El Camino
10 de mayo de 2020Dos cuerpos sobre la arena
30 de mayo de 2020Aquella tarde me acerqué a comprar un regalo para mi madre. En pocos días sería su cumpleaños y me apetecía tener un detalle especial con ella. Mi madre es de esas personas que devoran libros, de esas que cualquier cosa con letras es bien recibida. Novelas históricas, de misterio, policíacas, de terror, de medicina, de costumbres... Tiene una biblioteca en su casa que ya la quisieran muchas librerías.
Por eso estaba claro que su regalo sería un libro. Sin embargo, cada vez era más difícil acertar porque ella se compraba los libros cuando salían y saber cuáles tenía ya y cuáles no... Así que decidí que aquellas letras fuesen... un poco más especiales.
Tras una búsqueda rápida en Google, ya tenía la dirección a la que ir en busca de aquel tesoro.
Flanqueada la entrada por dos pequeñas vitrinas en donde se mostraban volúmenes antiguos encerrados en urnas de cristal, se encontraba la puerta de entrada, medio desvencijada y sobre la cual se hallaba un letrero en madera grabada informando del nombre del establecimiento: Pequeños y grandes tesoros. Ubicada en una callejuela del centro de Madrid, poco transitada por el turismo debido a la escasez de comercios y de establecimientos de ocio, pasaba desapercibida para la mayoría de los viandantes.
Nada más abrir la puerta, me embriagó aquel olor a papel viejo, ese olor tan característico y que tiene el don especial de hacer sentir, a quien lo percibe, bien, diferente, especial, como si pudiese traer a la memoria un recuerdo inexistente o quizá de una vida pasada. A mí me hacía sentir abrazada, no sé muy bien porqué. Al olor le acompañó el tintinear de una campanilla colocada sobre la puerta que avisaba a quien estuviese dentro de la entrada de un posible cliente.
Entré y cerré la puerta tras de mí. El espacio estaba abarrotado de montañas de libros nuevos y viejos, sin orden ni concierto, al menos para unos ojos como los míos. Un mostrador de madera oscura se hallaba situado casi al final del estrecho pasillo que quedaba entre medias de dos enormes estanterías que recorrían varios metros a lo largo de la estancia y en cuyas baldas se veían cientos de lomos de diferentes colores y texturas. Cerca del mostrador, una vitrina, de algo más de un metro de ancho, encerraba en su interior lo que debían de ser esos grandes tesoros de los que hablaba el nombre de la librería.
La luz era bastante tenue, la estancia solo estaba iluminada por un par de lámparas de techo y un haz de luz que se filtraba por varias claraboyas ubicadas en la parte más alta de las paredes. El lugar olía a antiguo, a secretos, a misterios. Era, en cierto modo, sobrecogedor.
Comencé por recorrer las primeras mesas en donde estaban apilados los libros. Un cartel, poco trabajado, informaba de que se trataba de las últimas novedades. Pero estaba claro que allí nadie se había molestado en ir quitando las que ya no podían considerarse así. A saber: un ejemplar de El Tiempo entre Costuras se mezclaba con un Ángeles y Demonios. Desde luego, dos lecturas estupendas, pero ya en absoluto novedosas. Tomaban la cabecera de las pilas los últimos libros publicados por Javier Cercas y Manuel Vilas, los dos Premio Planeta 2019. En otra se podía ver La Isla de las Musas y, en una cuarta, un libro con la portada de color rojo ferviente y letras en blanco en donde se leía Reina Roja. Arturo Pérez-Reverte encabezaba otra de las torres. Tenía la sensación de que, si tocaba alguna de ellas, perderían el equilibrio y todas caerían como un castillo de naipes. Así que opté por mantener mis manos alejadas de aquellos libros equilibristas.
Hasta ese momento, nadie había salido a atenderme, el silencio en la tienda era total y solo se veía interrumpido por mis pasos sobre un suelo de madera decrépita que crujía con tan solo hacer el amago de echar a andar.
—¿Hola? —pregunté en voz no muy alta. Me daba la impresión de que si levantaba la voz molestaría a los libros que allí descansaban, rompería la extraña magia de aquel sitio. Tomé el pasillo central, mirando a ambos lados y viendo filas y filas de libros. Me estaba empezando a parecer complicado encontrar algo allí de lo que estaba buscando y no porque dudase de que estuviese, sino porque no le encontraba ningún sentido a aquella distribución.
Mis pasos resonaban como muelles en el suelo de madera, pero quien fuese quien atendiese allí, no parecía darse cuenta de mi presencia. Llegué al mostrador, en donde había una antigua máquina registradora. A su lado, un bote de hojalata, de alguna conserva, hacía las veces de porta bolígrafos. Un cuadernillo de albaranes y una calculadora completaban el equipamiento de aquella caja de cobro. Entonces, escuché unas ligeras risas, venían de algún lugar tras una tupida cortina de colores oscuros que parecía haber sido tejida a mano.
—¿Hola? —pregunté de nuevo manteniendo mi tono de voz normal. La respuesta fue nula. Miré mi teléfono móvil, se me estaba haciendo tarde y no podía entretenerme mucho más allí, necesitaba ayuda de alguien. Decidí cruzar aquella cortina.
Pasé por entre medias del mostrador y unas cajas de cartón que apenas dejaban un pasillo de cincuenta centímetros. Abrí la cortina y entré en un pequeño distribuidor que estaba solo iluminado por una bombilla, que colgaba desnuda de un cable del techo y que apenas tenía vatios para iluminar aquel espacio. Un pasillo oscuro apareció delante de mí y, al fondo, de este algo más de iluminación.
Oía voces que procedían de allí, así que crucé el pasillo que estaba atestado de cajas de cartón en uno de sus laterales. La voz era de un hombre mayor, por lo que pude intuir. De repente, un olor nauseabundo se apoderó de mi olfato. Todo resto del apacible olor a libros viejos había desaparecido y había sido sustituido por un olor fétido. Ya no estaba tan segura de seguir adelante por el pasillo. Pero me podía la intriga. Me tapé con la mano la nariz y la boca y seguí caminando hacia la luz y, al llegar allí, me paré en el umbral de la puerta.
Había un hombre. Un señor mayor de unos 80 años. Estaba sentado en una silla de madera tapizada en un tono verde oliva. Se encorvaba hacia delante, en donde había un sillón del mismo color. Hablaba a alguien que estaba allí tumbado. No entendía lo que decía, no tanto por su volumen como por su lenguaje. Desconocía por completo en que idioma hablaba aquel hombre al que nadie contestaba.
—¿Hola? Perdone que haya entrado, pero necesito que me ayude alguien con un libro que estoy buscando y como no salía nadie...—. El hombre giró un poco la cabeza y al momento volvió a su posición.
—Querida, cómo son estas juventudes de hoy en día, ¿te das cuenta? Tienen prisa para todo... no, no se pueden esperar. Si quieren algo, tienen que obtenerlo en el momento, si no... si no son capaces de meterse en la casa de uno—. Aquellas palabras pronunciadas por el viejo sí las llegué a entender. Hablaba español, pero su pronunciación era ciertamente extraña.
—Mire, no es que quisiera molestarle, de verdad, pero sí que tengo un poco de prisa y, sinceramente, no sé por dónde empezar a buscar lo que necesito. No sé, quizá podría ayudarme usted u otra persona que atienda en la tienda—. Esta vez el hombre se giró más, girando su silla ligeramente.
—Estoy muy ocupado o ¿es que no lo ve? Tengo que cuidarla, solo me tiene a mí. Nuestros hijos son unos egoístas y ya no quieren saber nada de unos viejos como nosotros. Pero ella es mi amor y yo estoy aquí para atenderla.
Con cada segundo que permanecía allí mi estómago se iba revolviendo más y más. El olor era espantoso y no entendía cómo aquel hombre podía soportarlo. Al darse la vuelta, pude ver que en su mano sostenía algo, pero no alcanzaba a ver de qué se trataba.
—Vaya, lamento molestarle, de verdad. Quizá...
Pero no me dejó continuar y me mandó callar con un "shhhhhhh" que expulsó de su boca.
—Shhhhhhh ¿No ve que está muy enferma? —. Pero yo no veía nada. Adelanté algunos pasos y me puse a la izquierda del hombre y, entonces, la vi.
Una mujer mayor estaba acostada sobre el sillón, su mano estaba elevada hasta toparse con la mano de él que no hacía otra cosa que acariciarla. A pesar de que desde el pasillo se veía cierta luz, al entrar en el salón, la claridad había disminuido considerablemente. Y tal cual yo lo estaba pensando, el viejo me dijo:
—Joven, ¿puede dar la luz desde ese interruptor de ahí?
Me acerqué a la pared que él me había indicado y pulsé la tecla. Una bombilla, que también colgaba de un cable del techo, se encendió. Y entonces, me quedé petrificada. ¿Era cierto lo que mis ojos veían? Aquel hombre sostenía en su mano la mano de una mujer que tenía claros signos de muerte y de haber empezado a descomponerse. Su rostro parecía indicar que dormía plácidamente, pero, lo cierto, es que su cuerpo presentaba colores impropios de la vida.
—Ya, ya, ya, querida mía, ahora apagamos de nuevo la luz, necesitaba ver, amor, para saber qué medicación te toca ahora tomar.
El anciano acarició la cabeza de la mujer.
—Ahora vuelvo, querida.
Se levantó de la silla y se dirigió a una pequeña cómoda instalada en el salón y sobre cuya encimera había una pila de periódicos y un montón de cajas de medicamentos completamente desorganizados.
El hombre cogió una caja, sin mirar apenas, y sacó una pastilla. Luego tomó un vaso de cristal que estaba junto a los medicamentos y abandonó la habitación por una puerta que quedaba a la derecha.
En ese lapso, aproveché para acercarme a la mujer. El hedor era más insoportable y comenzaba a sentirme mareada. Acerqué mis dedos a su cuello, a fin de tomarle el pulso en un intento de asegurarme de que aquella mujer, en efecto, estaba muerta. No es que faltasen indicios de ello, pero... Su temperatura era una prueba más del estado de la señora. Un tono azul grisáceo había sustituido al color habitual de la piel. La rigidez de su cuerpo también era evidente. Tomé la mano que él había tenido sujeta y pude comprobarlo perfectamente. No entendía mucho de cadáveres, pero era aficionada a las series policiacas y estaba claro que, aquella mujer, ya había pasado incluso el proceso ese que denominan rigor mortis.
Oí los pasos del hombre en su camino de vuelta, más que pasos era un sonido de arrastrar los pies por el suelo. Antes de que pudiera verme solté la mano de la anciana y me coloqué en donde estaba. Una arcada casi me provoca vomitar. Aguanté como pude, tapándome la boca y tomando aire más prolongadamente por la nariz, pero el olor era insoportable. No podía aguantarlo más, así que salí corriendo en la misma dirección que había tomado el hombre, que ahora aparecía con un vaso de agua.
Di con un pequeño pasillo con dos puertas, abrí la primera y, afortunadamente, era el cuarto de baño. Sin pensarlo más, me acerqué al wáter y dejé que mi cuerpo se liberase. Después, me incorporé y me acerqué al lavabo para enjuagarme al menos con agua y lavarme un poco. El estómago parecía agradecer aquel instante.
Volví a la sala donde se encontraba el hombre. Se había vuelto a sentar y sostenía el vaso dirigiéndolo a la boca de la mujer. Con la otra mano, introdujo entre los labios de ella lo que supuse que sería la pastilla que minutos antes había cogido del aparador. Luego aproximó el vaso del agua y lo colocó en la boca tratando de darle de beber. Todo el agua caía al suelo o se precipitaba por el rostro de la mujer. Él permanecía imperturbable.
—Señor, escúcheme. Esa mujer... esa mujer no está viva —le dije mientras me acercaba lentamente hacia él y apoyaba mi mano sobre su hombro.
—¿Qué locuras está diciendo señorita? ¿No está bien usted de la cabeza? —respondió él a la vez que hacía un gesto con el hombro para liberarse de mi mano.
—Discúlpeme, pero creo que esa mujer ha fallecido hace ya algunos días y que deberíamos llamar a la policía —le contesté mientras me retiraba un par de metros. Entonces, él se levantó de la silla y se dirigió hacia mí sin apartar sus brillantes ojos de los míos.
Era un anciano aún robusto, de pelo cano y abundante, como abundante era también su barba. Se aproximó a mí y, cuando apenas nos separaban un par de palmos, me miró y me dijo:
—La conocí cuando apenas tenía yo 15 años y ella aún no había cumplido los 13 y desde entonces hemos estado juntos. Hemos vivido juntos una posguerra, varias crisis económicas, una pandemia; fundamos nuestra librería hace lo menos ya 40 años y tuvimos 3 desagradecidos, pero muy trabajadores, hijos. Nos hemos amado y querido cada día de nuestras vidas, sin dejar que nada ni nadie ensuciase lo que nos unía, nada ni nadie, ¿entiende señorita? No, ¿qué va a entender usted? Supimos vivir sin nada y también con todo y de nuevo sin nada y otra vez con lo suficiente. Ella solo descansa porque está muy enferma, pero nunca me dejaría aquí solo, nunca, ¿sabe?, porque me lo prometió hace muchos años. Nunca se iría ella antes que yo, porque si eso ocurriese, hija mía, si eso ocurriese yo moriría de la tristeza, moriría sin ella. Entonces sería mi corazón el que se pararía para siempre, dejaría de bombear sangre. No, hija, ella solo descansa. Esta muy enferma, ¿sabe?, pero yo la cuido, la cuido cada día, aunque ella ya no me necesite. La cuido, joven, como sé que ella me cuidaría a mí. Déjeme tranquilo con ella, déjeme seguir sosteniéndole su mano, déjeme verter el agua sobre sus secos labios porque su boca ya no se va a abrir, déjeme acariciar su blanco y suave pelo, como cada día he acariciado. Arroparla cuando su cuerpo tenga frío y sentarme aquí, a sujetar su mano, mientras le recuerdo lo que hacíamos de jóvenes, lo que nos gustaba querernos, lo que disfrutamos haciéndolo. Márchese y déjeme tranquilo con ella.
Con los ojos empañados en lágrimas, salí de aquella habitación para darle toda esa intimidad que él necesitaba de ella. Mis pasos deshicieron el camino que me había llevado allí. Me llevaba algo más que un terrible olor a cadáver y suciedad, me llevaba una tristeza apegada a mi alma. Tristeza por aquella terrible escena, tristeza por no haberme sentido amada nunca así y no haber sido capaz de amar así.
Olvidé aquel regalo para mi madre cuando cerré la vieja puerta tras de mí. Cada paso que fui dando me recordó que, allí dentro, dejaba morir a aquel hombre con su amada. Y, probablemente, a aquella maravillosa y antigua librería con ellos. Tras mis pasos, quizá, no hubiese muchos más que cruzasen aquel umbral. Las dudas de la decisión que debía tomar o no asomaron por cada esquina, por cada calle que recorrí. ¿Quién era yo para interceder en lo que aquel hombre quisiera hacer? ¿Qué clase de mujer sería yo dejándolo morir allí junto al cadáver de su mujer?
Decidí que la vida hiciese el trabajo que tuviese que hacer, sin influir yo en ella. Y vida, le regalé a mi madre vida. Un pequeño árbol que plantar y ver crecer y envejecer en su precioso jardín.