Donde caben Dos, caben Tres
27 de septiembre de 2020Sonríe tras tu nuevo Disfraz
15 de octubre de 2020Dos manos sesenta y cinco años después
Se sentó acariciando su delgada mano, sintiendo las arrugas dibujadas en el torso y el palpitar de aquellas venas abultadas, síntomas inequívocos de la edad. Su mano aún procuraba cierto calor, pero era consciente de que no tardaría demasiado en mostrar esa frialdad terrible.
Sesenta y cinco años separaban aquel momento del primero en el que sujetó su mano. Entonces, una mano joven, tersa y suave. Un tacto cálido, propio de su juventud y cierta sudoración propiciada por el nerviosismo de aquella primera cita.
Algo más de un mes necesitó para acercarse a ella y sostener aquella mano. Y sesenta y cinco minutos más para besarle suavemente los labios.
Recuerdos
La suave luz de la mesita de noche coloreaba de un tono anaranjado toda la escena. Ascendió con su mirada hasta los labios de ella, ahora teñidos por la luz que ocultaba un rosa grisáceo bañado por pequeñas líneas verticales. Por más años que pasasen, nunca olvidaría el sabor de aquellos labios en los momentos disfrutados con mayor pasión. Ni tampoco aquel sabor amargo y dulce de los momentos de despedidas, de los momentos de reencuentros.
Yacía en la cama. Esperaba la hora. Tranquila. Relajada. Su respiración lenta, pero constante. Su silencio solo roto por algún suspiro. Se ensoñaba a menudo y sus párpados se hacían eco de ello. ¿Qué pensaría? ¿Quién o qué cosa ocupaba en aquellos momentos su mente?
Ansiaba ser él. Como lo fue antaño, cuando su vida había girado de manera descontrolada entre las sábanas de ella y la cama de él. Cuando sus cuerpos no se cansaban de recorrerse una y otra vez, como si fuesen nuevos y desconocidos, cada vez, como si se estuviesen presentando ante un público apenas conocedor de lo que allí se representaba.
Anhelaba sujetarla por la cintura, atraerla hacia él, susurrarle en el oído lo mucho que la deseaba. ¡Qué lejanos y qué nítidos eran, de repente, aquellos recuerdos!
¿Tantos años habían transcurrido desde entonces? ¿Tanto tiempo había pasado sin sentir el deseo descender desde su pecho hacia su sexo?
Estaba allí sentado, sin ánimo para sentir ni la más leve conducta sexual. Pero solo sin ánimo. El recuerdo y la memoria no estaban de acuerdo. Y experimentó algo que llevaba demasiado tiempo sin sentir. De repente se sentía excitado.
De la vergüenza a la sonrisa de la vida
Vergüenza, no solo la excitación surgió entre sus piernas. La vergüenza ruborizó su pálido y arrugado rostro. La vergüenza inquirió su alma como si aquel devaneo mental fuese motivo del peor de los castigos divinos.
Ella, pálida, ajada, surcando lo que podrían ser sus últimos días de vida, sus últimas horas o incluso, minutos y él... él... con una erección inesperada provocada por aquellos recuerdos tan nítidamente sexuales.
"Viejo, es que, a ti, aún te queda vida". Llevaba apostado en aquel sillón junto a ella, día y noche, desde hacía semanas. Ni siquiera podría decirse que vivía, solo subsistía. Realizaba las funciones fundamentales para tenerse en pie, para poder seguir sentándose y sujetando su mano, para poder abrir la puerta de los enfermeros que visitaban a su esposa. Subsistir, hasta el último aliento de ella, de eso estaba seguro.
Y en todo aquel montón de segundos empleados en esa labor, su mente había viajado por infinitos momentos de su vida. De la de él y de la de ella y él. Pero solo aquel día, la sexualidad había aparecido escondida detrás de aquellas arrugas. Y se dejó vivir por el pensamiento.
La vergüenza se convirtió en una ligera sonrisa que aparecía en la comisura de sus labios y en un leve brillo en las pupilas de sus ojos.
Recorriendo su cuerpo
Aquella cintura, aquellas caderas, aquella melena oscura repleta de rizos perfectos que caían por una larga y perfecta espalda arqueada. Aquel cuerpo tumbado boca abajo, aquellos glúteos de maravillosas dimensiones, y su mirada, esa mirada pícara y sexual. Su rostro apoyado en la palma de una de sus manos. Y él, él solo la miraba. Como si fuese a pintar un cuadro y necesitase retener aquel momento en la retina. Y lo había conseguido.
Más de cinco décadas después, aquella imagen era como una fotografía de alta calidad. Recordaba inclinarse hacia ella, quedarse de rodillas en el suelo, junto al sofá en el que ella estaba perfecta y sensualmente colocada; pasar la yema de su dedo desde sus suaves hombros hasta la corva de su rodilla. Repetía el movimiento en camino ascendente y volvía a bajar. Su mano se ansiaba por recorrer zonas más íntimas y, pronto, sus dedos surcaron el dorsal de aquel cuerpo para sentir, tras pasar las costillas, aquel pecho que solo se escondía a medias. Su redondez, su especial tacto y esa consistencia que lo hacían único. Recorría sin parar aquel perfecto cuerpo. Volvía a descender por la zona central de la espalda, serpenteando en su bajada y se deslizaba sigilosamente entre los muslos de ella hasta dejarse sentir en donde, minutos más tarde, volvería a insuflar todo el placer que pudiera.
El clímax mortal
Como si una conexión especial hubiese emergido de aquel pensamiento, el rostro de ella esbozó una sonrisa, para otros apenas visible, para él gratamente reconocible. Aquella sonrisa en su rostro, aquella que le hacía sentir un hombre único en la faz de la tierra. Entendió que era el momento de la marcha, el momento que llega tras el clímax, ese en el que el cuerpo se expande, se relaja y la mente le acompaña y se funden para retirarse a saborear ese instante.
Su mano se tornó más fría, su cuerpo más pesado. Él se agachó y se puso de rodillas, como en aquella fotografía. De nuevo recorrió el cuerpo de ella con su dedo índice. Sabía que era la última vez que lo haría y eso convirtió aquel último instante de su mujer en otra fotografía inolvidable de su vida.