Tras la Mirada de Ana
15 de junio de 2021Yo, cadáver
7 de septiembre de 2021Una mañana calurosa cualquiera
Me incorporo de la cama cansina. El calor es asfixiante, a pesar de tener el ventilador dándome de lleno en el cuerpo y la cara. Algunos pelillos sueltos de la frente me hacen cosquillas y, por culpa de esto, me costó un mundo conciliar el sueño.
Tengo el pelo más alborotado de lo habitual. Anoche, antes de meterme en la cama, me pegué una ducha rápida con agua templada, tratando de rebajar la temperatura corporal. No tuve demasiado éxito, a decir verdad. Me miro en el espejo, que tiene una mano infantil marcada cerca del centro, deduzco que ha sido Paula jugando a maquillarse en mi cuarto.
Los niños duermen y yo aprovecho para recoger la casa con un ánimo agotado y carente de toda energía; no soporto tanto calor. Observo el termómetro que tengo en el pasillo de la entrada, uno con un tejadito: 38ºC. Resoplo al verlo. No quiero pensar la temperatura que hace fuera, a pesar de ser poco más de las 9 de la mañana. Me preparo un buen café y salgo a la terraza a tomármelo, pensando que, lo mismo, como ahora no da el sol, se puede estar un poco más fresco. El aire caliente me da, literalmente, una hostia en la cara. Tanto es así, que siento como si una energía calorífica misteriosa me hubiese empujado hacia dentro del salón, de nuevo. «Esto es de coña», me digo, quizá un poco en voz alta. Decido tomarme al café a la orilla del ventilador que tengo allí, así es más llevadero. A los pocos minutos, aparecen mi hija Paula y mi hijo Alberto por la puerta. Su paso es como el mío, cansino.
—Mamá, qué calor hace. Esta noche casi no he dormido, ni con el ventilador podía dormirme— dice mi hijo, al que se le nota la falta de sueño a una legua. Paula no viene mucho mejor. Me besan y me voy al infierno de la cocina a prepararles los desayunos.
Podría decir que es una mañana como otra cualquiera, solo que con un porrón de grados más. Miro la pantalla de mi teléfono en donde me aparece la temperatura exterior: 42ºC. Y, sinceramente, alucino. Vivo en plena sierra, cerca de las montañas, a más de 1000 metros de altitud. ¿Será el cambio climático? «Por Dios, que esto no dure demasiado», pienso.
La mañana trascurre más lentamente de lo habitual, será porque nuestros pasos son más lentos de lo normal o que el tiempo está igual de cansino y se niega a pasar de un segundo al siguiente. Decidimos que, por la tarde, iremos a la piscina municipal, al menos allí estaremos frescos en el agua —que siempre está congelada— y hay bastantes árboles que dan buenas sombras.
Decidido: a la piscina
Son poco más de las cuatro de la tarde y no soportamos estar más tiempo en casa. El calor es asfixiante. Nos ponemos los bañadores y preparo una bolsa con toallas, algo de picoteo para merendar y ropa de cambio. Nos vamos a la piscina sí o sí. No llega a un kilómetro la distancia que nos separa de ella, pero, entre medias, tenemos una subida fabulosa y solo pensar en ella me genera más agotamiento, si cabe.
Optamos por el coche. La manilla está muy caliente y la puerta del coche abrasa. Ya dudo si es buena idea meternos en ese horno. Está a pleno sol. El teléfono marca 47ºC, no lo puedo creer. ¿Estará mal? Durante el tiempo que tardo en meterme en el coche siento que los pies se me están quemando. Ya no sé si es buena idea salir de casa. Lo hablo con los niños, quieren piscina, sin duda alguna. De acuerdo. Una vez dentro del infernal vehículo, pongo la llave en el contacto y giro para arrancar. El motor no hace nada. Comienza a sonar de manera estrepitosa la radio, con una canción de esas que le gustan tanto a mi hija. Mis hijos se tapan los oídos y me piden a voces que baje la música. Me aturullo un poco hasta que alcanzó el botón correspondiente, pero me hace caso omiso. No funciona y ese ruido no hay quien lo aguante. Saco la llave y el silencio vuelve. Un segundo intento; la misma respuesta. La música da paso a un ruido de pérdida de frecuencia de radio, que parece que nos va a hacer estallar los tímpanos. En la pantalla del coche aparecen 53ºC. ¿Se ha jodido el coche por la temperatura? Aunque lo dudo un poco, vuelvo a confirmar que no arranca y nosotros ya no aguantamos más ni ese ruido atroz, ni el calor que hace dentro.
Salimos del coche y cogemos las cosas. Andando y buscando sombras podremos llegar. Nos colocamos los tres unas gorras que hemos cogido y nos ponemos en camino. Apenas llevamos unos 100 metros recorridos, cuando divisamos la cuesta que tenemos que subir. El calor es insoportable, el sudor se adueña de cada parte de nuestro cuerpo. Alberto quiere quitarse la camiseta porque tiene calor, le sujeto la mano y le digo que no, salvo que quiera achicharrarse. Pasamos cerca de una zona residencial. Hay vecinos en la calle, comentan cosas; oigo a uno que habla de que su coche no arranca; a otro que no puede más con el calor; y una mujer, con ojos apenados, hablando de que su suegra ha tenido que ingresar por un golpe de calor muy fuerte. Varios jóvenes intentan arrancar un Jeep color verde, el ruido de su radio, sin señal, llega a nuestros tímpanos y me produce un ligero escalofrío.
La cuesta se erige ante nosotros dándonos la impresión de que tuviésemos que escalar el Everest. Antes de animarme con ella, necesito parar un momento, coger agua fría de la mochila y dar un buen trago. Es, justo en ese instante, cuando Paula me llama la atención indicando con el dedo hacia la parte de arriba de la pendiente. Miro en esa dirección, mientras cierro la botella de agua, ya no tan fría. Tengo la sensación de estar viendo borroso y trato de enfocar la vista, incluso creo que llego a sacudir la cabeza con esa intención. Paula confirma lo que, yo con desconfiada mirada, estoy observando.
La grieta
—¿Y ese pedazo de grieta? —dice lo bastante alto como para erigirse por encima del ruido de varias radios de coches que no han encontrado la frecuencia. No contesto, solo sigo observando, desde un pequeño trozo de sombra, cómo el asfalto comienza a abrirse a pocos metros de donde nos encontramos. Una grieta que se ensancha y se alarga calle abajo y por la que, juraría, veo salir humo o vapor, no estoy segura. ¿Será mi vista? Pero, esta vez, Alberto contesta a mi pensamiento como si lo estuviese escuchando:
—Mamá, está saliendo humo de ahí. Me está dando miedo —me coge la mano mientras sus ojos se abren más todavía y su boca queda caída, sin ser capaz de cerrarla.
De repente, la grieta coge velocidad y atraviesa toda la pendiente y se encamina directa a pegarse contra la acera de una vivienda construida en medio de esa calle. El sonido es colosal. Estupefactos, vemos como esa grieta pareciese una araña que trepa por la fachada de ladrillo partiendo prácticamente por la mitad la casa. Pienso en la suerte de que ahí no viva nadie; una casa abandonada desde que yo recuerde. La gente, que estaba en la calle comentando, se ha quedado en silencio y todos observamos atónitos el suceso. A la grieta principal comienzan a nacerle hijos, raíces, patas, se extienden a derecha e izquierda sin ton ni son. El sonido de la tierra al resquebrajarse es terrorífico y el olor a fuego y a humo aumenta de intensidad. Varias de las grietas hijas se dirigen imparables hacia nuestro espacio en sombra.
Paula chilla y Alberto se apoya contra mí. Agarro con fuerza sus manos, los atraigo, más aún, hacia mi cuerpo. Detrás de nosotros hay una casa, protegida del exterior por un muro de ladrillo enfoscado que se agrieta, de repente, y comienza a lanzar cascotes al lado de nuestros cuerpos. Los tres nos agachamos, de inmediato, al oír un ruido mayor procedente de esa casa. Las grietas siguen avanzando sin impedimentos, como si estuviesen atravesando apenas el aire, sin rozamiento, seccionando la casa por numerosas zonas. Los gritos, procedentes de su interior, son desgarradores.
Gritos, voces, peticiones de auxilio que comienzan a inundar el aire tóxico que respiramos. Desde más cerca, desde más lejos, se mezclan con el sonido de las calles y de las casas al quebrarse. Una polvareda enorme se levanta por detrás de nosotros y, sin poder evitarlo, echo la vista hacia atrás, viendo muebles de salón y una habitación con una alfombra que está indecisa entre quedarse arriba o dejarse comer por esa enorme grieta que se ha formado. Nuevos trozos de ladrillo y pizarra caen cerca de nosotros. Tiro de los niños hacia abajo y nos ponemos en cuclillas los tres. El calor que desprende el suelo, ahora que lo tenemos más cerca de nuestros rostros, es horrible, casi no podemos respirar. Paso mis brazos por las cabezas de ellos, tratando de evitar que algo les golpee. El golpe me lo llevo yo y un chorro de sangre comienza a manchar la acera polvorienta. Paula emite un nuevo grito, está aterrorizada. Chilla, «¡mamá!, ¡mamá!», de manera constante. Trato de calmarla, decirle que no es nada, solo un pequeño golpe de algo que ha caído. Tengo que sacarles de ahí y llevarlos a otro lugar, pero ¿adónde?
Sirenas, más gritos, golpes, el ruido es ensordecedor. Se unen alarmas de coches y de casas que han saltado de repente y el aullido de perros no muy lejos de donde nosotros estamos. Entonces, el sonido de las grietas cesa y, con él, los gritos. Debe ser generalizado porque ya solo se escuchan sonidos no humanos, todos permanecemos en silencio, expectantes. Me levanto y observo el desastre que hay a mi alrededor. No doy crédito a lo que veo, ni siquiera en la peor de mis pesadillas, «¿quizá es una de ellas?». Me pellizco disimuladamente, pero solo siento un ligero dolor en el brazo, no cambia nada más. Paula llora, me pide que les saque de allí y yo no sé hacia dónde dirigirnos.
Alberto propone ir hacia el campo, en donde al menos no hay viviendas y, quizá, allí no haya grietas que escupan humo y calor. No sé qué temperatura hay a nuestro lado, pero debe de ser altísima, tengo alguna ampolla en los pies y los niños también. Estamos dentro de un rectángulo formado por la grieta inicial y dos grietas hijas que nos han rodeado. Decido hacer caso a Alberto, quizá, fuera de la civilización, la cosa sea diferente. La grieta que tenemos que cruzar no mide más de 40 o 50 centímetros. Nos encaminamos hacia ella, con paso resuelto, hay que salir de ahí. Primero cruza Alberto y, juraría, haber escuchado un crujido de nuevo en la tierra. Alberto, que es algo mayor, anima a su hermana a saltar. Paula se niega, no suelta mi mano. Le propongo saltar a la vez y accede. Y eso hacemos. En el salto, siento un calor tan intenso, en mis piernas y mis pies, que creo que me voy a derretir como si fuese de cera. No puedo evitar mirar hacia el interior de la grieta por la que emana humo de cuando en cuando. Y es ahí, en ese momento, en el que entiendo que este es el fin.
Paula a kilómetros de distancia
Al apoyar, de nuevo, mis pies en el suelo y tratar de dar un paso, me doy cuenta de que mis sandalias se han quedado pegadas al asfalto como si de un chicle se tratase. Los niños comienzan de nuevo a gritar al darse cuenta de que no pueden separarse del suelo. Soy consciente de que, si nos quedamos sin calzado, nos abrasaremos los pies. De repente, sentimos un ligero frescor, precisamente, en esa parte del cuerpo. Es agua. Miramos hacia arriba y deduzco que más de una piscina se habrá resquebrajado dejando salir el líquido templado del vaso. Gracias a ello, conseguimos soltarnos del suelo y corremos o tratamos de movernos más rápido cuesta arriba. Las grietas se repiten cada pocos metros. Hay vapor de la mezcla del calor y el agua que está en el asfalto. El caos es absoluto. No puedo eliminar la imagen que acabo de ver del interior de ese agujero. Fuego, era fuego. Naranjas, amarillos y rojos mezclados entre sí, con lenguas que se mueven como si... como si fuese... ¿un río de lava? Pero aquí no hay volcanes, «no puede ser», pienso.
Los niños tiran de mí, parece que la pendiente no termina nunca. Conseguimos alcanzar la cima y la imagen no es muy diferente de la de debajo. En ese momento, el suelo se pone a temblar bajo nuestros pies. Una onda sísmica que termina derrumbando más paredes y muros a ambos lados de la calle. De nuevo, los gritos se hacen presentes. Una fisura gigante abre la calle, que vamos a cruzar, en dos. No podemos saltar, es imposible. La tierra no para de moverse y un sonido atroz, procedente del interior del suelo, asciende hasta nuestros oídos y nos hace agacharnos del terror. Paula grita más todavía.
—¡Mamá!, ¡mamá!, ¡mamá! —sus gritos me parten el corazón y, de repente, me doy cuenta de que ya no sujeto su mano. —¡Mamá, ayúdame! —sigue llamándome, pero no la veo. El humo y el polvo no nos dejan ver. Siento la mano caliente y sudada de Alberto, que chilla y llora a la vez.
—¡Paula! ¡Paula! ¡No te veo! ¡Paula no te muevas! —grito desesperada, pero siento que mis palabras se las comen las partículas en suspensión. Alberto me ayuda llamando a su hermana al tiempo que lo hago yo.
—¡Mamá! ¡mamá! ¡No me dejes! ¡Mamá! —.
Trato de apartar el humo de mi vista, pero no consigo ver nada. Sus palabras se mezclan con las de otras personas que gritan al unísono pidiendo auxilio, llamando a otros. Alberto llama mi atención, me señala el suelo. El humo ahí es menos denso y puedo ver lo que hay. Un grito desgarrador sale de lo más profundo de mis entrañas al ver que estamos navegando en un pedazo de asfalto no mayor a un par de metros cuadrados. Separados por fuego y llamas de cualquier otro trozo de tierra, veo los pies de Alberto, pero no los de Paula. Paula no está. Trato de no perder más los nervios, de pensar, pero me es imposible. Estoy agarrotada por el terror. Los chillidos de mi hija parecen alejarse o soy yo que estoy perdiendo la consciencia o, quizá, es ella que no puede gritar ya más.
El pedazo de tierra en el que estamos se mueve, se tambalea, nos va a tragar el fuego. A mis hijos, a mí. Quiero a Paula junto a nosotros.
—¡Está conmigo señora! ¡Está conmigo!, ¡la niña está conmigo! —oigo una voz masculina, creo que nos habla a nosotros, pero puede ser a otras personas.
—¡¿Paula?!— pregunto con toda la voz que me sale de las cuerdas vocales.
—¡Mamá, sí, soy yo! ¡Mamá tenéis que salir de ahí! ¡Mamá, aquí, venir aquí! —escucharla me tranquiliza ligeramente, aunque sea unos instantes. ¿Cómo llegamos allí? Si apenas podemos ver nada. Parece que el humo se disipa o quizá es el polvo que baja a la superficie. Veo dos siluetas, a poco más de un par de metros y, sin embargo, siento que están a kilómetros de mí.
—¡Mamá, quiero estar contigo! ¡Mamá, por favor! —sus gritos son ahora algo más perceptibles.
—¡Paula, no te muevas, no te separes!
—¡Paula ya vamos! —grita Alberto. Llora, llora, pero es valiente y fuerte y quiere tranquilizar a su hermana. Siento algunas gotas de sus lágrimas caerme en el brazo. Le abrazo.
—¿Se acabó mamá? —me pregunta mientras aprieta mi mano con la suya y me mira fijamente con los ojos enrojecidos y aterrorizados.
—Creo que sí hijo, que se acabó —no me siento con fuerzas para mentirle.
—Pero ¿por qué, mamá?
—No lo sé, Alberto, no lo sé —le abrazo más fuerte y él a mí. Necesito recuperar a Paula.
Me agacho hacia el suelo, tratando de mirar por debajo del humo. Siento como mi rostro se abrasa, se quema, pero quiero tener a mi hija conmigo, a mi lado. Lo necesito, no la puedo dejar allí.
—¡Paula! ¡Háblame, grítame! ¡Necesito oírte para saber dónde estás!
—¡Mamá! ¡Estoy aquí! Yo sí os veo. ¡Mamá, ven a por mí!
Solos ante el final
Siento como si solo estuviésemos nosotros tres en el mundo, como si nadie más estuviese en ese instante sobre la faz de la tierra. Solo mis hijos y yo. He bloqueado y aislado el resto de los ruidos y solo siento la respiración y los sollozos de Alberto a mi lado y los gritos de auxilio de Paula. El resto de los sonidos, sirenas, alarmas, aullidos, ladridos, socorros de unos y de otros, el crepitar del fuego, las casas hundiéndose, los cascotes cayendo... todos esos sonidos no existen ya para mí. Miro en la dirección del sonido de la voz de Paula, veo sus pies, sus pequeños pies ennegrecidos y, a su lado, unas botas negras grandes.
—¡Ya te veo Paula! ¡Espérame ahí, no te muevas! —ni siquiera sé si puede moverse.
Me concentro en lo que tengo delante. Veo asfalto a algo más de medio metro. No alcanzo a ver el tamaño total, pero creo que puedo llegar allí y que hay espacio suficiente. No veo su perfil, así que quiero pensar que no es un pedazo de tierra pequeño. Me levanto y miro a los ojos a Alberto. Asiente, no hay más que decir. Me acerco al borde y siento la inestabilidad de la superficie que hay bajo mis pies. No tengo espacio para coger mucho impulso y si fallo... si fallo... Desecho el pensamiento de mi cabeza, no voy a fallar, de ninguna de las maneras. Me alejo un poco, tratando de conseguir ese pequeño impulso que me conceden dos o tres pasos y, sin pensarlo ni mirar, diría que, con los ojos cerrados, salto. Salto y rezo, aunque nunca haya sido de rezar. Solo quiero tenerles conmigo, es lo único que pido. Mis pies se posan en el suelo y mis manos también, sintiendo un calor abrasador y un dolor increíble en las palmas de mis manos.
—¡Vamos Alberto! ¡Haz lo mismo que yo! —y, antes de que pueda terminar la frase, Alberto está junto a mí. He podido adelantarme y evitar que él también caiga con sus manos en el suelo. Lo abrazo y las lágrimas se apoderan de mi rostro. No sé cómo me quedan lágrimas, siento que los líquidos de mi cuerpo se van evaporando rápidamente.
—¡Muy bien hijo, sabía que lo harías! estoy muy orgullosa de ti —le digo mientras lo suelto. Trata de cogerme las manos y, con el roce, no puedo evitar soltar un alarido.
—Lo siento mamá —me dice angustiado mientras mira el estado de mis manos quemadas.
—Tranquilo —le trato de calmar, no sé si lo he conseguido porque los sollozos vuelven a él de nuevo.
—¡Paula! ¡Paula! ¡No te oigo! —vuelvo a centrarme en ella.
—¡Mamá, estoy aquí! ¡Casi a tu lado! ¿No me ves?
Entonces miro al frente y distingo las dos siluetas mucho más nítidas. El humo sigue sin dejarme verla perfectamente, pero sé que estoy muy cerca de ella.
Salta Paula
Me vuelvo a agachar, a mirar la distancia que nos separa. Me levanto y paseo lentamente por la pequeña superficie en el que estamos.
—¿Cuánto espacio tienes ahí, Paula? —le pregunto.
—Muy poco mamá, muy poco, pero estamos al lado de un trozo de calle más grande.
Ni siquiera he terminado de escucharla cuando el suelo vuelve a moverse de manera exagerada. Nuestros cuerpos tiemblan y los gritos de mis hijos inician una nueva y escalofriante escena.
—¡Mamáaaaa! ¡mamáaaaa! —llora, grita. He vuelto a perderla de vista.
—¡Paula, no te veo! ¡Paula! —y, de repente, un sonido siniestro nos deja mudos a los tres. De haber estado en una piscina, diríamos que alguien se ha tirado al agua o se ha caído... Y Paula aúlla, como un animal salvaje, como un animal herido. Sus gritos se clavan en cada poro de mi cuerpo, en cada célula. Alberto grita un "no" desgarrador y yo no sé si quiero saber lo que ha pasado.
El humo se ha disipado ligeramente tras el movimiento de la tierra y Paula, con la cara completamente desencajada estira su brazo tratando de alcanzarnos. Él ya no está, tampoco sus botas. Mi hija apenas tiene espacio para ella. Su trozo de tierra se ha debido de resquebrajar y el hombre de las botas ha caído. Ahora, apenas un metro cuadrado es su zona de salvación. Estiro mi mano, trato de alcanzar sus pequeños dedos, pero no llego. Me acerco más al borde y siento cómo se mueve la tierra.
—¡Paula! ¡Paula, tienes que saltar! Es solo un pequeño salto ¿lo ves? Salta con todas tus fuerzas, prometo cogerte cariño.
—¡No! ¡Me da miedo! ¡Él se ha caído por saltar!
—¡No, Paula, aquí no te vas a caer! ¡Tú saltas mucho más lejos todos los días! ¡Si eres un pequeño saltamontes! —trato de imprimir humor y ánimo a mi voz. Y parece que surte efecto. Veo como Paula se echa ligeramente hacia atrás, para tomar algo de impulso.
—¡Vamos campeona! —gritamos Alberto y yo a la par.
Y Paula salta, me abraza y la abrazo. Alberto se une. Pero el sonido del crujir del suelo que pisamos nos corta las emociones del reencuentro.
—Vamos —les digo, Con el dorso de las manos les empujo hacia el centro de nuestra pequeña isla. En un par de segundos, el río de fuego ha engullido el lugar en el que se encontraba mi hija.
La decisión más difícil del mundo
Ahora que están conmigo y sé que este es el fin, mi cuerpo, y supongo que los suyos también, van sintiendo como avanza el desvanecimiento. La temperatura es insoportable y la respiración cada vez es más difícil. Estamos inhalando humo, no sé cuánto tiempo podremos estar así. Navegamos en un pedazo de asfalto, llevados por la corriente de un fuego que viene de las entrañas de la tierra. Una tierra embravecida que ha decidido no dejarnos seguir viviendo.
—Mamá, no puedo respirar —la voz de Paula se pierde y su respiración es cada vez más costosa.
—Lo sé, taparos con las camisetas la boca y la nariz y tratar de respirar dentro —les digo pensando en buscar alguna alternativa, pero es en vano. Mire donde mire solo veo personas como nosotros, navegando a la deriva sobre pequeños trozos de tierra. No hay nada en pie, no hay casas, no hay coches, solo espacios de calle que flotan sobre un mar de fuego, atrás quedó el río.
Pienso en las opciones que tengo, que tenemos. Podemos morir asfixiados por el humo; podemos caer en el fuego y morir abrasados; podemos morir a causa de la temperatura, de la deshidratación... Mi cuerpo siente un escalofrío que va desde los pies a la cabeza. Tomo la decisión, la más dura que hubiera podido tomar en mi vida, pero la más acertada o eso creo. Me pongo a su altura, les hablo con cariño, sin miedo, porque ya no tengo miedo. Los ojos de mis hijos, abrasados por el humo y el calor, transmiten de repente una increible paz interior que me hace entender que, en ellos, también ha desaparecido el miedo. Nos hablamos con la mirada y con las palabras nos decimos "te quieros", auténticos, de verdad. Algún "perdón por los malos ratos"; algún "qué injusto es todo esto". Y a mí me sale un "vamos a seguir juntos allá donde vayamos", de repente, segura de que así va a ser —al menos es la única esperanza que me queda—. Me siento en paz, aunque enfadada con el universo. «Yo he tenido tiempo de vivir, pero ¿y ellos?, ¿por qué les quieren arrebatar la vida tan pronto?» Elimino el pensamiento que quiere comenzar a enredarse en lo que pudo haber sido y nunca será.
Mientras nos abrazamos, miro de nuevo a mi alrededor, queriendo encontrar una última oportunidad para nosotros, como si fuese una de esas películas del fin del mundo que tantas veces hemos visto en la pantalla y en la que, al final, los protagonistas encuentran una salida. Pero aquí no la hay. Aquí se acaba todo. Respiro profundamente y pido perdón. Coloco a cada uno de mis hijos junto a mi cuerpo, mirando hacia delante. Ellos se agarran de las manos, mientras con un dolor inconmensurable pongo mis quemadas palmas sobre los rostros de ellos. Tapo su boca y tapo su nariz. Les aprieto contra mí y siento como mi mundo se diluye en apenas poco más de un minuto, aunque tampoco pienso en el tiempo. Pienso en no separarme de ellos, les pido perdón por hacer lo que estoy haciendo, pido perdón al mundo y le doy las gracias. El pequeño cuerpo de Paula se desmorona y lo dejo caer en el suelo. Unos segundos después, el de Alberto sigue el mismo camino.
Lloro sin lágrimas, porque creo que ya no tengo. Siento que mi alma se ha roto, pero ya no importa. Me tomo unos segundos para asegurar el plan que, sin ser plenamente consciente, he ido trazando. Pienso en algo que me ayude a pasar rápidamente ese instante y lo hago mientras contemplo los cuerpos inertes de mis hijos, de mis tesoros. Ya duermen y no tendrán que verse morir uno al otro o, quizá, verme a mí. No podía permitirlo. Me quito una horquilla del pelo, de esas negras que ayudan a que no se alborote el pelo. Con los dientes retiro el plástico negro que la cubre y me veo pensando en cuántas veces he hecho eso mismo por el afán de quitarlo y entretenerme con algo en los dientes. Un pequeño trozo de hierro queda al descubierto. Lo sujeto con la mano derecha y no dudo un instante en colocarlo a medio palmo de distancia de mi muñeca y apretar con todas las fuerzas que me quedan. Grito y aprovecho el instante para gritar por la cruel situación que nos ha tocado vivir, pero la vida no dura eternamente, me digo y me hablo y me veo pensando en lo injusto que es. La sangre sale por mi brazo, densa, más de lo que hubiera imaginado. Siento un ligero mareo. Tomo aire, espeso, mugriento, con sabor a humo y a muerte. Tomo la horquilla con la otra mano y realizo la misma acción. Desde arriba hacia la muñeca, asegurándome de apretar y penetrar lo suficiente para cortar y romper todo lo que haya a su paso. Así estoy, en ese trozo minúsculo de tierra, rodeada de fuego y de ruidos y sonidos horribles, mis brazos caídos junto a mi cuerpo lloran sangre.
Miro a mis hijos y siento tambalearse mis pies, me siento mareada y mi vista se va nublando, oscureciendo la imagen de tan trágica película del fin del mundo. Y TODO desaparece.