguido desde la ciudad y que conocía mi dirección, me siguiese, me empujaba a seguir corriendo. Por momentos, llevaba mi mano al bolsillo de mi abrigo con la intención de sacar mi teléfono, pero no podía pararme a encenderlo y darle a la linterna. Además, mis ojos ya se habían habituado a esa oscuridad que me iba engullendo por momentos. El suelo era complicado, hojas y más hojas lo cubrían y la humedad de la noche hizo que varias veces resbalase y estuviese a punto de irme al suelo. Bendije la elección de calzado deportivo que había hecho en el último momento. Y, entonces, llegué a lo que en ese instante me pareció un abismo. En realidad, solo era una pronunciadísima cuesta abajo que me aterrorizó aún más si cabe. Si bajaba corriendo por allí, sin prácticamente ninguna iluminación más que la de la propia noche, con todo el suelo repleto de hojas resbaladizas, podía caerme y herirme y, entonces, sí sería una presa fácil. Decidí decelerar mi paso. Me pegué a un muro de piedra que había y fui bajando la empinadísima pendiente. Traté de agudizar el oído, pero seguía sin escuchar otra cosa que no fuese mi respiración, mi corazón… mi cuerpo, la hojarasca bajo mis pies. Seguí avanzando, echando la vista atrás cada pocos pasos, esperando y temiendo ver recortarse su silueta en cualquier momento. Pero no fue así. Cuando terminé de descender la rampa me encontré con su contraria. Una enorme cuesta hacia arriba se levantaba ante mí. Y, de repente, un sonido. No sabía de qué, pero fue suficiente para volver a ponerme en marcha a más velocidad. Sentía que me iban a estallar las piernas, que en cualquier momento se declararían en bancarrota y me dejarían allí tirada. No podía subir aquella pendiente corriendo, ni loca, ni aunque le pusiera todas las ganas del mundo. Me costó un enorme esfuerzo siquiera subirla andando, rogando y rezando —aunque no fuese creyente— a todos los santos que el ruido que había escuchado fuese de algún animalejo del bosque y no de un animalejo salido de un bar. Creí que estaba escalando el Himalaya o ascendiendo al Everest. Rezaba para que aquello tuviese un fin ya. Mis piernas ardían y mis pies también.
Por fin alcancé la cima y, haciendo un enorme esfuerzo pude ponerme a trotar. No sabía cómo era posible que aún mis músculos obedeciesen mi orden, supuse que era la propia adrenalina que estaría segregando en cantidades ingentes en mi torrente sanguíneo. Seguí corriendo, pero me abrasaban los pulmones y, de pronto, había llegado hasta el final del camino. Una enorme puerta de barrotes se interponía entre lo que supuse que era un bosque y mi posibilidad de esconderme en él. Solo quería parar unos segundos, para tratar de recobrar el aliento, y me acerqué despacio a la puerta, tratando de ver por dónde poder cruzar. Y sentí que no podía más. Mi cuerpo se negaba a seguir moviéndose. Finalmente, decidí agacharme en un rincón generado por la puerta y un muro de piedra y desear que mi ropa, bastante oscura, no me delatase si aparecía por allí aquel tipo. Estaba segura, segurísima, de que, si eso ocurría, yo estaría perdida.
No sabría decir el tiempo que permanecí en aquella posición, bajo aquella oscuridad. Solo escuchaba el ruido de algunas aves nocturnas y una melodía lejana, pero ni rastro de la presencia de aquel tipo. Todo mi cuerpo tiritaba, estaba helada, necesitaba moverme, pero ¿hacia dónde?
Saqué el teléfono de mi bolsillo y comprobé que seguía sin tener ningún mensaje ni llamada de Raúl. Creo que fue entonces cuando le di por perdido, me había abandonado sin mediar palabra.
Marqué varias veces el teléfono de mi padre, pero no tenía suficiente cobertura y el dispositivo no generaba ningún tipo de comunicación. Aquello me parecía una broma macabra. Pensé que, quizá, Raúl se había intentado poner en contacto conmigo, pero que debido a que no tenía suficiente cobertura… Bueno, era una posibilidad, aunque algo me decía que bastante remota. Ya daba igual, no podía contactar con nadie.
Me puse en pie tomando la decisión de continuar por el camino del bosque dirección a la música que llegaba a mis oídos. Mi teléfono quizá ganase cobertura o allí me podrían dejar un teléfono desde el que llamar a mi padre y contarle aquella desventura y que viniese a buscarme al culo del mundo.
La opción de regresar por donde había venido había quedado completamente descartada por temor a volverme a encontrar a aquel hombre en el pueblo.
Toqueteé la puerta hasta dar con un gran pasador. Aún no me atrevía a iluminar con la linterna de mi móvil, por no hablar del riesgo a quedarme sin batería si abusaba de ello. Abrí la puerta, crucé y volví a cerrar tal y como estaba. El camino se dejaba intuir gracias a la frondosidad del bosque que discurría a ambos lados de este. Conforme me iba alejando de la puerta, el sonido de la música se hacía más notable y un hilo de esperanza me iluminó por dentro. Estaba salvada.
Caminé bastante, aunque no sabría decir cuánto, antes de encontrarme con unos pequeños farolillos, de esos de energía solar, situados a los lados de un camino que surgía a la derecha del mío. La música seguía guiando mis pasos y sabía que no podía estar muy lejos. Cada metro, más o menos, un farolillo indicaba el límite de aquel sendero. Entonces vi luces tenues, cálidas, que surgían de un edificio no muy grande. Aunque no estaba segura, desde esa distancia, me parecía estar viendo una especie de cabaña de madera con grandes cristaleras a través de las cuales emergía esa luz.
Cuando estaba suficientemente cerca, decidí esconderme tras un seto que había próximo a un ventanal. Al principio, tuve que restregarme los ojos para entender qué estaba viendo exactamente. Parecían personas bailando una extraña danza alrededor de algo que había en el centro y que yo no alcanzaba a ver. ¿Qué era aquello? Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero tampoco es que tuviese muchas alternativas para elegir compañía en aquel momento. Esperé agazapada a ver si terminaban y así no interrumpir aquel instante en el que parecían estar absolutamente concentrados. Todos vestían unas túnica o vestidos largos de color blanco. Las mujeres y los hombres que allí había tenían pinta de tener entre cuarenta y cincuenta años.
A pesar de tener las manos metidas en los bolsillos de mi abrigo, estaban heladas y mi cara también. Me dolían exageradamente. Justo en ese momento, en el que frotaba una de mis manos contra la otra, para calentarlas, la música cesó y el silencio se apoderó de aquel lugar. El corro se cerró hacia el centro y vi cómo hacían algún tipo de reverencia al unísono. Decidí que ese era el momento preciso, supuse que se estaban despidiendo o terminando, así que me levanté de mi escondite y fui hacia la cabaña. Eché un vistazo rápido, conforme iba caminando, con la intención de encontrar una puerta a la que llamar, pero no había rastro de ella. En cambio, vi manillas en los ventanales y allí me dirigí. Toqué con mis nudillos sintiendo que la mano se me iba a romper, apenas tenía fuerza para hacer sonar aquel cristal, pero el silencio reinante se vio interrumpido por ese ligero sonido y, de pronto, más de dos docenas de ojos me miraban fijamente. Se separaron del centro, de ninguna manera brusca, más bien armoniosa y fue así como una inesperada imagen golpeó mi cabeza: en el centro, cuatro cuerpos desnudos se entremezclaban. Por vergüenza retiré rápidamente la vista y, cuando volví a enfocar, una mujer con el cabello largo y negro abría uno de los ventanales. Entonces me asusté y quise salir corriendo, pero dos hombres, de más altura y tamaño que yo, me cogieron cada uno por un brazo y empujaron de mí hacia el interior de aquella extraña cabaña.
Nadie murmuraba y ellos no me dijeron absolutamente nada. Solo me llevaron hacia un rincón en donde había unos sillones con grandes almohadones blancos en donde me dejaron sentada. La mujer del pelo moreno se acercó a mí y acarició mis mejillas sonriéndose con un toque de cariño o afabilidad que no esperaba. El silencio de la sala solo era roto por los jadeos incesantes de las dos parejas del centro del lugar. No quería mirar, pero mis ojos no podían evitarlo. La mujer me tendió una taza, vertió un líquido que supuse sería una infusión caliente y no dudé en tomarlo, con el fin de templar mis manos y mi cuerpo. Se sentó junto a mí, mirando al centro e invitándome con un gesto de su mano a ver aquel extraño espectáculo.
En el centro había dos hombres y dos mujeres. Cuerpos desnudos que se mezclaban los unos con los otros mientras que de sus bocas salían gemidos y auténticos alaridos de placer. Lenguas, bocas, sexos, pechos, que se tocaban, rozaban y se dejaban sentir indistintamente por unos u otros de los participantes.
Mientras observaba aquella escena, sin querer mirar de verdad, la mujer susurró cerca de mi cara:
—Te estábamos esperando, Aurora.
Debí de palidecer en ese instante.
El calor, de la infusión y de la escena, se apoderó rápidamente de mí. Quise saltar de un brinco de aquel sillón, levantarme y salir corriendo. ¿Por qué sabía mi nombre aquella mujer?
De pronto, sentí una sensación contradictoria. A pesar de mi nerviosismo, notaba cómo la tensión acumulada se iba aflojando y separando —casi podría decir que literalmente— de mi cuerpo, dando paso a una relajación inesperada. En aquel momento, una sensación de mareo y cierta desorientación hicieron que mi corazón se acelerase aún más. Mi visión comenzó a estar cada vez más borrosa y, de repente, todo se volvió oscuridad. Una oscuridad total que llevó a mi mente a trasladarse al rincón en el que había estado agazapada un rato antes.
Fue su voz la que me despertó. Aquella voz no era difícil de identificar, un tono dulce, tranquilizador, apacible y apetecible que durante horas había escuchado en aquel último mes, me hizo volver a la realidad o lo que fuese aquello. El mareo continuaba y mi visión aún no estaba totalmente recuperada. Me movía en una especie de vaivén y trataba de entender qué estaba ocurriendo. Poco a poco, la imagen se fue aclarando y el rostro de Raúl apareció ante mí con una extraña sonrisa y una mirada absolutamente desconectada del mundo. “Estaba esperándote”, repetía una y otra vez mientras se movía. Por un instante, sentí alivio al verle allí, un rostro conocido, como si hubiese venido a rescatarme de toda aquella pesadilla. Pero la sensación duró poco. Tomé consciencia y su presencia y el peso de su cuerpo sobre el mío se hicieron patentes. Incliné ligeramente la cabeza y grité, pero mi grito no debió de escucharse o al menos así lo percibí. Me vi, me sentí. Estaba desnuda, tumbada en el suelo. Palpé a mi lado una mullida superficie y le sentí a él sobre mí. Percibí su miembro dentro de mi vagina y como este entraba y salía de mi interior. Traté de quitarle de encima, pero mis movimientos no me llevaban a ningún sitio. Estaba prácticamente inmovilizada. Solo era capaz de mover el cuello y mirar hacia un lado y hacia el otro. Al lado de mí, una mujer lamía los pezones de otra de manera exagerada mientras se masturbaban. Al otro lado, un hombre penetraba enérgicamente a una mujer contra una pared cercana. Mis ojos no daban crédito y por un momento olvidé que tenía a Raúl dentro de mí.
Su rostro era extraño, ajeno al momento y a aquella situación. Quería gritarle que se quitase de allí encima, pero era en vano, las palabras seguían comprimidas en mi garganta. Entonces, la mujer que había estado sentada junto a mí se agachó a mi lado, se acercó a mi oído y me susurró que no tratase de luchar contra mi naturaleza, que no pusiera impedimentos a mi ser y a mi instinto. Luego se acercó a mi boca y comenzó a besarme los labios. Yo mantuve la boca cerrada, traté de retirar la cara hacia un lado y hacia el otro, pero con sus manos me sujetó la cabeza y sacó su lengua, la pasó por mis labios lentamente, como si quisiera excitarme de aquella manera y lo único que me producía eran náuseas. Luego lamió mi rostro, mis mejillas, mi barbilla y fue descendiendo hasta mis pechos, mientras yo trataba de zafarme de aquella situación. Mis manos y mis brazos comenzaron a responder a las llamadas de auxilio de mi cerebro. Logré moverlos y, entonces, una figura grande apareció como de la nada para sujetarme agarrándome por las muñecas y apretándolas contra el suelo. La mujer comenzó a hablar, pero yo no entendía nada de lo que salía de su boca, era como si estuviese recitando en un idioma para mí ininteligible.
Forcejeé con los brazos y con las piernas, tratando de soltarme. Me dolían las muñecas, aquel tipo las sujetaba fuertemente y yo apenas tenía energías para luchar.
Un calor extraño se hizo eco en mi interior, una sacudida de Raúl me terminó de indicar lo que había ocurrido. Raúl salió de mí, se incorporó y se quedó de pie mirándome fijamente mientras se tambaleaba. La mujer permanecía de rodillas junto a mí, con su perorata incomprensible. De pronto, sentí un alivio inesperado en mis brazos. El tipo aquel había soltado mis muñecas, se había levantado y se acercó sin vacilar hacia Raúl. Su indumentaria llamaba la atención allí dentro. Mi visión ya se había normalizado y, a pesar de que la iluminación no era la mejor, no tuve ningún tipo de duda al verle. Era el hombre de la barra del bar, el que me había perseguido, el que conocía dónde vivía yo, el único en aquel espacio que vestía de negro. Y estaba allí, dándole la mano a Raúl, como si fuesen dos niños que van juntos al colegio de la mano… ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿Quién era Raúl? ¿Quién era el hombre que estaba a su lado? ¿Qué me había ocurrido?
El asco, como respuesta, no pudo traer otra cosa que varias arcadas consecutivas. Pude girarme hacia un lado y vomitar sobre aquella colchoneta blanca. Nadie se inmutó ni lo más mínimo. Me limpié con el dorso de la mano y como pude me levanté. Me sentía medio borracha, apenas podía andar en línea recta. Les espeté un “os pienso denunciar, cabrones”, con las pocas fuerzas que tenía, más de una vez y más de dos. Nadie se perturbaba. Me acerqué a un rincón y luego a otro y di vueltas por toda la sala buscando mi ropa. No había rastro. El mareo que sentía me hacía tambalearme, ir golpeándome contra el escaso mobiliario o contras las paredes acristaladas. Ellos dos me seguían con la mirada, girando sobre sus propios talones, sin moverse apenas de aquel centro en el que se habían hermanado. Al fin, encontré una de aquellas túnicas blancas que los había visto llevar y me la coloqué sin pensarlo dos veces. Mis cosas no estaban por ningún sitio o yo no era capaz de encontrarlas y, justo cuando ya había desistido y estaba a punto de abrir el ventanal para salir de aquel infierno, encontré mi bolso tirado junto a mi abrigo en el suelo. Los cogí y salí sin mirar atrás. Allí les dejaba, algunos absortos en sus pensamientos, ensimismados cogiéndose las manos entre ellos. Otros seguían con su orgía inalterable. Nadie vino detrás de mí. O eso me pareció.
Me fui. Deshice el camino, abrumada, aturdida y con un alto grado de incapacidad. Mis pasos, doloridos por el esfuerzo de horas antes, fueron capaces de llevarme de vuelta a la estación del tren. A medida que deshacía el camino, que había atravesado aquella misma noche, el frío me iba despejando la mente. No podía pararme a llorar, a gritar, a patalear, necesitaba llegar a aquella estación de la que nunca debí salir.
Me habían drogado y me habían violado, pero aquella noche ya no tenía energía para nada más.
Pasé el resto de la noche en la estación, acurrucada en un banco, esperando el primer tren que llegase por la mañana. Las horas transcurrieron en un duermevela, a veces repleto de pesadillas; a veces inundado de siniestras imágenes.
A la mañana siguiente, llegué a casa. Me quité aquella túnica y la tiré en el cubo de la basura. Me metí en la ducha, agua caliente y jabón, mucho jabón, restregando como si así pudiera eliminar no solo los restos del cuerpo de Raúl sobre el mío, sino toda aquella pesadilla. No sé el tiempo que permanecí allí, dejando que el agua se uniese a mis lágrimas. Cuando salí, me preparé una infusión, de las que no drogan, y me senté en el sillón con el teléfono en la mano. Sabía que debía llamar a la policía, denunciar aquello, pero necesitaba pensar y, sobre todo, sosegarme. El nerviosismo seguía presente por todo mi cuerpo. Mil preguntas se atropellaban en mi cabeza, revoloteaban en torno a la imagen de Raúl y el tipo de la barra del bar, juntos. Consulté en mi teléfono el lugar en el que había estado. En efecto, el lugar aparecía como una casa rural/albergue “El Catársico”. Busqué el mail de Raúl en el que me mandaba la información del lugar al que iríamos. Coincidía. Yo no había prestado especial atención a su mail, no me había fijado en cómo era o dejaba de ser, ni en el nombre, ni en mirar sus fotos. Había sido una semana de mucho trabajo y confié en él. “Confié en él”. Qué estúpida me sentía por haberme fiado de una persona a la que no conocía de absolutamente nada. Alguien que, de repente, había aparecido en mi vida, que me había contado lo que había querido y yo, inocente, confiada, me había quedado con su verdad. El nombre de los lugares coincidía y así fui capaz de entender parte de aquella locura mientras un escalofrío de terror cruzó por todo mi cuerpo. Raúl tenía pensado llevarme a aquel lugar desde el principio, la situación se había complicado debido a mi trabajo y debía de haber utilizado a aquel otro hombre de negro para forzarme a llegar a aquel lugar ¿Esas eran las actividades que me tenía preparadas para el fin de semana? Estaba aterrorizada. Entré en la web del lugar, miré las imágenes allí colgadas. Aquel era el sitio en el que yo había estado, la cabaña de madera y cristal. Estaba absorta mirando la pantalla de mi teléfono cuando, sin esperarlo, sonó el timbre. Y mi corazón casi sale disparado por mi boca.
Eran más de las cinco de la tarde, no esperaba a nadie y tampoco acostumbraba a recibir visitas. Aun así, me levanté y me dirigí a la mirilla. No vi a nadie. Pensé que lo mismo alguien se había equivocado. Me volví hacia el sillón, pero antes de que llegase, el timbre volvió a sonar. Esta vez traté de llegar antes y por inercia abrí de golpe la puerta con esa estúpida intención de pillar a quién había llamado. Y allí estaba él. Aquel tipo del final de la barra, aquel hombre vestido de negro que me había seguido ya una vez. Aquel que le daba la mano a Raúl mientras me observaba de manera impasible. No me lo podía creer y me reprendí por estúpida, por no haber estado alerta.
Quise cerrarle la puerta, pero se interpuso. Era ciertamente voluminoso y yo no tenía ninguna fuerza contra él, además estaba totalmente rendida. En una de sus manos llevaba la bolsa de viaje que me había robado en el tren. Quise chillar, pero se adelantó al ver mi gesto y me tapó la boca, cerrando tras de sí la puerta con el talón de su pie.
Lo último que pude ver fue una fotografía que sacó de un bolsillo, en ella aparecía él unos años más joven junto a dos muchachos más. Uno era Raúl. No explicó gran cosa mientras me amordazada con cinta que me había puesto en la boca, las muñecas y las piernas. Me insultó varias veces, me dijo que era imposible que alguien como yo pudiera destruir lo que ellos habían creado de la nada con tanto esfuerzo. Me dio a entender que eran un tándem de trabajo. Él hacía los seguimientos, se aseguraba de que su presa llegase al lugar adecuado —la cabaña— mientras que Raúl captaba con su empatía y sus buenas palabras a mujeres crédulas de cualquier imbécil que se asomase con una bonita sonrisa y las frases adecuadas. Organizaban retiros espirituales, que nada tenían que ver en realidad con lo que yo entendía por espiritualidad. Aquello que yo había presenciado era una auténtica orgía, una bacanal. Su terrible sinceridad me llevó a terminar de entender que nada de lo que había ocurrido aquella noche era mera casualidad, porque, a decir verdad, las casualidades no existen.
Se despidió con el filo de un cuchillo frente a mis ojos y la sangre de mi corazón borboteando sobre la alfombra beige del salón. Mientras yo caía en un profundo y eterno sueño, volví a escuchar aquella melodía que había oído en el bosque acompañada de un «podría haber sido de otra manera, podrías haber disfrutado de nuestra catarsis y haber tenido la tuya propia. Formar parte de nuestra familia, Raúl estaba muy ilusionado contigo, te suponía una buena candidata. ¡Qué decepción se ha llevado contigo! Se le pasará pronto, no es la primera vez que se equivoca. Pero tú… tú no tendrás más oportunidades. Pobre Aurora, asesinada en su salón con la única compañía de una alfombra de pelo beige teñida de rojo».