Ella: todo me lo dio y todo me lo quitó
7 de mayo de 2020El Librero
26 de mayo de 2020Había amanecido un poco nublado el día, el descenso de la temperatura se había dejado notar, pero el sol aún lucía en un cielo azul apenas salpicado por algunas nubecillas.
Se animó a colocarse una camiseta de tirantes y un pantalón corto, necesitaba sentir el sol en su piel, adormecida y entristecida tras tantos días de encierro. Se echó protector solar en la cara y los hombros, preparó una mochila con una botella de agua, una toalla, y las llaves de casa. Se colocó sus gafas de sol y se puso los cascos para escuchar música durante su paseo. Llevaba música tranquila, relajante, pues buscaba, precisamente, relajarse, evadirse, centrarse en el aquí y ahora y dejar de dar vueltas a las mismas estupideces todo el día. Y se fue. Cerró la puerta de casa y salió con la intención de escudriñar mejor un bonito paraje que pocos días antes había descubierto. Se había quedado enamorada de aquel sitio y quería regresar a él.
El camino no era duro de recorrer, apenas tenía un par de pendientes y la temperatura del día ayudaba a no sofocarse en exceso. Su paso no era ni lento ni rápido, simplemente paseaba disfrutando de lo que sus ojos veían. De vez en cuando, se paraba a tomar algunas fotos de flores. El campo estaba repleto de hermosas jaras blancas que contrastaban con el verde oscuro de sus hojas; margaritas que salpicaban pequeñas extensiones de prado y que se veían interrumpidas por el morado del cantueso. Acercaba su mano a este último, rozándolo cuidadosamente para no lastimarlo y se llevaba la mano a su nariz con el fin de imbuirse de su fragancia. Olor a campo, a naturaleza, a libertad.
El sendero transcurría tranquilo, más que el día anterior en el que se había cruzado con bastantes personas andando o en bicicleta, solos, en familia o pareja. Los fines de semana, aquella zona se llenaba de paseantes, procedentes de la capital, ansiosos por dejase imbuir por la naturaleza.
El camino transcurría, en su inicio, por entre medias de un pequeño y no muy poblado robledal, en el que se detuvo un momento a tomar alguna fotografía. Cómo le gustaría captar lo que sus ojos y sus sentidos captaban, pero la cámara era incapaz, por muy buena que fuese. Captaba parte de la imagen, pero no el sentido de esta, tampoco los olores y los sonidos.
Estos últimos, tampoco fueron captados con nitidez porque llevaba los cascos puestos. De repente, sintió un ruido en uno de los laterales del camino. Se retiró los auriculares y prestó atención. Probablemente, sería algún conejo o un animal de ese tamaño. Le daba un poco de miedo encontrarse con algún animal más grande, algún jabalí, quizá, que estuviera paseando por aquella zona. Decidió ir más atenta y guardó los auriculares. El ruido, procedente de un arbusto, volvió a sonar y su corazón empezó a latir un poco más rápido. De pronto, se veía en medio de aquel pequeño bosque sola y, sin poder evitarlo, pensó en que, si alguien quisiera hacerle daño allí, no tendría mucho que hacer. Trató de recuperar la respiración y eliminar aquel pensamiento. Se regañó por pensar aquellas cosas… siempre poniéndose en lo peor. Intentó no darle más vueltas al asunto. Prosiguió su camino, respirando profundamente y exhalando lentamente, deshacerse de los malos pensamientos y volver a centrarse, que al fin y al cabo era la misión de su salida. Cruzó un pequeño riachuelo, siguió sacando algunas fotos y comenzó a descender una zona de mayor pendiente que estaba salpicada por pequeñas piedras que habían dejado alguna corriente de agua al descubierto, dificultando un poco el paso para los caminantes. Llegó al sitio que buscaba y comenzó a escalar por unas cuantas rocas hasta llegar a la cima de una pequeña montaña.
Una vez arriba, estiró sus brazos y dejó sentir el aire en su cuerpo. No era muy cálido y, enseguida, un cosquilleo de frescor recorrió su cuerpo haciendo que su vello se erizase. Sacó una chaqueta de su mochila y la toalla, encima de la que se sentó. Se abrigó y se dispuso a relajarse. El ruido de la carretera más próxima no era excesivo por lo que podía seguir prescindiendo de su música. Además, se sentía más segura teniendo los oídos libres de sonidos que la distrajesen. Se tumbó para poder relajarse más aún y, sin darse cuenta, la relajación fue tal que perdió la noción del tiempo. Cuando quiso levantarse, el sol apenas estaba presente. Aún quedaban un par de horas para que anocheciera, pero la temperatura había bajado y tenía frío y no quería quedarse a oscuras en aquel lugar, aún le quedaba el camino de vuelta. Apenas tres kilómetros le separaban de lo que más le apetecía en aquel momento, un buen baño caliente con espuma y una cerveza fresquita. Aquel era su nuevo objetivo. Preparada, lista… vamos.
Y se puso de nuevo en marcha tras desescalar lo que había escalado antes. Apenas había comenzado a andar, cuando un nuevo ruido fuera del sendero la distrajo. Una extraña sensación hizo que se le erizara el vello de la nuca. Por un momento se sintió observada, pero hizo caso omiso. Ya se estaba emparanoiando de nuevo. Se apremió a seguir el camino.
Aún no había llegado a cruzar el robledal cuando la misma sensación volvió a invadirla. Se giró rápidamente intentado ver de dónde procedía aquel nuevo ruido. Algún animal andaría merodeando por allí. El ruido se hizo más fuerte, más audible y no estaba lejos. Volvió a escudriñar los alrededores y a tomar aire por la nariz a fin de tranquilizar a su corazón, que se estaba empezando a poner nervioso de nuevo. «Vamos, sigue, acelera el paso que ya es tarde», se decía. Y aceleró el paso, pero continuó sintiendo como si alguien acelerase el paso a la par que ella desde una distancia corta. Y entonces, en la entrada del robledal, volvió a escucharlo, ya no estaba tan segura de si era un animal. ¿Había oído pisadas? ¿Por qué en cuanto ella se detenía el sonido desaparecía?
De pronto, una sombra salió de detrás de uno de los árboles. Los troncos eran estrechos y allí no había lugar para esconderse. Desde luego aquello no era un animal, era una persona. Vestía con ropa oscura y sus movimientos fueron muy rápidos, como un fulgor negro que atravesó media doce de robles a su paso.
—¿Pero qué coño? —musitó en voz baja. Entonces comenzó a correr, a correr como si no hubiera un mañana, con toda la velocidad que salió de sus piernas. Trataba de prestar atención para escuchar pisadas detrás de ella, algún ruido que indicase si había alguien siguiéndola o no, pero no escuchaba nada porque el latido de su corazón se había instalado en su sien y no la dejaba escuchar nada más a parte del pum-pum de su movimiento. Una gota de sudor cayó desde su frente y se coló en su ojo. Apenas se detuvo una milésima de segundo para limpiarse y poder ver y, entonces, levantó la mirada.
No podía ser, era imposible. El silencio era total y absoluto, la luz había disminuido, pero ella se encontraba exactamente en el mismo lugar. «¿Cómo es posible? Pero si he estado corriendo camino adelante, tendría que haber llegado ya al túnel de la carretera… ¿qué hago de nuevo aquí?», se preguntó mentalmente. Estaba asustada, no entendía por qué estaba de nuevo en el mismo lugar, por qué sus pasos y sus carreras no habían sido tenidas en cuenta. ¿Acaso estaba soñando? ¿Podía ser un sueño y nada más? Unas gotas de sudor volvieron a descender de su frente y se llevó de nuevo la mano para secarlas. «¿Tengo la mano mojada?, ¿de sudor?» Y miró su mano. Estaba atónita. «¿Pero qué mierda…?», pensó. La palma de su mano estaba completamente manchada de sangre, sangre fresca que aún goteaba por alguno de sus dedos. Se acercó al riachuelo, nerviosa, no recordaba haberse caído, ni haberse hecho daño, no sentía dolor, solo sentía el repiqueteo constante de su corazón acelerado. Aprovechó una zona con algo más de profundidad para introducir su mano. Estaba acechante, aunque desconcertada. Frotó con su otra mano la ensangrentada, esperando encontrar un corte, una herida, algo. Pero allí no había nada, absolutamente nada. Buscó y buscó esperando a que la herida apareciese. «¿Pero si no he tocado nada de ningún sitio? ¿De dónde ha salido esta sangre?»
El silencio era total, lo que fuese que la había seguido no debía de haberlo continuado haciendo, no se escuchaba absolutamente nada. Tomó varias respiraciones profundas de nuevo, necesitaba sosegarse. Pensar, «¿por qué estaba de nuevo allí? ¿Acaso se había metido por un camino circular y no se había dado cuenta? Debía de ser eso», conversaba con ella misma, buscando una respuesta lógica para aquello. Pero… ¿y la mano? Poco a poco consiguió amansar a su corazón y su respiración cobró cierta normalidad.
Pero, de repente, un fuerte dolor hizo que se doblase hacia delante emitiendo un grito que pronto sofocó tapándose la boca con la mano. Su cuerpo, al relajarse, comenzaba a mostrar señales de dolor en diferentes lugares. Con asombro miró sus pantalones, manchados con sangre y rotos, estaban cubiertos de polvo y mostraban rasguños como si se hubiera dejado resbalar con ellos por una piedra, pero no tenía constancia de haber hecho eso. Sus rodillas presentaban sendas heridas de las que aún emanaban algunas gotas de sangre. Comprobó la parte de arriba de su cuerpo, sorprendiéndose al verse la sudadera rota, abierta la cremallera como si se hubiera querido quitar la prenda sin bajarla. Las mangas estaban manchadas de sangre aún húmeda y sentía dolor en los codos. Estaba confundida, necesitaba sentarse, pensar. De nuevo un dolor punzante hizo que se encogiese. Procedía de su vagina, más allá, de su útero, de su interior. Con su mano palpó la zona y de nuevo sintió humedad, miró su mano y se sorprendió al ver más sangre. Volvió a llevar la mano hacia abajo, como para cerciorarse. Simplemente, al rozarse, notó un escalofrío de dolor que le recorrió el cuerpo. Ya no era miedo, sentía terror. «¿Qué había pasado?»
Empezaba a entender por qué su mano estaba cubierta de sangre: ella estaba cubierta de sangre. No recordaba nada, ningún accidente, ningún incidente. Tenía que volver a casa, pero estaba desubicada. Buscó su teléfono móvil en la mochila, quería llamar a alguien, quizá a algún amigo para que fuesen a recogerla, sin embargo, el teléfono no estaba. Dejó la mochila apoyada en el suelo y se agachó para ir sacando las cosas, no podía haber perdido el teléfono. Pero tras sacar absolutamente todo, el teléfono siguió sin aparecer. El desasosiego recubrió su cuerpo, el miedo hizo que comenzase a temblar levemente, pequeños espasmos la iban sacudiendo y recordando lo dolorida que estaba. Se incorporó y volvió a colocarse la mochila mientras se decía mentalmente que era capaz de encontrar el camino de vuelta a casa.
Debía de darse prisa porque la luz ya era ínfima y, en breve, no vería absolutamente nada. Comenzó a andar, su cuerpo no quería moverse, cada mínimo movimiento suponía una señal de dolor, pero tenía que salir de allí, debía volver a casa. Siguió andando, a un ritmo más lento del que le gustaría. Fue fijándose en no equivocarse de nuevo de camino y, a la vez, pensando que, precisamente, había ido corriendo por aquel mismo sendero hacía tan solo unos instantes… Pero era ese, era el camino de regreso, estaba cien por cien segura. No tardó demasiado en alcanzar el túnel que cruzaba la carretera y que marcaba el final de la Dehesa. En pocos minutos, estaría de nuevo en la civilización. Quizá no era mala idea acercarse a la primera casa que viese con gente y pedir ayuda. Pero lo que de verdad quería era llegar a su casa.
Abrió la puerta que separaba la zona residencial de la Dehesa. Un chirrido espeluznante alborotó el silencio. Salió y cerró la puerta tras de sí. Caminó por la calle desierta, no quería encontrarse a nadie, no quería que alguien la parase para preguntarle. Se pegó a la acera y, buscando el cobijo de las paredes de las parcelas de las casas que había en la calle, fue restando metros de distancia con su casa.
Llegó, sacó las llaves y abrió la puerta. Su cuerpo era un quejido absoluto. Cerró y cruzó el pasillo que la llevaba a su habitación. Encendió la luz y se miró en el espejo. No solo su cuerpo estaba lleno de magulladuras, su rostro, que hasta ese momento no había dado señales de dolor, presentaba diferentes cortes. A saber: uno oblicuo cruzaba una de sus mejillas; otro se alzaba en la parte alta de la frente y llegaba hasta la ceja; el tercero partía de su labio inferior. No tenían aspecto de ser excesivamente profundos, marcas de sangre, que habían recorrido en algún momento su cara, se habían mezclado con las gotas de sudor formando una película marrón que le daban un aire totalmente desolador y sin sentido.
Se desnudó, emitiendo pequeños quejidos por la boca con cada prenda que se quitaba. Tras el pantalón mojado, tocaba quitarse la ropa interior. Para su sorpresa, no había. Un gesto de desconcierto cruzó su rostro para mezclarse también con aquellas lágrimas que comenzaban a salir de sus ojos. No entendía nada, pero comenzaba a ser consciente de todo. No quería pensarlo, no quería verlo. Se dirigió hacia la ducha y abrió el grifo. Dentro, dejó que el agua tibia cayera por su cuerpo, empapando su pelo alborotado y descendiendo por sus hombros. Tomó la esponja y echó gel. Lentamente fue limpiando cada centímetro de su cuerpo, sintiendo el dolor al pasar por las zonas heridas. Abandonó la esponja para poder limpiar sus partes más íntimas con el máximo cuidado y la mayor delicadeza. Cada centímetro dolía, era como si se hubiera golpeado con algo. Ni siquiera quería mirarse.
Salió de la ducha y se secó lentamente. Buscó en el botiquín diferentes útiles para curarse las heridas. Se colocó unos apósitos en algunas de ellas y se fue a la cama. Tenía sueño, mucho sueño. Le costaba mantener los ojos abiertos. Necesitaba descansar.
El placer que, generalmente, sentía al introducirse en su cama se tornó justo lo contrario y tuvo que apretar los dientes para oprimir el deseo de gritar sin ganas. Se durmió, a los pocos minutos se durmió.
El timbre de casa la sobresaltó. Al principio pensó que formaba parte de un sueño, un sueño vívido y escalofriante, pero al escucharlo por tercera o cuarta vez se dio cuenta de que alguien llamaba de verdad al timbre. Se levantó de la cama rápidamente, sin recordar las siniestras heridas que le atenazaban el cuerpo y un alarido salió de su garganta. No todas las heridas dolían igual, su zona más íntima le recordaba que, ahí, algo había ocurrido, algo horrible. Sujetó la respiración y como pudo se incorporó del todo. Cogió una bata y se dirigió a la puerta.
Sorprendida, vio que fuera le esperaban dos agentes. Preguntó sin llegar a abrir y estos se identificaron como guardias civiles y preguntaron por ella. Le dijeron que habían encontrado un teléfono móvil suyo y que querían entregárselo. Abrió la puerta, apenas unos centímetros. No quería que la viesen así, todavía no. Había una mujer uniformada que insistió amablemente en que les dejase pasar. Al final ella cedió. La mujer solicitó sentarse un rato a hablar en el salón. Al ver su aspecto, los ojos de los guardias dieron muestras de asombro, pero ninguno dijo absolutamente nada.
Se sentaron en el sillón y le entregaron el teléfono móvil. Aún estaba encendido. Tenía varias llamadas perdidas y algunos mensajes que aún no habían sido leídos. Al menos habían respetado su intimidad. Abrió el teléfono con su huella dactilar, mientras los agentes permanecían mirándola y dejándole su tiempo. Y, en primera plana, apareció un video, un video tomado en la zona del robledal. Pulsó el play y palideció. Su mente explotó en forma de gritos y alaridos. El sueño que había tenido no era un sueño únicamente, había recordado absolutamente todo en aquel instante. La mujer se acercó a ella y la abrazó, la contuvo entre sus brazos y trató de sosegarla con palabras tranquilizadoras.
«Había amanecido un poco nublado el día, el descenso de la temperatura se había dejado notar, pero el sol aún lucía en un cielo azul apenas salpicado por algunas nubecillas.
»Se animó a colocarse una camiseta de tirantes y un pantalón corto, necesitaba sentir el sol en su piel, adormecida y entristecida tras tantos días de encierro. Se echó protector solar en la cara y los hombros, preparó una mochila con una botella de agua, una toalla, y las llaves de casa. Se colocó sus gafas de sol y se puso los cascos para escuchar música durante su paseo. Llevaba música tranquila, relajante, pues buscaba, precisamente, relajarse, evadirse, centrarse en el aquí y ahora y dejar de dar vueltas a las mismas estupideces todo el día. Y se fue…
»Sacó una chaqueta de su mochila y la toalla encima de la que se sentó. Se abrigó y se dispuso a relajarse. En aquel momento, su teléfono sonó. Era un tipo al que conocía desde hacía un tiempo y cada vez le quedaban menos ganas de hablar con él. Tenía que elegir entre responderle, algo que no le apetecía, o relajarse, que era el fin de su paseo. Eligió lo segundo. El ruido de la carretera más próxima no era excesivo por lo que podía seguir prescindiendo de su música. Además, se sentía más segura teniendo los oídos libres de sonidos que la distrajesen. Se tumbó para poder relajarse más aún y, sin darse cuenta, la relajación fue tal que perdió la noción del tiempo. Cuando quiso levantarse, el sol apenas estaba presente».
—¿Has hecho esto tú? —le preguntó el guardia civil mostrándole una secuencia de espantosas fotos. Las miraba perpleja, ¿qué hacía el tipo que la había llamado en esas imágenes? Era incapaz de atar cabos. Necesitaba pensar.
«Y se puso de nuevo en marcha tras desescalar lo que había escalado antes. Apenas había comenzado a andar, cuando un nuevo ruido fuera del sendero la distrajo. Una extraña sensación hizo que se le erizara el vello de la nuca. Por un momento se sintió observada, pero hizo caso omiso. Ya se estaba emparanoiando de nuevo. Se apremió a seguir el camino.
»Aún no había llegado a cruzar el robledal cuando la misma sensación volvió a invadirla. Se giró rápidamente intentado ver de dónde procedía aquel nuevo ruido. Algún animal andaría merodeando por allí. El ruido se hizo más fuerte, más audible y no estaba lejos. Volvió a escudriñar los alrededores y a tomar aire por la nariz a fin de tranquilizar a su corazón, que se estaba empezando a poner nervioso de nuevo. «Vamos, sigue, acelera el paso que ya es tarde», se decía. Y aceleró el paso, pero continuó sintiendo como si alguien acelerase el paso a la par que ella desde una distancia corta. Y entonces, en la entrada del robledal, volvió a escucharlo, ya no estaba tan segura de si era un animal. ¿Había oído pisadas? ¿Por qué en cuanto ella se detenía el sonido desaparecía?
»De pronto, una sombra salió de detrás de uno de los árboles. Los troncos eran estrechos y allí no había lugar para esconderse. Desde luego aquello no era un animal, era una persona. Vestía con ropa oscura y sus movimientos fueron muy rápidos, como un fulgor negro que atravesó media doce de robles a su paso.
»La sombra se abalanzó sobre ella, como si de un animal salvaje se tratase. Quería correr, pero sentía como si sus pies se hubiesen quedado pegados al suelo. No conseguía avanzar lo suficiente, pesaba, de repente, pesaba mucho su cuerpo. Lo tenía encima. Cayó al suelo golpeándose las rodillas con el terreno repleto de piedras. Sintió como unas manos se agarraban a sus tobillos y la arrastraban hacia el interior del robledal. Quería chillar, pero sus gritos eran ahogados, no era capaz de escucharlos, no sabía si alguien podría oírla, no sabía si tenían sonido o se habían vuelto mudos. Sentía golpear su cuerpo constantemente, el dolor pasaba de la cabeza a la espalda, de la espalda a los brazos, de los brazos a sus muslos… Y, de repente, todo cesó. Abrió la boca para pedir ayuda y algo cortante la hizo callar. Chilló de nuevo y otro tajo cruzó su cara. Pidió perdón, rogó que no la hiciera nada, pero nada podía hacer. El movimiento se había detenido y no sabía si sentir alivio, de no verse arrastrada, o lo contrario. El hombre se acercó a ella, agarró con su mano su cara, por la barbilla y la miró a los ojos. Ella poco podía descubrir de él pues llevaba un pasamontañas ocultando su rostro.
»—¿Buscabas esto? Si, verdad, yo sé que sí, que esto es lo que tú querías. ¿crees que puedes hablar conmigo y luego olvidarte de mí? Así, sin más. ¿Quién te crees para no contestar mis llamadas?
Estaba perpleja, no entendía nada de lo que él estaba diciendo. ¿Acaso le conocía? ¿Se conocían?
»Él la tomó de la sudadera y en su afán de desnudarla, abrió con toda la fuerza esta por la mitad, rompiendo la cremallera. Comenzó a manosearla por dentro de la camiseta. Terminó rompiéndola y tomando un trozo de tela que le metió en la boca.
—Ahora ya no tienes que hablarme, ¿ves? Ahora ya no hace falta que lo hagas, zorra.
»Con un segundo jirón le amordazó la boca. Ya no podía hablar, estaba en lo cierto.
»Continuó por donde se había quedado, metió sus manos por dentro de su camiseta rota y alcanzó a tocar sus pechos. Los manoseó y maltrató mientras emitía jadeos y hablaba sin que nada se le entendiese. Ella trataba de patalear y moverse, pero no podía hacerlo, el peso de él se lo impedía. De repente, sus manos se alejaron de estos. Movimientos rápidos y bruscos de él, que se incorporó un poco con el único fin de bajarle el pantalón. Los pataleos fueron mayores, pero de nada servía. Él la golpeó y ordenó que se estuviera quieta, la amenazó con que si no obedecía sería peor. Sabía que llevaba razón y dejó de esforzarse. Él la quitó el pantalón y su ropa interior bruscamente. Comenzó a tocar sus genitales y, antes de que se pudiera dar cuenta, lo tenía de nuevo encima de ella, apretando contra su cuerpo a fin de penetrarla. Pero mientras él lo hacía, ella había conseguido sacar una de sus manos de debajo de su propio cuerpo. A cada empujón de él dentro de ella, más rabia sentía, más ira. Quizá eso le dio la fuerza suficiente. Comenzó a palpar la tierra que había alrededor suyo, a fin de encontrar algo con lo que defenderse. Y allí estaba».
—Hemos hallado esta piedra. ¿La utilizó usted?
La imagen de una piedra ensangrentada tirada en medio del sendero le revolvió el estómago. Comenzó a sentir arcadas y tuvo que levantarse y salir corriendo al cuarto de baño. Tras enjuagarse regresó al sillón.
«Sintió el frío de una roca lo suficientemente grande para hacer daño y lo suficientemente pequeña para levantarla del suelo. Él aullaba dentro de ella, su excitación era máxima. Ella ya ni siquiera sentía el dolor, se había desvanecido, ahora su mente estaba únicamente concentrada en tomar la velocidad y el ángulo perfectos para atacar a su violador. Sujetó la piedra en su palma, cerró sus dedos, apretó fuertemente su arma y dirigió un rápido y silencioso golpe directamente contra la cabeza de él. Él cambió un tipo de aullido por otro, el del placer por el del dolor. Se levantó lo suficiente como para retirarse de ella y liberar una mayor parte de su cuerpo. Sin pensarlo dos veces, arremetió de nuevo con la piedra contra su cabeza, ahora agachada y cubierta en parte por sus manos.
»Volvió a golpear, esta vez más fuerte, con la ayuda del peso de su propio cuerpo. Él cayó hacia un lado y ella, con una velocidad inconsciente, se subió desnuda y a horcajadas sobre el cuerpo de él que se retorcía de dolor. Fuera de sí, comenzó a golpear una y otra y otra vez la cabeza de él. Nada la podía detener, nada, ni siquiera cuando él perdió la consciencia y dejó de luchar y de sufrir. Ella siguió golpeando y golpeando hasta que sus músculos cedieron al cansancio. Buscó su pantalón, se lo colocó y se levantó. Cogió su mochila y salió corriendo hacia el camino, que aún se vislumbraba, aunque ya un poco más oscuro.
»Todavía era de día, todavía podía ver sin problemas. Soltó la piedra, su arma, y se desplomó en el suelo».
—Hemos encontrado el cadáver de este hombre en el robledal. Y esta piedra a pocos metros de distancia, en un camino. Su teléfono móvil estaba tirado junto a él y ropa interior. Volveré a preguntárselo. ¿Ha matado usted a este hombre?