Conmigo
1 de mayo de 2020El Camino
10 de mayo de 2020Un día como otro cualquiera, me desperté y todo había cambiado, aunque todo permanecía igual. Supongo que había cambiado mi prisma, mi manera de mirar las cosas, aunque no de ayer para hoy. Había ido modificándose poco a poco, con el paso de los años, de los meses y acelerándose con la llegada del calor, como si yo fuese una semilla a punto de germinar.
Hoy lo recuerdo y parece que el tiempo se detuvo y que los días no corrían y las horas no pasaban. Tengo la sensación de que aquel capítulo de mi vida transcurrió a lo largo de muchos días, pero no fue así. Fue rápido, sí, pero no indoloro.
Podría decirse que, por aquel entonces, lo tenía todo. Sin embargo, el vacío me había ido carcomiendo por dentro como un cáncer. Había tratado de extirparlo, de darle medicación, pero no curaba, no sanaba y se iba extendiendo por todo mi ser, o lo que había quedado de él.
¿Quién era yo? ¿Quién era aquel hombre, de casi cuarenta años, que me miraba como a un desconocido desde el espejo? Ya no era capaz de reconocerme. Ella me había arrebatado mi vida, mis amigos, mis amistades, todo. Pero, de verdad, ¿había sido ella o había sido yo?
Le culpé, durante mucho tiempo le culpé. Creo que después de casi seis años lo sigo haciendo, soy incapaz de mirarla a la cara sin sentir odio hacia ella, rencor. Me lo arrebató todo, dos veces. ¿Pero me lo arrebató ella o decidí perderlo yo?
Por un momento, sentí haber alcanzado la plenitud en mi vida, una vida perfecta, una vida a la que no le faltaba casi de nada. Laboralmente, había conseguido un buen trabajo, cerca de casa, en el que hacía y deshacía, prácticamente, a mi antojo. Me había quedado en el paro poco tiempo después de conocerla y comenzar de nuevo... me daba tanta pereza. Fui dejando pasar el tiempo y, aunque coqueteé con las empresas de trabajo temporal, con las páginas de búsqueda de empleo... no me lo tomé demasiado en serio, al igual que el curso que comencé a hacer y nunca terminé. Pero ahí estaba ella y su familia para facilitarme la vida y lo que mi propia familia no hizo por mí, lo hizo la suya. Ya tenía trabajo y, si las cosas continuaban así, prometía un buen sueldo y una vida acomodada, como la de ellos. La vida con ella, mi pareja, llamémosla Ana, era buena. Yo la quería y deseaba, pero no tenía tan claro sus sentimientos hacia mí. Ni siquiera al principio. O me lo daba todo o no quería nada. Aun así, nos comprometimos a vivir juntos y nos compramos una casa, con ayuda de sus padres. Ella terminó sus estudios y comenzó a trabajar en el negocio familiar de seguido, así que, allí estábamos todos juntos: su padre, ella y yo y algunos empleados más. Pero la situación no era en absoluto complicada. De hecho, mi relación con su familia era mucho mejor que con la mía. Un día me dejó. Yo estaba sentado en el sillón de nuestra nueva casa, esperando a que llegase de la universidad, de un examen que tenía y, cuando llegó, se plantó delante de mí y me dijo que ya no me quería. Que lo sentía, pero que era así. Y se fue.
Hice lo mismo que había hecho siempre, lo que hice con mi vida laboral... nada. Esperar a que los problemas se resolvieran solos y, de nuevo, así fue. Ella no se sintió agobiada por mí y mi comportamiento siempre fue educado, amable y cariñoso. Y volvió, no pasó demasiado tiempo y volvió a mi lado. Siempre tuve el apoyo de su madre y también de su padre y, supongo que, de una manera u otra, eso actúo en mi favor.
Vendimos la casa y nos compramos una más grande. Mi sueño, tener un chalé, como tenían sus padres. Ella no estaba muy convencida, pero conseguí que aceptase y nos lanzamos a aquella aventura. Y aquel año, unos meses antes de que nos entregasen las llaves de nuestra gran nueva casa, le pedí que se casara conmigo. Fue la noche de Reyes. La llevé a cenar a un bonito restaurante y, poco antes de terminar el postre, se lo pedí con un flamante anillo que me había costado un dineral -en ese momento teníamos algo de dinero de la venta del piso-. Me vine arriba. Y me dijo que sí.
Nos casamos. Una boda familiar. Un viaje de luna de miel para no olvidar nunca, al que fuimos dos y volvimos tres y ya a nuestra nueva casa, recién estrenada. Ella no estaba segura de querer tener hijos, pero yo sí. Era lo suyo, ya teníamos una buena casa, nos habíamos casado... Y a los 9 meses llegó nuestro hijo y los mayores problemas a los que nos enfrentamos ella y yo juntos. ¿He dicho juntos? Bueno, yo escuchaba sus llantos, críticas, quejas, exigencias, peticiones. Escuchaba, asentía, pero no hice nada. Era, seguramente, cuestión de tiempo que aquello también se solucionara. Apenas un año después, todo saltó por los aires y me quedé sin mi verdadera familia. Mis padres, mi hermano, su mujer... Ana se quejó en la recta final del embarazado, en los días que siguieron al parto y durante meses y meses de la falta de empatía hacia ella por parte de mi familia. Se presentaban en casa cuando consideraban ellos conveniente y a ella no le gustaba. Trató de decirlo, pero cayó en saco roto. Especialmente, al poco tiempo de nacer nuestro hijo, la situación se hizo muy dura. Imagino que ella también se encontraba en un momento más sensible y yo, yo no quería problemas, ni con ella, ni con ellos. Trataba de salvar la situación esperando de nuevo que el paso del tiempo la resolviera, pero las cosas se iban poniendo cada vez más difíciles. Yo estaba en tensión cada vez que mis padres venían a casa, a pesar de que Ana les atendía sin problemas y sin rechistar, incluso poniendo buena cara. Pero después, cuando ya estábamos a solas, se quejaba. Se quejaba de falta de intimidad, de falta de respeto, de no poder tomar las decisiones correspondientes a su propia casa y a su propia familia. Se quejaba porque se presentaban en casa sin avisar, despertando al niño tras haber necesitado varias horas hasta conseguir dormirle. Y así era un día, y otro, y otro. Y yo... yo no sabía qué hacer.
Me destrozaba verla llorar de aquella manera, pero no me sentía con fuerzas para hablar con mis padres. Nunca me había enfrentado a ellos, a él especialmente. No podía. Al año, a costa de un favor que les pedí, por no volvérselo a pedir a mis suegros, estalló todo por los aires y tuvimos un enfrentamiento en el que no solo se me echaron en cara cosas que habían pasado recientemente, sino cosas de hacía muchísimos años, de mi juventud. La discusión fue tremenda y sin embargo, pasado aquel primer momento, me di cuenta de que se habían terminado las discusiones. Con el tiempo la relación volvería a normalizarse, seguramente. Ahora todos estábamos enfadados y era mejor mantenerse distante. No sé si ella se sintió feliz, sé que yo sentí cierta liberación. Y así fue, se acabaron los problemas. Los años fueron pasando y ni mis padres se acercaron a mí, ni yo me acerqué a mis padres. Eso no significaba que no les echase de menos, pero si ellos, que eran quienes habían provocado la situación y dicho las cosas que habían dicho, no se acercaban a solucionarlo... ¿por qué tenía que hacerlo yo? Se habían terminado los llantos de Ana, las obligaciones de los fines de semana, el sentimiento de culpa y frustración por no poder resolver la situación. El tiempo seguro que lo solucionaría. Y nació nuestro segundo hijo, una preciosa niña, y ellos no molestaron esta vez a Ana. Conocieron a mi hija en el bautizo y porque Ana insistió en invitarles. ¿Me dijo alguna vez Ana que no hablara nunca más con ellos? ¿Me prohibió ir a verles, visitarles, llevarles a sus nietos? Lo cierto es que no, nunca. De hecho, sí me dijo que entendía que yo lo hiciese, pero que con ella no contase. Pero no lo hice, nunca. Y mis hijos fueron cumpliendo años sin la presencia de esos abuelos. Por el otro lado, tenían exceso de abuelos maternos. Mi suegra, al principio del nacimiento de nuestro primer hijo, estaba en casa muy a menudo para ayudar a su hija tras el parto. Yo veía a mi suegro todos los días en el trabajo y, cuando Ana tuvo que volver porque se terminó la baja de maternidad, fue la abuela quien se encargó de cuidar primero a uno y luego a la otra. A menudo, comíamos en su casa, sobre todo si los niños no tenían cole y estaban allí con ellos. En navidades nos organizábamos para cerrar la tienda en la que trabajábamos y marcharnos todos juntos a descansar a la casa de la playa que ellos tenían. Mi vida social se había reducido a su familia.
Mi vida no era mala. Vacaciones pagadas, trabajo fijo, dos hijos, mi mujer, unos suegros dispuestos siempre, una casa estupenda. Pero la crisis complicó la situación económica en casa y Ana no me dejaba comprar ni un solo capricho. Yo trabajaba muchas horas, muchos días, y me merecía algún premio, pero nunca había dinero. Ella se sentaba todos los meses a echarme la charla con las cuentas. Siempre la misma canción: no llegamos. Hasta que un día me comenzó a hablar de vender la casa. Aseguraba que los gastos de esta nos comían y que vendiéndola y buscando algo más económico podríamos vivir mejor. Yo me podría comprar esos caprichos y podríamos irnos de vacaciones a algún lugar diferente de la casa de la playa de sus padres. Pero mi casa era mi casa, representaba algo más que un edificio en el que vivir, por más que ella insistiera en palabras bonitas de que un hogar es allí donde está la familia. Mi casa era mi casa y no la quería perder.
Los problemas económicos comenzaron a hacer mella. De nuevo tensión y algunos enfrentamientos a causa de los gastos. Su insistencia con la venta...
Y a aquellos problemas se sumaron los de ámbito sexual. ¿Por qué nunca quería acostarse conmigo? Eran veces contadas, podía pasar un mes sin querer hacerlo y para mí era tan frustrante, tan desesperante. No me sentía deseado por ella, un cero a la izquierda. Me decía que no podía hacer nada, que era culpa de la píldora que le disminuía la livido... Habíamos ido repetidas veces al ginecólogo por esta causa, le habían cambiado las pastillas y probado con todo lo que hay en el mercado y con nada mejoraba. Solo estando embarazada desaparecía ese problema y su apetito sexual se volvía voraz. ¿No me deseaba?
Las malas sensaciones se iban apoderando de mí, los niños no eran consuelo y ella mucho menos, el trabajo ya no me apetecía de la misma manera y estaba harto de pasar mi tiempo libre rodeado de su familia. Necesitaba un cambio en mi vida, algún parche que me ayudase a continuar sin explotar. Así fue como comencé a animarme a hacer deporte, más allá de algún domingo que compartía afición con mi suegro. Y empecé a correr, al principio poco a poco, pero me fui animando. Aquello me liberaba, me sentía libre, fuera de las garras de ella y de su familia que era en lo que se había convertido mi vida. Y corría y corría y empecé a añadir más minutos, e incluso a relacionarme con otras personas que también hacían deporte. Me animé a empezar con la bicicleta, pero la respuesta fue un no cuando dije de comprar una un poco mejor que lo básico. De nuevo no había dinero para mi "capricho".
El deporte me animaba y comencé a practicarlo de manera constante y durante más tiempo. Pero, para poder hacerlo, debía sacar tiempo y el único tiempo libre que tenía era a partir de mi llegada del trabajo y la hora de comer y la siesta, imperdonable, así es que opté por la primera. Cierto que fui dejando de lado las tareas que me "tocaban" en relación con mis hijos, pero también necesitaba salir de casa, desfogarme, soltar adrenalina. Y ella comenzó a quejarse. "Que no estaba nunca para ver a los niños, que ya no les acostaba ni leía cuentos, etc. o que ella tampoco tenía tiempo para sí misma".
Estaba a punto de reventar. Me miraba y ya no sabía quién era y qué hacía. ¿Había decidido yo casarme? ¿Había decidido yo tener dos hijos? Me sentía viviendo la vida de otra persona. Me sentía ausente de mí mismo, como si yo ya no existiera. Había olvidado quién era, qué quería, ya no sabía si lo que tenía era lo que quería o simplemente me había dejado llevar por "lo que tocaba". Lo perdí todo intentado encontrarme.
Ella apareció en mi vida sin esperarlo, sin premeditación, simplemente, apareció. Allí estaba con una sonrisa amable cada día, sin reproches, solo palabras dulces, sin burlas, repleta de admiración, quizá fingida, quizá no. Era lo que en aquel momento necesitaba y lo hallé en medio de mi profunda confusión. Más joven que Ana, aumentaba mi autoestima el mero hecho de que se fijase en mí, en mis cambios físicos gracias al ejercicio e incluso me pedía que le enseñase lo que yo iba aprendiendo. Ana no quería saber nada. No sé cómo surgió aquello, no sé qué fue lo que hizo que diese aquel paso que mandaría 14 años al traste y me dejaría sin nada de lo que había construido hasta ese momento. Trabajábamos juntos, ella acababa de entrar. Al principio solo eran breves conversaciones en mitad de un pasillo, en el almacén buscando alguna cosa, en los ratos sin clientes en el mostrador. Se interesaba por mi, por lo que hacía en mi tiempo libre, me halagaba diciéndome que se notaba que me estaba poniendo en forma y yo, yo necesitaba escuchar aquello y no quejas, no ignorancia. Dejé de sentirme como un mueble más de un falso decorado que ya ha quedado anticuado y no hay dinero para renovar. Allí estaba ella cada mañana, con su mirada de tigresa, con su sonrisa pícara, poniendo cada día un granito más de ilusión en mi asqueado ego. Daba de comer a mi ego, profundamente dañado, profundamente confundido. Y comencé a compartir mis desalientos con ella, mis perturbaciones y ella, las suyas, conmigo. Y empezamos a tejer una madeja de hilo fino entre nosotros. Con el paso de los días, nuestras palabras y miradas comenzaron a convertirse en discretos contactos, pequeñas caricias y un día quedamos a solas. Ella se había convertido en la ilusión de mis días, de mis tardes, de mis noches. Mientras Ana dormía, yo me quedaba chateando con ella, contándonos cosas, flirteando, imaginando el día que pudiéramos estar juntos. Hasta que lo estuvimos. Claro que me sentía mal por lo que estaba haciendo, claro que me reconcomía la conciencia y dudaba, pero era mayor mi necesidad, mi anhelo, mi ego me lo pedía a gritos, ¡hazlo! Necesitaba poner distancia con Ana y los niños, saber qué quería y tener tiempo para pasarlo con ella, mi nueva ilusión. ¿Pero qué podía hacer?, ¿cómo hacerlo sin levantar sospechas? Al principio comenzamos a vernos en mis ratos de deporte. Yo seguía llegando a casa después de trabajar y me iba con mi ropa de "runner" como cada día. Solo había una diferencia, pequeña pensé en aquel momento, una que pasaría desapercibida a los ojos de Ana. Pero no fue así. Comenzó a estar algo más pendiente de mis entradas y salidas y, a menudo, cuando regresaba encontraba sus ojos empañados de lágrimas o se había quedado dormida con los niños. Decidí marcharme, pero necesitaba un sitio donde ir. Hablé con mis padres y traté de hacer las paces. No me iban a perdonar, lo sabía, pero al menos aceptaron acogerme mientras yo solucionaba las cosas con Ana. Les hablé del suplicio que para mí había sido estar sin saber de ellos, sin poder visitarles ni verlos, por miedo a Ana, quien me lo había prohibido. Les hablé de lo que me entristecía que mis hijos no los conocieran, por culpa de Ana. Que Ana me había arrebatado la vida para quedársela ella y su familia y que yo estaba harto de aquella situación. Me aceptaron, como un padre acepta a un hijo. Y con ellos me quedé. Dejé mi casa, mi amada y perfecta casa, pero pronto volvería, rehecho, centrado, comprendido, dispuesto a darle la vuelta a mi vida. Los padres de Ana estaban al corriente de nuestra situación y cogí vacaciones en el trabajo. Necesitaba buscarme y en aquel momento ansiaba hacerlo entre los besos de ella, ya no los de Ana, los de Ana ya no me apetecían.
La recogía con el coche de mis padres en un lugar de la carretera al que ella acudía andando, discretamente, por temor a ser vistos. Al principio, simplemente, disfrutábamos un rato de nuestra mutua compañía. Hablábamos, reíamos, algún sollozo se escapaba y un día, al enjugar sus lágrimas, no me pude contener y ella tampoco y nos besamos. Nos besamos como yo no recordaba que se podía besar, con ternura, con deseo, con confianza... Allí, solos en la paz y tranquilidad de mi coche, en la intimidad que nos ofrecían las ventanas tintadas de atrás, allí comenzamos a recorrernos y conocernos con mayor intimidad. Encontramos nuestro lugar especial, nuestra música especial a las que seguían nuestras especiales caricias. Y el tiempo se paraba. Y mi ilusión crecía y, mientras estaba con ello, el miedo a ser descubierto, a perder a Ana, se desvanecía. Su mirada convertía todo en deseo, su juventud todo en magia. Un día le dije a Ana, tras una discusión, que anhelaba aquel sentimiento que juntos habíamos compartido hacía tantos años, anhelaba el deseo de estar con el otro, la ilusión... Y, entonces, mi cabeza golpeaba duramente a mi corazón diciéndole: pues mientras ella continúa con la lucha del día a día, tú has encontrado quien te de todo eso. La estaba engañando y me sentía mal por ello. Yo no quería dejar a mi familia, pero necesitaba aquello y no podía decir que no. Y tampoco quería. Por una vez, estaba haciendo lo que no debía hacer, lo que no era de esperar, lo que nadie se hubiera atrevido a pensar que haría, lo irresponsable, lo egoísta, lo censurable incluso. Ansiaba disfrutar de aquel joven cuerpo que me hacía sentir de nuevo viril, atractivo, sexual. Deseaba a aquella mujer y aquel deseo era demasiado fuerte como para dejarlo pasar.
Y una noche todo terminó. Nuestros paseos por Madrid, nuestros encuentros en la oscuridad, nuestras conversaciones confidenciales. Aquellos faros se posaron sobre mi coche en aquel pequeño claro de un pinar. Las luces nos deslumbraron y la confusión se adueñó de nosotros, que yacíamos desnudos disfrutando de nuestro momento especial. No recuerdo la cantidad de cosas que se pasaron por mi cabeza en aquel momento. Fue un instante, unos segundos hasta que escuché la voz de Ana y vislumbré su cara a través de la ventanilla trasera del coche. Fue como estar metido en una pesadilla, en la peor de todas, una de esas en las que no puedes escapar a una vertiginosa caída por un pozo negro e infinitamente profundo. Golpeó un par de veces la ventanilla con el nudillo mientras, con una frialdad poco habitual en ella, me decía que bajara la ventanilla para darme unos papeles. Mis manos temblorosas, corrieron a recoger mi ropa esparcida por el coche, mientras ella no paraba de repetir una y mil veces mi nombre seguido de la cantinela de "baja la ventanilla que te tengo que dar unos papeles". Una y otra vez, como un mantra endiablado. No había gritos, ni llantos, ni reproches, solo aquellas malditas palabras. Mi cabeza no paraba de pensar erráticamente. Por fin, pude colocarme, a medias, en el asiento delantero y ella bordeó el coche hasta colocarse en mi ventanilla, repitiendo nuevamente las mismas palabras: "baja la ventanilla que tengo que darte unos papeles". Y la bajé, lo hice. Ella, móvil en ristre me dio una funda transparente con documentos dentro. Yo traté de ocultar a mi acompañante, no quería que la viera y la grabase, sospechando que eso estaba haciendo. No podía sacar el coche de allí pues el vehículo de ella me había bloqueado el paso. Puse mi mano delante de la cámara para evitar la grabación y ella simplemente me dijo: sé con quién estás. Se dio media vuelta y se volvió al asiento del acompañante del coche de detrás. Y se fueron. Al mirar por el retrovisor, descubrí que el coche era el de su padre, que permanecía atónito a la escena en su asiento de conductor. Yo arranqué rápidamente y caí en la cuenta de que no llevaba la camiseta puesta y mi pantalón estaba desabrochado. Ya no había vuelta atrás. Ana me había descubierto. Salí de allí como alma que lleva el diablo y, en las maniobras, golpeé ligeramente el coche con un árbol. Toda clase de improperios salieron de mi boca; el corazón me latía en las sienes y sentía que estaba a punto de salirse de mi boca. Ella no paraba de preguntarme si estaba bien, no quería escucharle, ¿cómo voy a estar bien? La frase "qué has hecho" no paraba de repetirse una y otra vez en mi atormentado cerebro. Qué has hecho, qué has hecho, qué has hecho. Por fin tomé la carretera, en dirección contraria a la que supuse que había tomado ella. ¿Cómo me había descubierto? ¿Cómo había sido posible eso? No lo sabía, pero lo había hecho. Conduje varios kilómetros, necesitaba reflexionar y tranquilizarme, pensar en qué iba a hacer a continuación. Paramos para poder vestirnos por completo. Yo estaba completamente fuera de mí, el miedo y el estupor se habían apoderado de mi ser. Ella me acariciaba tratando de consolarme, de tranquilizarme, pero nada servía. Debía devolverla a su casa y después ya vería. Di la vuelta y me encaminé hacia allí. Su casa estaba ubicada en una zona apartada del municipio en el que vivía. Ni siquiera su calle estaba asfaltada. Llegué allí y se bajó del coche, pero antes de que nos diese tiempo a reaccionar, la madrastra de ella apareció por el camino de entrada a la finca. No venía sola. Ana la acompañaba. Ana había cambiado de coche, ya no estaba en el coche de su padre con este de conductor, ahora había optado por desvelar mis vergüenzas ante la persona que había confiado en mí y en su hijastra. Ana bajó del coche y soltó una serie de improperios, esta vez su tono de voz sí era más elevado. Preguntaba que si la había tomado por tonta, que sabía de sobra con quién estaba. Al rato, ambas se subieron al coche y se marcharon, ante los ojos llorosos de ella, de mi amante. ¿Acaso pensaba que aquello no le iba a salpicar a ella también? ¿Que solo iba a pagar yo la factura?
Las perdí a las dos, aunque traté de tener a ambas. Me despidieron del trabajo. Sin darme cuenta, me saqué yo solo de la casa sin opción a regresar. Ana y yo hablamos un día y le entregué las llaves de la casa y no me volvió a dejar entrar. Traté de engañarla, de convencerla de que lo que había visto no era en realidad lo que había visto, pero tenía pruebas contundentes, no solo lo que por sí misma había visto. En aquellos papeles que me entregó encontré todas sus pesquisas: fotografías de mi amante y mías juntos, de nuestros paseos por Madrid, de nuestros escondites, de nuestras llamadas y mensajes. Había contratado incluso a un detective, pero la mayor parte de las pesquisas y el descubrimiento final lo había hecho ella sola.
Se había acabado todo. Con Ana poco podía hacer y con ella... con ella ya no me merecía la pena. Se había desvanecido la ilusión y la magia. Dejé de ver a mis hijos durante una breve temporada, necesitaba alejarme de ellos y de Ana, pensar qué iba a hacer. Y lo hice. Sigo teniéndole rencor. Quizá porque con ella lo tuve todo y luego todo me lo quitó. ¿Me lo quitó o lo perdí?
No me encontré tras aquella sonrisa dulce y aquellos ojos pícaros. No sé si, seis años después, he conseguido encontrarme, lo cierto es que hay heridas sin sanar que no sé si seré capaz de curar o si lo quiero siquiera hacer. No sé si algún día caminaré por el sendero que yo decida o mis pasos siempre irán anclados a otras personas; si nací para ser sombra o algún día llegaré a ser árbol. No sé nada, es probable que ni siquiera sepa quién soy.