¿Quién se ha comido a enero?
16 de enero de 2022Ella
22 de mayo de 2022Cuando Lina alcanzó la pared del fondo del callejón pensó que estaba perdida. El corazón le palpitaba tanto que temía que se le fuese a salir por la boca. Sentía la pierna herida húmeda y fría. Puso una mano en el muslo, sobre la herida provocada por una púa saliente de la alambrera, y sintió el calor de la sangre que manaba de ella. Temió desangrarse si no era capaz de taponar de alguna manera aquello.
Se quitó la sudadera azul rápidamente y luego la camiseta blanca que llevaba debajo y que estaba completamente sudada. Volvió a colocarse la primera y trató de rasgar la segunda, sin ningún éxito. Se acercó al saliente de un contenedor de basura y frotó la camiseta contra este hasta conseguir que se hiciese un agujero y a partir de él, rompió la camiseta consiguiendo un buen girón que le serviría para hacerse un torniquete. Ató la prenda alrededor de su muslo y sintió un dolor agudo que le recorrió la espina dorsal. Apretó los dientes y se centró en su cometido.
Miró la caja metálica que había dejado en el suelo para poder hacerse el torniquete. La recogió. Y, ahora ¿qué? Ahora debía continuar alejándose. Sabía que les había dado esquinazo, pero ¿por cuánto tiempo? ¿cuánto tardarían aquellos gorilas en dar con ella? Aguzó el oído, pero solo sentía el palpitar de su corazón y el de su pierna. Por aquella calle no podía continuar, debía retroceder. Recorrió de vuelta el callejón y al llegar a la esquina se asomó lentamente. La calle que aparecía a sus ojos estaba prácticamente desierta. Los edificios dormían, aunque no tardarían en despertar porque los primeros albores del día estaban próximos.
Trató de hacer un reconocimiento del lugar en el que se encontraba. Allí escondida, sus ojos apenas vislumbraban sencillos edificios de ladrillo, con pinta de haber sido construidos hacía más de cuarenta años. Frente a ella numerosos cierres metálicos transcurrían por la avenida, ensuciados por el paso del tiempo y por pintadas vandálicas que se iban superponiendo las unas a las otras sin orden ni concierto. Una pescadería, una frutería, un taller, una farmacia… no había nada que le resultase familiar. Tras asegurarse de que nadie estaba en aquella calle decidió salir de su escondite. Se colocó la capucha de la sudadera y con paso ligero fue alejándose de la esquina que la estaba protegiendo. No llevaba un rumbo decidido, se había dicho que lo importante era dar con una estación de metro y entre tanto, irse alejando lo más posible de aquella zona.
Solo cuando ya había recorrido más de cuatro o cinco kilómetros, el dolor de aquella herida comenzó a atenazarle la pierna. De repente, sintió que no podía seguir caminando. Pero desde donde se encontraba consideró que estaba a salvo, que podía descansar un poco, esperar a que el dolor disminuyese y después continuar con su tarea. Debía regresar a casa, fuese como fuese, entregarle aquella caja metálica a su hermano Lucas y desaparecer. Solo cuando hubiese completado aquella misión, se sentiría tranquila y dejaría a la vida que decidiese su destino, sin interferir en él.
Frente a ella, a unos pocos metros, divisó la entrada a un parque. Árboles frondosos y hermosas flores daban un color especial a aquella parte de la ciudad. Se dirigió hacia allí, sin mirar para atrás, tranquila al no sentirse seguida desde hacía varios kilómetros. Al llegar al parque se dio cuenta de que no estaba sola. La ciudad había ido despertando y los más madrugadores se dejaban ver por la calle. En el parque, los deportistas con sus zapatillas de correr y su ropa fluorescente, parecían decorar junto a las flores un paisaje poco luminoso debido a la hora y a las nubes que oscurecían el cielo de la ciudad. Sabía que si alguien se fijaba en ella no pasaría desapercibida. Una persona con una capucha, con las manos ensangrentadas, con una caja metálica y un trozo de camiseta, a esas alturas más rojo que blanco, atado en la pierna. Trató de aligerar el paso, pero la pierna no le facilitaba la tarea, parecía como si se negase a obedecer sus instrucciones. Cojeaba más de lo que quería. Una mujer joven, ataviada a la moda de los runners más sofisticados, con auriculares en los oídos y una larga coleta rubia, le hizo un estudio visual al encontrarse de frente con ella. Pero no le dijo nada. Poco a poco fue adentrándose en el frondoso jardín, alejándose de los pasos para peatones. Encontró por fin un árbol lo suficientemente grande y alejado como para poder utilizarlo de área de descanso por un rato. Se dejó caer, rendida. Escondió la caja bajo su sudadera. Volvió a colocar la mano en la herida. Observó el pantalón roto por la púa de la alambrera y miró a través del agujero. Apenas se distinguía la herida entre semejante amasijo de sangre coagulada y reseca. Imaginaba que la herida ya no continuaba sangrando, pero no pensaba arriesgarse a quitarse el torniquete. Esperaría a despertarse de su breve descanso. Apoyó la cabeza contra el tronco del árbol y cerró los ojos.
Sin poder evitarlo, revivió todo lo acontecido aquella noche. Su salida del centro silenciosamente a través de la ventana del primer piso; su carrera para cruzar la zona ajardinada que la separaba de los muros de la entrada; la sirena bramando y los gritos de los hombres de seguridad al darse cuenta de que estaba tratando de huir; trepar por el muro hasta alcanzar la alambrera que se le clavaría irremediablemente en el muslo; su salto al vacío y el golpe seco contra el suelo de grava y arena; y luego… luego todo correr, huir, correr y huir. Su llegada a la casa de Juan, recoger la caja, y aparecer aquellos tipos y a partir de ahí, un único pensamiento: salvarse de aquellos hombres, darles esquinazo, costase lo que costase; su pierna sangrando a cada golpe de su pie en el suelo, el líquido recorriendo su pierna bajo los pantalones, colándose en su zapatilla, humedeciendo su pie; un olor a óxido provocado por la sangre…
Las imágenes, rápidas, fugaces, a pesar de estresarle y generarle ansiedad no impidieron que se quedase dormida. Su respiración se relajó, su rostro también lo hizo y quedó sumida en un profundo sueño.
Lucas no podía parar de dar vueltas por la casa. Había bajado las persianas, echado la llave a las puertas de entrada, y por si eso no bastaba, había colocado el respaldo de las sillas a modo de tranca, tal y como había visto en más de una película. Mientras esperaba ansioso la llegada de su hermana Lina, algo que no tenía del todo claro que llegase a ocurrir, daba vueltas como un hámster alrededor de la cocina y del salón, yendo de un lado a otro mientras tomaba cortos tragos de un whisky barato que había encontrado en uno de los armarios. Su cabeza se comportaba de manera similar, dando vueltas y más vueltas al mismo tema.
Tenía miedo, sin duda alguna, algo que, por otro lado, jamás reconocería ante nadie. Pero muestra de ello era el arsenal improvisado que había colocado sobre la encimera de granito de la cocina. Varios cuchillos de un tamaño considerable encabezaban la colección, el atizador de la chimenea, una llave inglesa grande, un martillo de carpintero, una maza de solador, un bate de beisbol de dudosa calidad, un spray de pimienta que había encontrado en un cajón que, a menudo, usaba Lina para dejar su ropa interior. De tanto en tanto, en sus paseos, tomaba uno de ellos e imaginaba como atacar a alguien con él, qué clase de heridas podría infligir, e imaginaba la sangre de su víctima cayendo de manera desmesurada por la cara. Porque eso lo tenía claro, de atacar, lo haría en la cara, al menos la primera estocada. Después se lanzaría hacia el vientre, o hacia el corazón si lo veía factible.
Un trago más y terminó el whisky. Pronto rellenó el vaso después de servirse un par de hielos más. Sentía que el tiempo no avanzaba. El reloj de la cocina parecía haberse detenido.
Mantenía las luces apagadas y apenas la luz procedente del extractor iluminaba la estancia. La apagó también. Se acercó a la ventana y levantó ligeramente la persiana a fin de poder ver algo a través de las pequeñas aperturas. No conseguía distinguir mucho más que el resplandor de una de las farolas de la calle. Temía levantar la persiana del todo, temía ser descubierto, que alguien supiese que estaba ahí escondido. ¿Debía arriesgarse? ¿Y si Lina estaba esperando alguna señal para saber que podía pasar al interior de la casa? Desechó la idea, Lina llamaría a la puerta o a una ventana, le haría saber de alguna forma que estaba allí. Pero ¿qué pasaría cuando ella llegase? ¿estarían seguros de que nadie la había seguido? ¿no sería demasiado arriesgado?
Lucas sabía poco o nada de lo que había ocurrido. Solo había obtenido algo de información por medio de una mujer de la que ni siquiera estaba seguro que pudiese fiarse.
Aquella mañana, hacía ya cuatro días, habían tocado el timbre de la puerta antes de que él hubiese abierto los ojos para comenzar con sus rutinas diarias. Se había sobresaltado en la cama y bajado volando las escaleras que lo separaban de la primera planta. Con voz somnolienta había preguntado quién era y la respuesta había sido demoledora: “Lina está en apuros, su vida corre peligro, debo hablar contigo”. Una mujer corpulenta, con el pelo cortado en media melena y un tinte que apenas cubría las canas, le esperaba al otro lado de la mirilla. Tras un examen visual inicial y una serie de preguntas había decidido fiarse de ella y la dejó entrar en su casa.
- Dentro de cuatro días Lina tiene que venir a tu casa. Te dejará una caja metálica que tú deberás custodiar lo mejor posible. Escóndela en algún lugar recóndito, en algún sitio en el que nadie buscaría, vete si es necesario al desierto y entiérrala. Es fundamental que nadie encuentre esa caja.
Lucas había recibido la información como si le estuviesen contando el argumento de una película de serie negra malísima. Cuando consiguió desbloquear su cabeza pudo por fin preguntar:
—¿Dónde está mi hermana? ¿Dónde está Lina?
—Lina está encerrada en un psiquiátrico.
— ¿Cómo dices?
— No tengo tiempo para darte explicaciones. Si ella consigue llegar hasta aquí el jueves sana y salva te lo podrá explicar ella misma. Entre tanto no confíes en nadie, no te fíes de nada. Su vida está en peligro, si no llega hasta ti… será porque…
Y sin terminar de decir la frase hizo el gesto de rebanarse el cuello. A Lucas se le pusieron los pelos de punta. ¿Sería verdad todo aquello?
— Sí, ya sé que estás pensando que puedo ser una chiflada y quizá lo sea. Pero ahora solo puedes hacer dos cosas: o creerme o no hacerlo. Si no me crees, tu hermana morirá y, probablemente, tú también. Si me crees, quizá haya alguna forma de que os salvéis el culo.
Terminó de escupir aquella frase y se levantó de la silla en donde se había sentado, tomó el camino a la salida mientras Lucas la miraba con los ojos muy abiertos, atónito.
— ¿No vas a darme más explicaciones?
— Sabes todo lo que tienes que saber, por tu bien. Ahora protégete, no hables con nadie.
Abrió la puerta y se marchó sin esperar respuesta de Lucas.
Desde ese mismo instante no había vuelto a salir a la calle. No quería que quién fuese a quien tenía que temer pudiera descubrirle y poner en peligro a Lina. Adoraba de siempre a su hermana, y ella a él. Siempre decían que tenían una relación única, especial, más allá del concepto de hermanos, mucho más allá y por nada del mundo la pondría en peligro.
Había echado un vistazo rápido a la nevera y a la despensa y había decidido que tenía comida de sobra para no tener que salir a comprar nada en absoluto. Y a las malas, siempre podía llamar a la pizzería del barrio o ¿no?
Tras encerrarse a cal y canto en su casa, se había dedicado a elucubrar sobre lo sucedido a Lina, pero al final siempre llegaba a la misma conclusión: no tenía ni puta idea de lo que le había podido ocurrir. Lina no solía meterse en líos, aunque tenía un jefe y un equipo a su alrededor de dudosa legalidad. Solo se le ocurría arrancar desde ese punto, que hubiese ocurrido algo en el trabajo y que ella se hubiese visto envuelta en alguna historia turbia. Por otro lado, estaba la posibilidad de que hubiese conocido a algún maleante en alguna de esas páginas de citas en las que solía encontrar el desahogo sexual que él mismo no podía darle y que este le hubiese metido en algún lío.
Pensamientos absurdos para una historia igualmente absurda. Lina era una mujer hecha y derecha, con la cabeza bien puesta… ¿en qué lío se habría podido meter que el asunto derivaba en ser algo de vida o muerte? ¿qué habría en esa caja metálica?
Los días fueron pasando, muy despacio, más de lo que le gustaría. Gastaba el tiempo buscando útiles por la casa que le sirviesen para defenderse en caso de ataque; veía películas policiacas con el fin de obtener información que pudiera ayudarle en esa situación (aunque no lo hacían); y paseaba de un lado a otro de la casa sin ningún sentido. Y llegó el temido cuarto día. Temido y a la vez ansiado, quería poner fin a aquella historia. Si seguía allí encerrado por más tiempo acabaría loco de atar.
Le tocaba llamar a Lucas y disculparse con él, no llegaría a comer y le estaba dando, de nuevo, un plantón. Menos mal que Lucas era un santo y le perdonaba todos sus desplantes. Aunque la realidad es que aquello no había sido culpa de ella. Llevaba toda la semana teniendo que quedarse hasta tarde en el trabajo y ni siquiera tenía clara la razón. Era la secretaria de un magnate del acero. Una gran empresa, un gran imperio y un tipo flacucho y blanquecino como cabeza pensante. Había que reconocerle su esfuerzo. Había sido capaz de levantar todo aquello de la nada… Llevaba trabajando para él desde hacía más de quince años y siempre había sabido que allí se cocían muchas más cosas que el acero. Pero en las últimas semanas… algo traía de cabeza a su jefe y su cuadrilla. Reuniones hasta las tantas de la madrugada, puertas cerradas a deshoras, visitas imprevistas…
Juan Estrada, que así se llamaba aquel hombre, siempre había confiado en Lina, desde el primer momento. Parecía que no hubiera secretos entre ellos. Incluso conflictos familiares de los que solía hacer partícipe a Lina, a quien consideraba una mujer con una mente brillante y una gran consejera. Con ella había tratado fusiones muy importantes, había confiado sus dudas o temores, había llorado junto a ella cuando su mujer falleció o cuando el gobierno decidió imponerle una sanción devastadora que casi le lleva a la ruina. Pero, estas últimas semanas apenas había hablado con ella, solamente pequeñas órdenes del día a día. La había mantenido al margen de todas las reuniones, ni siquiera le había pedido un café para las visitas extrañas que iban recibiendo cada día. Algo se cocía en aquel enorme edificio de acero y cristal y ella estaba al margen. Hasta que dejó de estarlo.
Aquel día Lina llamó a Lucas, le dijo que tenía que quedarse a trabajar hasta más tarde, no sabía cuánto más, pero iría directa a su casa y cenaban juntos. Lina tenía un apartamento en el centro, cerca de su trabajo, pero la mitad de sus cosas permanecían en la casa de sus padres, ambos ya fallecidos, en donde vivía Lucas. Este no se sorprendió ni lo más mínimo con la llamada de Lina, ya empezaba a parecerle extraño que ella saliera algún día a su hora. Le pareció buena idea lo de la cena y según colgó salió disparado al mercado a hacer algunas compras para preparar una apetitosa cena a su hermana. Ella lo merecía.
Lina continuó con sus tareas habituales. No tenía claro porqué tenía que quedarse allí, en realidad nadie la estaba necesitando para nada y podía sacar adelante su trabajo dentro de su horario. Pero no quería contravenir a su jefe. Él siempre la había tratado muy bien, y económicamente mejor. Tanto que podía permitirse un apartamento en una de las mejores zonas de la ciudad y a cinco minutos andando del trabajo, además de haberse podido comprar un maravilloso Jaguar F-Pace, con todo el equipamiento habido y por haber, que tan solo usaba para alguna escapada de fin de semana.
El reloj del ordenador marcaba las 18.30 cuando Estrada apareció en su despacho. Estaba más pálido que de costumbre. Allí plantado en la puerta, sujetándose en el marco y respirando de manera agitada le dijo que ya podía marcharse.
—Juan, ¿estás bien? —le preguntó mientras se levantaba de su silla y se acercaba a él.
—Sí, Lina, estoy bien. Estos días están siendo un poco difíciles, pero… no te preocupes. Estás haciendo un gran trabajo.
Lina se le quedó mirando con cara aturdida. ¿Gran trabajo?
—Gracias jefe, pero vamos, que estoy haciendo lo mismo de siempre.
—Bueno, Lina, tu presencia aquí es importante. Con eso basta y ya sabes que siempre te lo agradezco. Esta vez te lo agradeceré mucho más. Solo me he acercado para decirte que ya te puedes ir a casa. Descansa Lina y muchas gracias. Nos vemos mañana.
—Gracias Juan, descansa tú también.
El señor Estrada salió del despacho rumbo a una de las salas de reuniones en donde llevaba encerrado todo el día. Al salir se le cayó algo al suelo, un algo que Lina vio justo cuando iba a salir por la puerta porque lo pisó con su zapato. Lo recogió y miró. Era una tarjeta transparente, apenas visible. Llevaba impresas las letras MS en un color dorado y un código QR pequeño en uno de los lados. La guardó en su chaqueta, apagó las luces, cerró la puerta y se dirigió a la sala en donde estaba su jefe, con el ánimo de devolverle la extraña tarjeta. Mientras recorría el pasillo comenzó a nacerle en la memoria aquella serigrafía, trató de rebuscar en esta, recordar dónde la había visto antes, pero no parecía que la cabeza estuviera por la labor de ayudarle. Así es que le restó importancia.
Se acercó a la sala y golpeó con los nudillos. Había demasiado ruido dentro como para que la pudieran escuchar. Oía voces, pero apenas identificó la de su jefe y la de algún delegado de la empresa. Así es que optó por abrir la puerta a la vez que se llevaba la mano a la chaqueta con ánimo de sacar la tarjeta.
Su mirada se detuvo, petrificada al descubrir la espantosa escena que tenía frente a ella. La gran mesa de la sala de reuniones era un auténtico mostrador de carnicería. Pequeños restos humanos sobre un paño blanco manchado de sangre de los que apenas pudo distinguir una oreja y lo que creyó que podría ser alguna falange. Junto a estos, descansaban al menos otros seis o siete pedazos más. Tres hombres aparecían amordazados de pies a cabeza y ensangrentados al fondo de la sala y un tipo con cara de pocos amigos estaba en ese instante a punto de cortarle la lengua a uno de ellos. Juan Estrada corrió hacia ella a la vez que gritaba “márchate, Lina, márchate”. Lina era incapaz de reaccionar. Todas las miradas de la sala se habían puesto sobre ella. Entonces un tipo de más de setenta años, grande y con una barba blanca suficientemente larga como para pasar por Papá Noél, se levantó y gritó un “quieta ahí” que la dejó helada. A la vez su jefe insistía con su "márchate, márchate, vete". Lina no reaccionaba.
Entonces, el tipo que sostenía el cuchillo y la lengua del otro hombre, dejó lo que estaba haciendo y corrió en su dirección. Ella entendió que tenía que correr y lo intentó, pero ya era demasiado tarde. Aquel enorme hombre la cogió de un brazo y la atrajo hacia sí como si fuese una muñeca de trapo. Ella trató de zafarse, pero era imposible. La metió dentro de la sala y la llevó hacia una silla vacía. Ella temió que comenzase a formar parte de aquel despiece y se puso a chillar.
—Chilla lo que quieras, solo quedabas tú en el edificio. Nadie te va a escuchar. No deberías gastar tus energías en esto —le dijo el hombre barbudo.
Se sosegó, el hombre tenía razón, de nada iba a servirle. Su jefe la miraba con la cara desencajada, se llevaba las manos al rostro, se le veía afectado. Entonces llamó la atención del tipo de la barba y se retiraron a un rincón mientras el hombre grande le ataba las manos y los pies con cinta americana y le ponía un pedazo en la boca. Ella se revolvía, pero lo hacía porque entendía que era lo que debía hacer, tenía claro que aquello no le serviría de nada.
Observaba la escena de su jefe y veía los movimientos de asentimiento de ambos hombres. El barbudo llamó al gigante y le dijo algo al oído. Este a su vez gritó un par de nombres y les sacó fuera de la sala. Luego volvieron a entrar mientras ella permanecía sentada en una cuarta silla. No podía apartar la vista de Juan Estrada, ni este la podía apartar de ella. Vocalizó en silencio muchísimas veces “lo siento, lo siento”. Luego los tres hombres volvieron a entrar. Uno de ellos le colocó una especie de pasamontañas en la cabeza y se la cargó al hombro, como si fuese un saco de patatas. Lina intentó decir algo, preguntar dónde la llevaban, pero no podía decir nada. Al final, decidió aceptar su destino.
Conocía aquel lugar como la palma de su mano, así es que aún sin poder ver, sabía que se habían dirigido a los ascensores y por el tiempo transcurrido dedujo que bajaban al parking. Una vez aquí escuchó un coche arrancar y al momento estaba tendida dentro de lo que supuso sería el maletero, al más puro estilo peliculero. Sintió como el coche salía del parking y durante un buen rato era capaz de imaginar la trayectoria que estaban llevando, pero al cabo de un tiempo perdió completamente la orientación. ¿La estarían llevando a un bosque para matarla y tirarla por ahí? ¿a un edificio abandonado? Cuando por fin detuvieron el vehículo le temblaba todo el cuerpo, creyó que era el fin, que aquellos tipos iban a descuartizarla y tirarla en pedacitos por ahí. Pensó en sus padres, en su hermano, en sus escarceos amorosos y en Juan Estrada, sobre todo en Juan Estrada. Y le odió. Con todas sus fuerzas. El maletero se abrió y la sacaron de él, de nuevo en volandas. Después le quitaron el pasamontañas. La noche ya había caído prácticamente y apenas había luz en donde estaban. Solo las luces lejanas de un gran edificio iluminaban sus pasos. Uno de los dos tipos se le acercó al oído:
—¿Has visto lo que les estaba ocurriendo a esos hombres? Pues si no quieres que te ocurra la mismo quiero que camines sin dar guerra y que cuando te quite el precinto de la boca seas una buena chica. O si no… ya sabes, me haré un colgante con tu lengua, tus orejas, tus dedos…
Lina se estremeció, no le cabía ninguna duda de que cumplirían su amenaza. Decidió ser prudente. Le soltaron las ataduras de los pies y la sujetaron de las muñecas para ir caminando. Llegaron hasta una gran puerta de forja, excesivamente labrada, y esperaron pacientes a que se abrieran las hojas. Después cruzaron un sendero bordeado de lo que imaginó como verdes prados y un sinfín de arbustos, parterres de flores, y árboles bajo cuya sombra debía dar gusto estar en los meses de verano. Subieron siete peldaños para encontrarse con una puerta de madera enorme y tocaron un timbre situado en el lateral derecho. La puerta se abrió y un hombre vestido con bata de médico les saludó.
—Quítenle eso, por el amor de Dios —dijo al ver a Lina con la boca cubierta por la cinta.
—Gracias —dijo ella cuando se vio libre.
—Tú eres Lina, ¿verdad?
Ella asintió.
—Aquí estarás cuidada hasta que te recuperes Lina.
—Yo estoy perfectamente, no tengo nada de lo que recuperarme. Son estos...
Y dejó la frase a medias porque sintió algo frío, metálico y punzante en su espalda.
— Bien, bien, si estás perfectamente pues muchísimo mejor, tómate esto como un descanso, unas breves vacaciones.
— Ya sabe lo que ha dicho el jefe —dijo uno de los hombres que la habían llevado hasta allí. El hombre de la bata de médico asintió. Tomó a Lina del brazo y pasó dentro del edificio con ella, cerrando la puerta tras él.
—Te recomiendo que no hagas ninguna tontería. Aquí tenemos tipos como esos en cada esquina. Lo mejor es que estés tranquila, nos dejes trabajar, te relajes y disfrutes del lugar. Te gustará, estoy seguro. Si haces tonterías solo conseguirás empeorar las cosas.
—¿Dónde estoy? ¿Es un hospital? —preguntó Lina dirigiendo un gesto hacia la bata.
—Es un centro psiquiátrico. Aquí tratamos a personas como tú, que no saben qué les pasa o qué les ha pasado para sentirse como sienten, o que han desarrollado paranoias como te ocurre a ti, Lina querida.
—¿Paranoias? ¿yo? Yo no… —y volvió a ser interrumpida.
—Bueno, lo que te ocurre es normal. Pero dejemos esto ahora, es momento de descansar. Tu habitación ya está preparada y es una de las mejores, tiene unas vistas maravillosas, te encantará y mañana podremos hablar de tu situación.
Lina no daba crédito, la habían llevado a un psiquiátrico… Todo había ocurrido en un visto y no visto. Y, ahora ¿qué? Se preguntó.
Un celador corpulento la llevó hasta una amplia habitación. La verdad es que el lugar más que un psiquiátrico parecía un hotel con bastante nivel. Sin muchas indicaciones, la dejó en su habitación y antes de cerrar la puerta le dijo que a las siete vendrían a despertarla para la medicación y el desayuno. Se tumbó en la cama, no creía que pudiese quedarse dormida. Las imágenes de lo que había visto la tenían conmocionada. No paraba de ver aquella oreja desmembrada o al tipo con la lengua entre sus dedos y el cuchillo preparado para cortarla. Pero el cansancio de las emociones vividas no le dio mucha tregua y la dejó dormir acompañada de todas las pesadillas imaginables.
No sabía qué hora era cuando sus ojos se abrieron de par en par con el recuerdo de aquellas letras doradas en su memoria. Recordaba haberlas visto en un correo electrónico extraño. MS. Mechanical Space era el nombre de una empresa que servía de tapadera para contratar a hombres que conseguían cobrar deudas, echar a personas de domicilios, y otra serie de cosas a través de amenazas y, al parecer y después de lo visto en la sala de conferencias, otras artimañas más dolorosas. Pero ¿por qué? Trató de hacer memoria, imaginar aquel email, pero no encontraba nada que le diese una pista.
Se sentía casi como una más de aquel lugar, adormilada la mayor parte del día debido a la medicación que le administraban de manera forzosa (inyectada tras haberse negado a tragarla) dos veces al día. Solo por la noche parecía despejarse un poco y tener las ideas un poco más nítidas, pero el sueño solía apoderarse de ella poco después de meterse en la cama. Los días transcurrían en terapias que para ella eran absurdas, pero entendía que a muchos de los que allí estaban les hacían bien. Podía salir al jardín tantas veces como quisiera, siempre y cuando respetase los horarios de actividades fijados. Eso la permitía evadirse de la situación, dejar de escuchar historias lamentables, de oír gritos dolorosos.
Un día, paseaba por uno de los jardines, sin mayor intención que la de pasear y gastar las horas del día. Ya hacía un par de días que había dejado de darle vueltas al asunto y como mucho le dedicaba los diez minutos previos a quedarse dormida. Entonces se le acercó una mujer con el pelo a media melena. Era una mujer grande. Se sentó en un banco junto a ella.
—En la calle D´Amanzo, en el número 25, hay escondida bajo tierra, junto a un gran árbol, una caja metálica. Encuéntrala, guarda esa tarjeta que tienes, y escóndela en el fin del mundo. Por nada del mundo puedes dejar que ellos la encuentren.
Sorprendida miró a la mujer que acto seguido se levantó y se fue por el camino que conducía al edificio. Supuso que sería una paranoica de las muchas que habría allí dentro. No le dio mayor importancia hasta que cayó en la cuenta del comentario de “guarda esa tarjeta que tienes”. Volvió a su cuarto y abrió el armario en donde se encontraba su ropa, con la que había llegado. Al llegar le dieron un par de pijamas y un par de chándal de color azul, uno con capucha y otro sin ella y dejó su ropa allí guardada. Sacó de la chaqueta la tarjeta transparente. La volvió a mirar. Le habían quitado el móvil por lo que no podía ver qué era aquel código QR. La volvió a guardar. Tenía que encontrar a aquella mujer. Y tenia que conseguir que dejasen de inyectarle lo que le estaban inyectando. Lo consiguió sin demasiado esfuerzo, tras prometer que se tomaría la medicación.
Al día siguiente volvió a sentarse en el mismo banco que el día de antes. Esperó paciente a ver si aparecía aquella mujer y al cabo de un rato esta se sentó junto a ella.
—¿Quién eres?
—No es importante. Intenta que no te droguen, busca la manera de salir de aquí. En un par de días será más fácil. Hay una fiesta en el otro edificio, parte de la seguridad estará allí. Es tu oportunidad para salir de aquí. Estás en el primer piso. Sal por la ventana, si te caes, mala suerte. Procura no hacerlo y cruzar el jardín. Ve hasta aquel matorral y sube la valla, te encontrarás con una alambrera. Es la única parte en donde se ha destensado. Te costará menos salir por ahí. Luego ve a la dirección que te dije. Busca la caja metálica y llévatela. Escóndela.
— De acuerdo.
Las pastillas se las tenía que tomar sí o sí, pero acto seguido volvía a su habitación, metía los dedos en su garganta y vomitaba las pastillas y el desayuno o la comida. Se empezó a encontrar más lúcida al cabo de pocas horas. Sus paseos comenzaron a servirle para observar el terreno y ver cuál era la mejor manera de escapar. Empezó a fijarse en los lugares en donde estaban los guardias de seguridad, en la altura desde su habitación hasta el suelo, en la dirección que tenía que tomar si no quería romperse algún hueso o la cabeza en caso de caerse desde esa altura. Y llegó el día.
Cuando los seguratas quisieron darse cuenta ella había logrado avanzar prácticamente todo el tramo que la separaba de la reja. Había logrado empezar a trepar mientras los otros encendían una alarma y daban la voz de aviso. No eran demasiados, pues tal y como había dicho la mujer de la media melena, muchos se encontraban en la fiesta del edificio colindante. Alcanzar la zona de la alambrera no había sido difícil, pero saltar esta última complicó todo más de la cuenta, con su consiguiente accidente con una de las púas. El dolor fue terrible y le hizo perder el equilibrio cayendo, inevitablemente, hacia el exterior de la finca. Afortunadamente, un parterre recién sembrado y mullido por la tierra y el sustrato suavizaron la caída. Cuando logró ponerse en pie, dolorida, vio cómo los otros bajaban corriendo por la pendiente hacia donde ella estaba. Se incorporó y la adrenalina hizo el resto. Como si no se hubiese herido, corrió y corrió hacia el fondo de la calle tratando de cruzar de manera transversal dirigiéndose hacia una zona de árboles frondosos.
Era de noche y aunque aquello dificultaría su escapada, lograría pasar más desapercibida. Se metió en la zona arbolada y continuó corriendo. Escuchaba las voces y las carreras de los otros y un vehículo a toda marcha. Les oía decir que no podía estar muy lejos, que sabían que estaba herida y que no podría correr demasiado. Pero estaban equivocados, aquel dolor solo la ayudaba a mantenerse más despejada, a que la adrenalina inundase su cuerpo. Encontró un lugar que consideró más o menos seguro. Se limitó a tirarse en el suelo, pegada a un árbol y a esperar a que ellos siguieran recorriendo el camino y los perdiese de vista. Durante lo que se le antojó un larguísimo tiempo, anduvieron alrededor suyo, buscándola. Finalmente, uno de ellos decidió proseguir por las calles de los alrededores y dio la orden al resto de continuar por otro lugar. Por fin pudo soltar el aire contenido en los pulmones y en su boca. No tenía ni idea de dónde estaba. Pero recordaba haber sentido cómo el coche ascendía una empinada rampa hasta llegar al edificio en el que se había detenido. Observó desde su posición el lugar y encontró la rampa. Debía llegar hasta ella, pero temía que aquellos hombres aún estuviesen cerca. El coche había desaparecido hacía un rato. Uno de los guardias de seguridad se encontraba en la puerta del edificio cuando ella se fue aproximando para encontrar la rampa que la llevaría a alguna parte, aunque no supiese a cuál. Se acercó lo más sigilosamente que pudo y esquivó pasar por delante, atravesando un pequeño patio de una vivienda. Estaba convencida de que aquel hombre no la había visto y cuando se sintió lo suficientemente lejos comenzó a correr.
La colina en la que se encontraba le permitió ubicarse relativamente en el mapa. Sabía que tenía que regresar a la ciudad, y que esta no podía estar demasiado lejos por el tiempo que había pasado en el maletero del coche. Antes de comenzar a descender pudo ver las luces de la población brillando bajo sus pies. Estaba cerca, otra cosa sería encontrar el lugar que aquella mujer le había dicho. Bajó a la carrera, tratando de prestar atención a todos los ruidos que la rodeaban. La noche había convertido la ciudad en silencio y sus pasos se le antojaban excesivamente ruidosos. Corrió siguiendo la carretera en dirección a las luces. Cuando apenas le quedaban unos metros para llegar a una intersección su corazón se encabritó más aún al ver a dos de los guardias corriendo en dirección a ella. No sabía si la habían visto o no. Se salió de la carretera hacia el margen derecho y se tiró sin miramientos entre la maleza que aparecía en la cuneta. Los gritos y comentarios de los otros dos le atravesaron la cabeza. Entonces les escuchó hablar, al pasar junto a ella. Decían que era imposible haberla perdido, que tendrían problemas, que lo mejor era dar un aviso y que salieran un par de coches, pero lo que de verdad le dejó aterrorizada fue el comentario que escuchó de uno de ellos al coger el teléfono que acababa de sonarle.
—¿Qué caja metálica? —dijo con voz de sorpresa —¿Tenemos la dirección? —su interlocutor debió de decirle algo —De acuerdo, mandamos un par de coches para allá, seguro que damos con ella y esa puta caja. —un nuevo silencio— sí, sí, en el barrio Chico, donde las casonas, está claro. No tardaremos en llegar, se encuentra aquí al lado. —y se acabó la conversación.
Cierto que le aterrorizó que esos hombres supiesen cuál era su misión y que fuesen hacia el mismo lugar al que debía de ir ella, pero aquella conversación también le sirvió para ubicarse. No conocía mucho aquel barrio, el barrio Chico, que precisamente podía definirse de cualquier cosa menos de chico. Era un barrio de un alto nivel económico, probablemente el más alto de la provincia. Los edificios que allí se albergaban eran ostentosos, muestras de un poder económico que pocos en el resto de la provincia tenían. Sabía dónde se encontraba y tenía la dirección, algo que al parecer ellos no. Solo que ella no tenía manera de buscarla y a aquellas horas era complicado encontrar a alguien a quién preguntarle. Esperó agazapada hasta que los hombres se alejaron los suficiente. Después, lentamente, recuperó su marcha dirección a la ciudad. En la intersección giró hacia la derecha y continuó a la carrera durante un par de kilómetros. En momentos como aquel se alegraba de ser una buena deportista, de no ser así, ya habría desfallecido. Una placa en el centro de una rotonda le informaba de que se encontraba en el barrio Chico, aunque la inscripción era más elegante y denominaba a aquel barrio como Barrio de Ortega y Gasset. Buscó un lugar para esconderse entre unos cubos de basura, necesitaba escuchar los ruidos a su alrededor y sus pisadas fervientes se lo impedían. Cuando se aseguró de estar sola continuó dirigiéndose hacia una esquina en donde un imponente cartel mostraba un mapa con las calles de aquella zona. No tardó en encontrar la dirección que necesitaba: calle D´Amanzo.
Volvió a correr, tenía que llegar antes que aquellos tipos y sabía que no tardarían. Cruzó varias calles adentrándose en la urbanización y justo cuando estaba a punto de alcanzar el número 25 de su destino escuchó un coche furioso aproximándose. Corrió hasta llegar a la parcela indicada. Se trataba de una pequeña iglesia construida en hormigón con una línea modernista que chocaba con la idea que cualquiera tenía de un lugar de culto. La única indicación de que se trataba de una iglesia era la cruz que presidía la entrada. Una enorme cruz en madera de roble, sin ningún tipo de adorno. Cruzó el corto sendero y se dirigió al jardín que la rodeaba. Debía buscar un gran árbol, tal y como le había indicado la extraña mujer del psiquiátrico. ¿Cuál era la consideración de gran árbol? Allí había muchos árboles y arbustos, pero no encontraba ninguno que destacase, al menos hasta que llegó a la parte trasera en donde un pequeño cementerio colindaba con la iglesia. Un espectacular árbol, con grandes y largas ramas, que parecía custodiar las almas de los que allí yacían.
Se acercó silenciosa, sin dejar de escuchar el run run de un motor a lo lejos. Dio una vuelta alrededor del tronco, buscando tierra movida o alguna señal que le sirviese para comenzar a cavar con sus manos. Una piedra de granito llamó su atención, no encontraba sentido a su ubicación y eso la hizo pensar que ese sería el lugar. Se puso de rodillas y comenzó a mover la tierra con las manos. No tardó demasiado en tocar algo que no era tierra. Por fin sacó el objeto. Una pequeña caja metálica de color negro, con una cerradura. ¡La tenía! Se sintió aliviada. Por un momento había conseguido tranquilizarse, la adrenalina había descendido sus niveles y el dolor en la pierna comenzó a hacerse más tangible. Se llevó la mano a la pierna, sintió su pantalón empapado, el calor de la herida le indicaba que esta continuaba sangrando. Sabía que no era algo grave a pesar del dolor, pero no podía dejar que sangrase sin descanso. Trató de pensar en una solución justo en el momento que el sonido de un coche y una frenada le paralizaron el corazón. Las luces del vehículo le indicaron la posición. Estaban delante de la puerta de la iglesia. Debía correr. Miró hacia el cementerio y observó al fondo, iluminado por un par de farolas, un pórtico. Tapó rápidamente el agujero y dejó la piedra en su lugar. Se levantó y comenzó a correr. Escuchó las puertas del coche cerrarse de golpe y las voces de varios hombres. Estaban demasiado cerca de ella. La pierna le dolía, pero trató de centrarse en lo importante. Su nueva dirección: la casa de su hermano. Allí estaría a salvo y podría pensar en el lugar adecuado para esconder aquella maldita caja. ¿Qué contendría que era tan importante?
Lucas seguía esperando la llegada de Lina, estaba impaciente, excitado, asustado, quería escuchar explicaciones, ¿a qué venía todo aquel lío? ¿por qué peligraban sus vidas? Imaginaba a su hermana encerrada en un psiquiátrico y no daba crédito. La imagen de ella vestida con un pijama blanco, maniatada, en una habitación cuyas paredes estaban acolchadas para evitar que los enfermos se pudieran dañar. Parpadeó un par de veces para eliminar aquella imagen de película, pero la que le siguió no era mucho mejor: una Lina tumbada en una camilla con el rostro desencajado, un casco en su cabeza repleto de cables y su cuerpo levitando sobre la cama debido a las descargas.
Tomó otro trago de whisky. Se estaba comenzando a desesperar.
Lina llegó al arco del final del cementerio. Una puerta de forja flanqueaba la entrada. Buscó un lugar por el que saltar el muro y encontró factible hacerlo por un lateral. Escuchaba cada vez más cerca las voces de los hombres que se habían apeado del coche. Hablaban de la posibilidad de que aquel fuera el lugar, mencionaron las pisadas en la grava de la entrada y terminaron con un "debe de estar por aquí" y un "no andará muy lejos".
Se dividieron para buscarla y podía sentir casi el aliento de alguno de ellos tras su nuca. Saltó al otro lado y el ruido fue el que la delató. Las voces de alarma no tardaron en llegar a sus oídos. “Está aquí, está aquí, creo que acaba de saltar”, bramaba uno de ellos. Enseguida escuchó que los pasos lentos se convertían en pasos apresurados. Una linterna marcaba la dirección por la que ellos estaban. Se incorporó del suelo tras el salto y comenzó a correr calle adelante, sin un rumbo fijo. No tenía claro a qué lugar de la ciudad terminaría saliendo, pero en ese instante todo era cuestión de poner un buen espacio de por medio. Quizá si lograba encontrar una estación de metro podría dirigirse más rápidamente hacia la casa de su hermano y sortear a aquellos tipos. Escuchó los pies de uno de ellos golpeando contra el asfalto, había saltado hacia la misma calle y comenzó a correr en dirección a ella. Se sentía agotada, pero sabía que no podía parar, ya no podía parar. Sujetó fuertemente la caja metálica contra su cuerpo y ordenó a su cerebro que mandase toda la energía a sus piernas. Tenía que darles esquinazo, no podía dirigirles hasta la casa de su hermano, de ninguna manera.
El tipo corría detrás, pero su volumen hacía que fuese bastante más lento que ella. Escuchó un coche, estaba perdida. Abandonó la calle por la primera perpendicular que encontró, debía callejear, despistarles, meterse por lugares de difícil acceso. Ella era pequeña, rápida y hábil, eso le daba cierta ventaja. Pero si la cogían… estaba perdida.
Durante bastante tiempo estuvo escuchando los pasos que la seguían y el ruido de un vehículo a cierta distancia. Había conseguido salir de aquel barrio y adentrarse en la ciudad, aquello facilitaba un poco las cosas. Pequeñas calles, muchos giros y más lugares en los que esconderse. En un momento dado dejó de escuchar al hombre que la seguía y por unos segundos se sintió a salvo, pero no estaba segura, así es que siguió corriendo. Le dolía la nariz de inhalar aire y le abrasaban los pulmones, necesitaba descansar. La herida de la pierna no molestaba demasiado, aunque sentía una fuerte quemazón. Siguió corriendo y se metió por una nueva calle, estaba en una zona muy pobre de la ciudad por lo poco que iba observando. La calle resultó ser un callejón sin salida, repleto de cubos de basura y ropa tendida en las diferentes ventanas de los dos edificios que la protegían. No tenía salida por allí, así es que decidió que había llegado el momento de parar y esconderse y escuchar.
El sonido de golpes presurosos contra la puerta le sacaron de su ensimismamiento. Se sobresaltó. Se acercó a la ventana de la cocina tratando de vislumbrar algo a través de los diminutos agujeros rectangulares. Nada. Los golpes insistían, procedían de la puerta de la entrada. ¿Y si era Lina? Se acercó lentamente, en sigilo, acercando su ojo a la mirilla. Cayó en la cuenta de que a pesar de que llevaba 4 días imaginando una situación similar, preparando un arsenal, se había ido hasta allí sin ni siquiera un mísero cuchillo. Le costaba mirar a través del agujero acristalado de la puerta, una silla puesta contra el picaporte le impedía el paso.
—Lucas, abre, joder, abre — escuchó decir. Sin duda alguna era su hermana. Apenas veía nada a través de la mirilla.
—Voy, voy —y acto seguido abrió la puerta, quitando la silla, quitando la cadenilla, girando la llave, bajando el picaporte.
Ella entró como una exhalación, directa al salón y se dejó caer como si fuese un trapo en uno de los sillones. Comenzó a lamentarse mientras se llevaba la mano a la pierna. Estaba claro que lo que fuese que le pasaba le dolía. Estaba herida.
—Pero ¿qué te ha pasado? —le preguntó mientras volvía al salón tras asegurar el cierre de la puerta de nuevo.
—No hay tiempo para explicaciones Lucas, tráeme algo para curarme, necesito curar la herida. Por favor.
— Claro— respondió mientras iba raudo al botiquín que tenía en el cuarto de baño de la planta de arriba.
Al cabo de un momento volvió junto a su hermana con un montón de cosas en los brazos. Lina se puso de pie, se desató el torniquete y soltó un suspiro al sentir de nuevo su pierna libre, se bajó el pantalón que estaba adherido a la piel debido a la sangre, por diversos sitios. Tomó gasas y agua oxigenada del botiquín que había llevado su hermano. Apretó los dientes, aquello escocía. Aguanta, se dijo. Tras curarse volvió a subirse el pantalón. Lucas la miraba sin decir nada. Cuando terminó fue ella la que inició la conversación.
—Tenemos que esconder esta caja, es cuestión de vida o muerte.
—Lo sé, pero ¿qué hay en esa caja?
—No lo sé, no tengo ni idea, pero es suficientemente importante como para que varios gorilas me hayan estado persiguiendo toda la noche por la ciudad. Ni siquiera estoy segura de haberles dado esquinazo —según dijo aquella frase, notó como a su hermano le entraban escalofríos al escucharla.
—Podríamos llevarla a la finca de los padres en Sauteri. Allí nadie la encontraría, ni siquiera está registrada a nombre nuestro.
—Sí, podría ser un buen lugar, aunque no sé si quiero que esto esté relacionado de cualquier manera con nuestra familia. Lucas… esto está complicado. Ellos saben que la tengo, voy a tener que desaparecer del mapa.
Los ojos de su hermano se hicieron más grandes de lo habitual.
—¿Desaparecer? ¿Cómo que desaparecer? Basta con que escondamos la caja en un buen lugar.
—No, no basta. Lucas… he visto cosas horribles, ellos lo saben… no me van a dejar libre, podría ir a la policía y contar lo que he visto.
—Pero ¿qué has visto? ¿qué es lo que ha pasado? ¿todo esto es por tu trabajo? ¿algún ligue de esos tuyos locos?
—No hay tiempo para explicártelo, tenemos que movernos, ir a donde sea que vayamos y esconderla. Luego yo tomaré un vuelo a cualquier parte y me marcharé durante una temporada. Tengo que hacerlo.
—No me jodas, Lina. ¿Piensas dejarme aquí solo? Me quedaré más solo que la una.
—Más solo te quedarás si estos tíos me encuentran. Les he visto mutilar a tres personas ¿lo entiendes ahora? Están todos en el ajo, mi jefe, los consejeros de la empresa… ¿crees que me van a dejar irme de rositas?
Lucas asintió, como aceptando el destino irremediablemente terrible que se avecinaba.
—Voy a preparar una bolsa, con lo imprescindible, saldremos a esconder la mierda esta y me acercas al aeropuerto. ¿De acuerdo?
Lucas asintió. Lina subió escaleras arriba a su habitación. La caja metálica permanecía en la mesa del salón. Lucas daba vueltas imaginando qué contendría. Mientras escuchaba el ir y venir de Lina en la planta de arriba, tomó la caja y la movió a fin de escuchar el sonido que hacía su contenido. Nada. Un ligero sonido, apenas perceptible. ¿Qué había ahí dentro que era importante esconder? ¿por qué Lina no la había tratado de abrir?
Miró los cuchillos que tenía dispuestos en la encimera, tenía uno fino, muy afilado, de cortar filetes, de los que le gustaban a su padre cuando hacía matanza. Lo cogió y lo acercó a la cerradura, trató de forzarla con él, pero fue en vano.
Lina bajó al cabo de un rato mientras él daba vueltas y más vueltas a aquella cerradura.
—¿Qué intentas?
—Abrirla o ¿es que no tienes curiosidad por saber qué hay dentro?
—Me da igual lo que haya dentro. Me ha metido en un lío toda esta mierda.
—Pues ya que es tan importante… a mí me gustaría saber qué hay.
Lina se acercó. Miró la caja, se fue dirección al cuarto de baño y volvió con una horquilla en la mano.
—Anda, quita —le dijo mientras echaba mano a la caja. Con la horquilla desbloqueó el cierre y la caja se abrió.
El ruido de un coche hizo que Lina y Lucas dejasen de contemplar como piedras el contenido de la caja que habían dejado esparcido por la encimera. Lucas corrió a la ventana de la cocina y se asomó de nuevo por los huecos de la persiana. Las luces de un coche parado enfrente le pusieron en tensión. Volvió hacia donde estaba Lina.
—Te han encontrado, creo.
Lina se acercó a la mirilla de la puerta principal y observó a dos tipos saliendo del coche. Eran los hombres que la habían perseguido. No podía creerse que estuvieran allí. Estaba claro que habían indagado sobre su familia, a ella desde luego no la habían podido seguir hasta allí, estaba completamente segura. No tardaron en llegar golpes en la puerta para que la abriesen acompañados de la clásica frase de “abrir, sabemos que estáis ahí”.
Lina y Lucas se miraron. Lucas tomó un cuchillo grande de la encimera. Lina metió todo el contenido de la caja en su sitio y la volvió a cerrar, aunque sin echar la llave.
—Salgamos por detrás.
—Nos cogerán Lina, yo no puedo correr y tú estás herida.
Lina empezó a ser consciente que más que su pierna era su hermano el que ralentizaría su escapatoria, sería él el que haría que los cogiesen. No podía exigirle nada. ¿Y si se marchaba sola? ¿le harían algo a él? ¿y si entregaba la caja le harían algo a ella? Estaba segura de que sí la pillaban la matarían. Había visto demasiado, más de la cuenta. ¿Era su jefe el que había orquestado todo esto? ¿Quería él verla muerta?
Para cuando su cerebro intentó reaccionar un golpe en la puerta trasera la sacó de dudas. Allí estaba él, un tipo enorme, apuntándoles con una pistola.
—Abrir la puerta. Tú, gordo, ve a abrir y no hagas ninguna tontería. Tú, ven aquí o me cargo a tu hermanito del alma de un solo disparo.
Lina entendió que cumplirían la amenaza, así es que obediente se dirigió hacia donde él estaba marcando.
—Ponte de rodillas y deja la caja aquí —dijo señalando con el pie cerca de donde él estaba. Lina obedeció mientras Lucas retiraba la silla que bloqueaba la entrada principal y retiraba la cadenilla y abría la puerta. Otro tipo armado con una pistola apareció frente a él. Lucas no era pequeño, pero este le sacaba al menos un par de cabezas y lo que en él era grande de pura grasa en el otro era de puro músculo. No tenía nada que hacer.
—Ponte ahí, junto a ella.
Lucas se puso de rodillas junto a Lina. Uno de los tipos sacó un rollo de cinta negra y los ató juntos.
—Si gritáis, pum. Si tratáis de escapar, pum, ¿está claro?
Ambos asintieron.
El otro se agachó y recogió la caja metálica. Sacó de su chaqueta un móvil y llamó a alguien.
—Ya la tenemos —dijo y espero instrucciones. —Sí, sí, está abierta, han debido de forzar la cerradura. Sí, seguramente han visto el contenido, claro.
—No, no hemos visto nada, solo la he abierto y justo habéis aparecido vosotros —dijo Lina a fin de enmendar la situación, una intentona que sabía que era en balde.
El tipo colgó el teléfono.
—Mala suerte —dijo y acto seguido le hizo un gesto a su compañero. Este se acercó un poco más a donde Lina y Lucas estaban y en cuestión de unos segundos les rebanó a los dos la garganta. La sangre comenzó a inundar el suelo de la cocina. Los dos cuerpos se sostenían gracias al apoyo del otro.
Ricardo tomó la caja metálica y la llevó a la encimera de la cocina. Sin ningún esfuerzo abrió la tapa para ver qué era lo que había en su interior. Pensaba que algo muy importante debía de encontrarse allí escondido ya que les había costado la vida a aquella mujer y a su hermano, dos personas que se habían encontrado con una situación sin buscarla.
Jorge se acercó por detrás justo cuando Ricardo abría la caja.
Ambos abrieron los ojos de par en par al unísono. En su interior, un documento constataba una lista de cien nombres. Junto a ellos la fecha en la que habían sido asesinados. Abajo el nombre de Juan Estrada. Una tarjeta transparente con dos letras doradas serigrafiadas acompañaba el documento. ¿Por qué Juan Estrada no había quemado aquel documento? ¿Qué valor real tenía? Apunto estaban de cerrar la caja cuando Ricardo se dio cuenta de que había un doble fondo. Con la ayuda de uno de los cuchillos de Lucas, levantaron la solapa y encontraron bajo ella, cubiertos de plástico dos ojos humanos, un par de orejas, una lengua y varios dedos. Debían de llevar tiempo allí dentro por su aspecto y su olor. Debajo de todos ellos figuraba un nombre: MS. MS eran las siglas de la empresa para la que ambos trabajaban. Pero Jorge puso los ojos en blanco al caer en la cuenta: Marcos Santibañez, el nombre del propietario de MS, un hombre que había desaparecido de un día para otro sin dejar rastro. Ese era el gran secreto, y aquellas las diferentes partes de su rostro. Aquella caja acusaba diréctamente a Juan Estrada del asesinato de 100 personas y entre ellas del propietario de MS, un tipo que había sido muy relevante no solo en el mundo de los negocios, también en la política.
Se miraron, guardaron todo de nuevo en el interior de la caja. Y salieron de allí haciendo el menor ruido posible. Solo volvieron la vista atrás para mirar los sanguinolentos cuerpos de Lucas y Lina en medio de la cocina.
—Es lo que tiene estar en el momento inadecuado a la hora inadecuada —dijo Ricardo cuando se subía al coche.
—Ya te digo —aseveró Jorge.