De la mano
21 de septiembre de 2021El camino sigue
9 de octubre de 2021Tiempo
—Con el tiempo, te terminarás acostumbrando, hombre, ya lo verás.
Escuché aquella frase hace más de seis años, los que llevo aquí.
Al principio fue muy duro, tardé meses en acostumbrarme a aquella soledad, una soledad rodeada de nubes negras o brillantes estrellas de número incontable.
Después, poco a poco, el tiempo se convirtió en algo intangible, sin importancia, carente de sentido. Mis días eran las noches de los demás y mis noches largas horas de vigilia. Perdí el respeto por los horarios normales y me dejé ganar por el reloj biológico para las necesidades más básicas de mi cuerpo. Comía cuando tenía hambre, sin importarme si era turno del almuerzo, el desayuno, una merienda o la cena.
Al cuarto mes, tiré mi reloj y, al quinto, preparé una pequeña fogata gestada con las páginas de un calendario en el que había ido tachando el paso de mis días aquí.
Cristóbal
Desde que llegué, mi único contacto con otro ser humano era cada viernes con un tal Cristóbal. Un tipo huraño, imberbe, que vivía en pleno bosque, a las afueras de Diez Ciudades, y a quien le habían encomendado la tarea de hacerme la compra y llevármela hasta aquel culo del mundo.
Apenas le vi los viernes de los dos primeros meses. Las primeras ocasiones esperaba ansioso su llegada, no tanto por los manjares que pudiera traerme —que pronto descubrí que no había ninguno—, sino por la posibilidad de entablar conversación con alguien.
Yo estaba allí, sin cobertura en el móvil y sin nadie con quién hablar.
Un inciso, ahora que digo esto, tampoco tenía a quien llamar... Mi mujer me había dejado poco antes de venirme para acá, que aceptase aquel trabajo fue, según sus propias palabras, la gota que colmó el vaso, pero... A ver... Tampoco tenía muchas más opciones. No tuvimos descendencia, algo que ella siempre achacó a mi evidente, según ella de nuevo, problema de esterilidad —ni ella era médico ni yo me había hecho ninguna prueba...—. Como decía, no tuve hijos ni hijas, por lo que tampoco a aquellos les hubiera podido llamar. Y familia... Familia me quedaba poca y sin trato. De cualquier manera, tampoco había cobertura. Así que, cuando supe que Cristóbal vendría el viernes, me alegré. No se me olvidará aquel primer encuentro.
Era por la tarde, me había levantado no hacía mucho de la cama —por entonces dormía una media de 6 o 7 horas—. Entonces, salí a buscarlo y le vi con aquel rostro sombrío, desganado, más bien molesto por la tarea que le tocaba realizar. Cargó la comida en unas cajas y estas en un carro y avanzó hasta la escalinata mientras yo, desde mi silla —por cierto, no puedo caminar, tengo una minusvalía provocada por un accidente de tráfico hace muchos años—, le observaba aún risueño.
—Usted debe ser Cristóbal. Muchas gracias por traerme la comida, ya ve que yo así... —. Y, antes de que terminara la frase, me respondió con un "grgr" y levantó la cabeza a modo de saludo. Acercó la compra a un cuarto en donde tenía una pequeña cocina y una nevera. Colocó la comida y se marchó por dónde había venido, soltando un nuevo "grgr" —a modo de despedida, deduje— cuando pasó junto a mí.
Pues adiós hombre, adiós.
Volví a intentarlo durante unos ocho viernes más, con el mismo éxito, hasta que mermó mis ganas y dejé de salir a esperarlo, por lo que me cruzaba apenas unos minutos con él en el cuarto mientras cargaba la nevera.
El observatorio
A partir de aquella época, comencé a alargar mis horas de sueño. Me acostaba a las 8 o 9 de la mañana y me levantaba a las 7, con el tiempo justo de asearme —al menos al principio lo hacía diariamente—, preparar alguna cosa de comer y colocarme en posición para iniciar mi labor de vigilante del observatorio de Diez Ciudades. Un observatorio abandonado por los científicos hacía muchos años, pero que mantenía a un vigilante nocturno por si en algún momento hacía falta echar un ojo por aquellos espectaculares telescopios. Nunca entendí aquella extrañeza y nunca tuve a quien preguntar.
El Observatorio no vivía sus mejores momentos. Era una ruina, en realidad. Cuando lo construyeron allá por los años 40 o 50, según tengo entendido, maravilló a cuantos lo visitaron. Un edificio alto, que simulaba un faro costero y que tenía un edificio anexado en forma piramidal. Por fuera, la pizarra, piedra autóctona de la zona, le daba elegancia y unos fulgores especiales cuando la luz del sol incidía sobre sus paredes. Una gran escalinata llegaba hasta la pirámide y surgía desde un camino embaldosado que llevaba hasta una carretera. El acceso al edificio se había contemplado como un bonito paseo para las familias o los turistas que quisieran acercarse hasta allí. Se plantaron árboles, se pusieron farolas, se hicieron aceras... Ahora todo se veía arrasado por malas hierbas, por raíces de árboles que habían decidido invadirlo todo. Las baldosas, que un día dieron aspecto de firmeza a aquel suelo, estaban rotas, levantadas, quebradas por el hielo y el frío de los duros inviernos. La cara amable del edificio se veía oxidada a causa de las piezas metálicas que habían ido sosteniendo las láminas de pizarra. El tiempo había pasado, muchos años y mucho abandono. Eso era lo que quedaba.
Por dentro, la elegancia inicial, la modernidad de aquel entonces, daba ahora paso a grietas, paredes con humedades, pinturas desconchadas, olor a frío y moho. La zona principal del edificio, la parte de la pirámide, en donde se encontraban tres de los cinco grandes telescopios, no había vuelto a ser visitada por nadie más que por mí. Que de tanto en tanto, cada vez con menos premura, menos ganas y más tiempo entre una vez y la siguiente, quitaba un poco el polvo o barría el suelo. Alguna noche, de esas en las que el cielo se riega con ese polvo de asteroides que cruza la atmósfera y nos fascina con su brillantez, me acerco a la sala y pongo en marcha uno de esos ojos gigantes y me embeleso allí, observando. Esta sala y un pequeño despacho anexo al fondo, son mi lugar de trabajo. Gravito de uno al otro, deslizándome con mi silla sin un pensamiento determinado, solo el de cumplir con mi tarea: estar pendiente por si alguien me necesitase desde alguna parte del mundo.
La zona del faro es la que me habilitaron como vivienda. Un cuarto de baño con una ducha y una sala en la que conviven una cama de 90, una nevera, cuatro muebles de cocina, un sofá, una pequeña mesa y una silla. Mi ropa cabe en un pequeño armario ubicado al fondo de la sala. Este es el espacio en el que duermo, como y cago. Tampoco es que pueda hacer mucho más. Así que, con lo que hay, es suficiente. Hay otra estantería, quizá mi favorita, repleta de libros sobre astronomía y algunas novelas que ha ido trayendo el simpático de Cristóbal cuando le he pedido algo de lectura. Si me desvelo en mis mañanas, tomo un libro, cualquiera de ellos, y en veinte minutos los ojos se me han cerrado y me disperso en el mundo de los sueños.
Fantasmas
La vida no ha sido fácil, ni difícil tampoco. No sabría ni siquiera como llamar a esto. Aquí solo, durante seis años, según tengo entendido —me lo confirmó un día Cristóbal porque yo ya había perdido la cuenta—, no sé si puede llamarse vida o qué. Me acostumbré a vivir sin la presencia de nadie más, solo la mía. Me acostumbré a escuchar a mis fantasmas, sobre todo durante el primer año. Me angustiaban aquellas conversaciones conmigo mismo, tendido en la cama. El eco de una vida anterior, por la que había transitado sin darle mayor importancia, me pasaba factura. Fantasmas que me recordaban lo que un día tuve y nunca más volvería a tener. Fantasmas que me visitaron para culparme de mi propia dolencia, de mi propio traumatismo y de la desesperación de aquella familia a la que dejé sin hijo por causa de una enfermedad patética y grotesca que padecí y de la que ahora ya estoy curado —sin más remedio a falta de aquello que la motivaba y ponía en marcha—. Fantasmas de día y de noche que me susurraban al oído desgracias acontecidas por mi culpa. Pero me acostumbré, también a aquello, a convivir con mi culpa y con aquel dolor aferrado en el pecho. Ya ni lo siento, aunque sé que está ahí, porque cada vez que me muevo, gracias a dos grandes ruedas, me obligo a recordarlo.
Malas noticias
Un día apareció un coche diferente al que traía Cristóbal cada viernes con la compra. Era un coche pequeño, de color verde, muy silencioso y que me pilló completamente dormido. El estrépito del ruido de un timbre, que nunca había oído sonar, hizo que el corazón casi se me saliese por la boca y a punto estuve de echarme a correr olvidando que necesitaba mi silla para poder moverme. Al abrir la puerta principal del edificio, un rostro desconocido vino a darme la triste noticia: Cristóbal ya no vendría más, debía de haberse marchado, no había avisado y no sabían nada de él. Ya tenían a un sustituto.
No sé por qué me lo tomé tan mal, si aquel hombre nunca había cruzado más de un par de gruñidos conmigo, excepto en su última visita, el viernes anterior. Ese día habíamos intercambiado alguna frase más porque yo le pregunté que sí sabía cuántos viernes llevaba trayéndome la comida y con ella sus silencios. Me respondió un poco de malas maneras y yo me enfadé otro poco, aunque conseguí que me contestase que ya llevaba seis años trayéndome aquella compra.
El tipo de la entrada se fue, me metí dentro y lloré, absurdamente, con culpabilidad y auténtica tristeza, porque sabía que, a pesar de todo, le echaría de menos. Era todo mi contacto con el exterior.
Locura transitoria
No sé entonces que le pasó a mi cabeza, ni en qué punto me pudo hacer aquel "clic" que desvirtuó toda mi realidad y me convirtió en un loco en silla de ruedas. Era una sensación extraña porque era plenamente consciente de mi locura, pero la observaba desde fuera, como si la mirase con aquel telescopio de la gran sala. Y entonces, apareciste tú, para volver mi mundo a la normalidad, para dejar mi cabeza en su sitio.
De un día para otro, dejé de moverme desnudo por los alrededores del faro cantando y bramando como un vikingo en pleno ataque de euforia. Dejé de mover sin ton ni son mi cabeza de un lado a otro; dejé de romper en mil pedazos cada hoja de cada uno de los libros que tenía en aquella pequeña estantería. Me había llegado a comer más de un libro y más de dos hechos pequeñas miguitas de papel. Los últimos días, apenas conseguía conciliar el sueño y sentía mi cabeza cada vez más abotargada, mi mente más lenta, mis ojos más pesados y nublados. Cristóbal y su desaparición parecían tener la culpa de mis males. Hasta aquel día.
A ti
Es a ti a quien debo dar las gracias por hacerme regresar a mi cordura. A ti, con tu cuerpo pálido, carente de vello, de músculo y casi de energía. A ti, que apareciste allí tirado, escondido bajo las hojas secas de los árboles del camino.
Aquella mañana fue otra más sin conseguir dormir. Había vuelto a pasar la noche aletargado frente a mi escritorio, pegando cabezadas y dándome cabezazos con el propósito de escuchar ruidos en mi cabeza que no fuesen los de mi respiración. Por la mañana, tumbado en aquella cama mugrienta, no lograba quitarme el "pom-pom-pom" de la cabeza y era imposible dormir. Era la reverberación de los golpes contra la mesa, estaba seguro, pero eran molestos, ya no me hacían falta y no podía parar de escucharlos cada vez que los ojos se me cerraban. Pom-pom-pom.
Me levanté y, como mi madre me trajo al mundo, salí al camino de acceso al Observatorio. Pensé en hacer algo de ejercicio, quizá el cansancio se apoderase de mí y me dejase, por fin, dormir algo. Ya llevaba una semana acumulando la falta de sueño y el cerebro me estaba pasando factura. Sentía que estaba a punto de explotar.
Me propuse aquella tarea, con las manos como única herramienta. Arrancar los hierbajos que pudiese de los cientos y cientos que crecían en las aceras del acceso al edificio. Quizá, con esfuerzo y dedicación, pudiese devolverle un aire saludable a aquel lugar. Aunque, la realidad era que el aspecto de aquel sitio me daba lo mismo, solo quería cansarme, cansarme tanto que me durmiese, aunque fuese allí tirado. Descendí por una rampa que habían improvisado para mi silla, hacia el camino. Me acerqué al inicio de la acera y, como buenamente pude, me bajé de la silla y me senté en el suelo. Podría moverme unos cuantos metros arrastrándome. Me di cuenta de mi incongruencia, de mi propia locura, allí tirado, desnudo, arañándome la piel con aquel suelo resquebrajado, con las ramas que de él salían. Pero me daba igual, hasta agradecía algo aquel dolor, por fin un sentimiento de vida.
Avancé con mi tarea mucho más de lo esperado. El sol apretaba y deduje, por su posición, que debía llevar allí más de media docena de horas. Había recorrido un buen trecho del camino cuando vi tu pie. Tu pálido pie.
Me acerqué ayudándome de los codos y de los brazos y retiré algunas de las hojas que te cubrían el cuerpo. Al principio pensé, sinceramente, que estabas muerto. No te movías, estabas pálido y frío como la nieve, ni siquiera te sentía respirar o veía el más leve movimiento de tu pecho que miraba hacia el cielo. Y entonces, como por arte de magia, te incorporaste. Me tocó mirar hacia arriba y mi sorpresa fue encontrarme de frente con aquel miembro colgante y flácido. Elevé lo suficiente la vista para observarte la cara. Me mirabas con curiosidad. La escena no era para menos. Tú, allí de pie, desnudo, y yo, tirado en el suelo, desnudo también. Me hubiese echado a reír de no haber sido porque tus movimientos espasmódicos me pusieron muy nervioso.
Te sacudiste la arena y las hojas que te quedaban por el cuerpo y te alejaste un poco de mí. Escudriñabas con curiosidad y cierta sorpresa el lugar. Te hablé, pero creo que entonces no me escuchabas. Me fui arrastrando de vuelta a mi silla, algo que me llevó un poco de tiempo porque me había alejado bastante. Logré, con bastante esfuerzo, subirme a ella y, una vez colocado, me fui hacia ti. Te observé aquella masa sanguinolenta y blanducha que te salía de la cabeza, aquello no tenía muy buena pinta... Pensé que lo mejor sería acompañarte dentro y curarte aquello bien, no fueses a coger una infección.
Convivencia
Con unas pinzas de la cocina y un montón de papel higiénico fui quitando aquella masa asquerosa y maloliente. No debía de dolerte porque no dijiste ni mu; un valiente me pareciste, la verdad. Yo te conté lo que hacía allí y tú me dijiste que no sabías muy bien cómo habías llegado a aquel lugar, que vivías a las afueras de Diez Ciudades y que lo único que recordabas era que te habían molido a palos. A partir de ahí, todo había sido oscuridad y frío, hasta que te despertaste a mi lado. Me diste las gracias por la ayuda prestada y yo pensé, que, en realidad, tampoco es que yo hubiera hecho nada. Lo cierto es que cuando por fin dejamos tu cabellera rubita, limpia de aquella porquería, comencé a ver un montón de moratones por todo tu cuerpo paliducho. Te habían dado una buena paliza. Sentí compasión.
Te dejé algo de ropa, te quedaba todo un poco grande, pero te serviría para ir tirando. Me esforcé porque comieses un poco, hasta me trabajé un buen plato caliente porque tenía pinta de que lo necesitabas. Pero no tocaste ni la cuchara. Tampoco parecía que estuvieras sediento, el vaso de agua se quedó tal cual te lo puse. En fin, todo sería cuestión de tiempo.
Me dijiste que no sabías a dónde ir, que te sentías como fuera de toda realidad y que tu tiempo con los tuyos se había acabado. Me dio mucha ternura y, a la vez, tristeza escucharte decir aquello, pero lo cierto es que te entendía demasiado bien. Te conté que yo llevaba allí solo más de seis años, que sentía que no había mundo más allá de aquel Observatorio. Que en las últimas semanas se me había ido la cabeza, que no conseguía dormir y que estaba perturbado.
Viendo aquel panorama, convenimos que podríamos ayudarnos mutuamente. Aquel podría ser tu nuevo hogar y tú mi nuevo compañero. Te hablé del joven chico que cada viernes nos traería la comida y te invité a presentártelo próximamente. Te alegró saber que tendríamos visita. A pesar de que estabas bastante ofuscado con la idea de no saber cómo ni por qué habías llegado allí, me decías que te sentías en paz con el mundo. Que a pesar de lo mucho que amabas a Ana no sentías su ausencia. Yo te conté cómo mis sentimientos y mis emociones se habían ido diluyendo y mi mayor hazaña emocional había sido rasparme aquellas piernas inútiles con los baldosines del camino.
Nos impusimos nuevas rutinas juntos, como si fuésemos una feliz pareja. Entre los dos volvimos a darle algo de vida a los alrededores de aquel edificio y por dentro, por dentro lo dejamos como la patena. Hacíamos planes para cada próximo día y reíamos contándonos mil y una anécdotas de nuestras vidas. Tu presencia me devolvió mi sueño y, con él, volvió mi buen humor. Ahora que ya tenemos todo limpio y recogido no nos queda mucho más por hacer. Solo esperar.
Viernes: llega la compra
Trajiste un reloj en la muñeca y ya se aproximan las 12 del mediodía. Juanma, el joven que me trae cada viernes la comida, está a punto de llegar. Acabo de oír su furgoneta, la más ruidosa del mundo debe de ser. La música la lleva a todo trapo y, hasta desde aquí dentro, la podemos escuchar. Nos hemos agarrado las manos, lo cierto es que estamos deseando que Juanma entre por la puerta. Le esperamos ansiosos. Es más, llevamos casi una semana esperándole.
Los gritos de Juanma resuenan en la gran sala. Gritos y saltos, brincos y tacos que salen de su boca. Se le ha caído el teléfono móvil al suelo. Se agacha a recogerlo y oigo sonar una arcada de su interior. Me gustaría tranquilizarle, decirle que no es para tanto, que estábamos deseando verle... Pero, extrañamente no puedo mover mis labios y los sonidos se quedan atrapados en la garganta. Oigo el zumbido de algunas moscas y me pica el ojo, pero no me puedo rascar. Juanma sigue a los suyo, ha vuelto a gritar. Ahora oigo sus pasos, da vueltas como un loco (otro más) alrededor nuestro, habla por teléfono. Shhhh, los ruidos de estos bichitos en el oído no me dejan escuchar. Juanma se va, despidiéndose con un «joder, hostia puta, no me lo puedo creer». Pero no ha cerrado la puerta. Vamos a coger frío.
A lo lejos se oyen ruidos, parecen sirenas, ¿la policía?, ¿una ambulancia? ¿Le ha pasado algo malo a Juanma? Al rato, esto se llena de zapatos y botas negras. Conversaciones por doquier, me están mareando la cabeza. Noto que me levantan, será que es hora de sentarme en la silla... y pierdo el tacto de tu mano. Pero no es una silla, es una cama, de las malas, por lo dura que es. Te pierdo de vista. Oigo un ruido plástico y, de repente, todo se vuelve oscuridad. Una cremallera ha puesto fin a lo poco que veía. Quiero hablar, quiero gritar, no sé qué ocurre. No sé dónde estás: Cristóbal, ¿dónde estás?
Otra vez tú
En esta oscuridad surgen flashes con imágenes cada vez más nítidas que me hacen temblar. Ahora vuelvo a ver tu cara, ese rostro sin vello, ese pelo rubio, esa cara enfadada y a la vez juvenil. Me veo a mí, hablando contigo, en el jardín del Observatorio. Estás parado junto a una furgoneta, sacas cajas con comida y las depositas sobre un carro.
Pasas junto a mí, soltando un gruñido, ese que tanto odio, ese que tanto me perturba y que dejé de oír. No quiero escucharlo más. Trato de arrancarte alguna conversación, como hacía al principio de mis días allí, pero no hay suerte, apenas cuatro palabras para decirme que es la última vez que vendrás porque te largas. Y un nuevo gruñido. No lo aguanto más. Estás dentro de mi cuarto, ordenando la comida. Me acerco a ti, seguro de que me escuchas, pero prefieres seguir ignorando a este solitario.
Recojo un objeto que decora la estantería. Es un planeta tallado en piedra. Me acerco por detrás de ti, estás ahí, agachado, colocando las verduras en el cajón de la nevera. Elevo mis brazos con el objeto entre mis manos y bajo contra tu cabeza, así, sin pensarlo ni un segundo. Es solo porque no quiero escuchar más tus gruñidos. Al tercer golpe tu cráneo se abre y deja salir a respirar tu masa cerebral acompañada de una importante cantidad de sangre. Decido dar un paseo.
Cuando regreso, tu cuerpo está inerte. Me bajo de la silla, me siento sobre el charco de sangre que ha emanado tu cabeza. Te desnudo. No entiendo muy bien por qué. Eres débil, pesas poco, un ser débil y gruñón. Antipático, egoísta, que lleva seis años ignorándome, pero no puedo dejar que te vayas y no vuelvas. Ya no me vas a ignorar más, lo sé.
Durante unos segundos, todo se vuelve negro de nuevo y el siguiente flash me deja claro que tu reaparición no fue casual, viniste a buscarme. A sacarme de mi locura, a llevarme junto a ti. Ahora veo nuestros cuerpos yaciendo en el suelo frío de mármol negro de la gran sala. Me agarras la mano, no sé si para que no huya detrás de mis propios fantasmas o si es para protegerme de aquellos. Pero allí estamos, ante los ojos desorbitados de Juanma. Dos cuerpos, en diferentes estados de descomposición. Veo las estrellas por las grandes cristaleras de la sala. Mi amigo, el telescopio, parece despedirse de mí mostrándome la inmensidad del universo. Y de nuevo la oscuridad.
Ya no oigo voces de nada ni de nadie, tampoco mi respiración. Te echo de menos. No sé cómo llegaste hasta aquella parte del camino, no sé cómo pudiste llegar a cubrirte con la hojarasca. No sé cómo todos estos días que hemos pasado juntos, no me di cuenta de quién eras tú. Quizá porque ya no me gruñías, quizá por mi locura que quiso pensar en una nueva compañía. Quizá. Quizá, en otro sitio nos volvamos a encontrar querido amigo Cristóbal.