Yo, cadáver
7 de septiembre de 2021El Observatorio
29 de septiembre de 2021Miró aquellas nubes, casi sin pestañear, agarrada a la mano de su abuelo. Apenas le llegaba aún por la cadera —su abuelo era un hombre alto, erguido, grande, como un roble, robusto, que parece que nunca pueda caer al suelo, ni moverse sus recias ramas—.
Escuchó un ligero sorbido de mocos, de esos que haces, a veces, cuando se “te cae la vela”, y miró hacia arriba para encontrar su rostro. La mano que no la tenía agarrada estaba limpiando una lágrima traviesa que se había atrevido a salir, sin permiso, de aquellos ojos oscuros que pareciera que nunca habían llorado. —Y es que, el abuelo era duro, como ese roble, que parece que ni el sol, la lluvia, el viento, el frío o el calor, le hagan sentir o padecer—.
—¿Tú también estás triste abuelo? —preguntó con aquella dulce voz infantil teñida de tristeza y miedo.
—Sí, pitufa, también estoy triste, hoy todos lo estamos —respondió mirando hacia el lugar en el que se reunían más familiares ataviados, en su mayoría, con negros y otros oscuros colores.
—Abuelo.
—Dime.
—Y ¿vamos a estar tristes mucho tiempo? Es que a mí no me gusta sentir esto —y se tocó la barriga con la mano izquierda, la que estaba libre.
—Y ¿qué es lo que sientes que te tocas la barriga?
Entonces, el abuelo se acuclilló a su lado, para que sus ojos quedasen a la altura de los de su nieta y hacerla sentir un poco mejor, pensó.
—Es que me da dolor por aquí —dijo subiendo con su mano hacia la boca del estómago—, y por aquí también, por aquí más todavía, me duele y me pica —y se tocó la garganta.
—La tristeza durará un tiempo peque, pero esos dolores se irán pasando antes, ya lo verás.
Él también sentía esa misma sensación.
La niña se abrazó a su abuelo, rodeando con sus pequeños brazos el cuello de él, ya marcado de arrugas.
—Tú no vas a irte, así como mamá, ¿verdad abuelo? —preguntó compungida y, acto seguido, comenzó a llorar de una manera llamativamente silenciosa—. Porque papá también se fue; también lo hizo la abuela; y ahora ya solo quedamos tú y yo y, a mí, me da miedo que tú también te tengas que ir al cielo.
—Yo no me iré a ningún sitio, pitufa, me voy a quedar aquí contigo y, solo cuando seas mayor y yo ya no te haga falta, solo entonces, iré con ellos, ¿te parece bien el acuerdo?
Mientras le decía aquello a su nieta, el corazón se le aceleraba y la sangre que le recorría el sistema circulatorio no sabía si explotar o helarse. Prometer aquello… era la promesa más dura y difícil que podía hacerle. Nunca había sido amigo de las mentiras, ni de los engaños. Llevaba, a diario, como camisa su honestidad; por pantalones los de la sinceridad; y la ropa interior solía ser la ecuanimidad. Pero aquello… aquello era distinto.
La pequeña, de la mano de su abuelo, se dirigió hacia el lugar en el que se encontraban amigos y familiares. Unos lloraban y otros se abrazaban.
Percibía muchísimos ojos sobre su rostro y estaba asustada. No quería que la miresen de aquella manera. Apretó fuerte la mano de su abuelo, sintiendo los surcos que trazaban, en su piel, las arrugas y pensó en el acuerdo que acababan de hacer. Notó que el dolor de su barriga disminuía un poquito, porque sabía que su abuelo no la engañaría. Se sentía un poco más segura sabiendo que siempre estaría ahí con ella, para cuidarla, enseñarle y acompañarla.
El abuelo notó un aumento de la presión de la pequeña mano de su nieta sobre la suya. Pensó en la suavidad y la inocencia de esa mano, en los días que quedaban por llegar; en si Dios o la naturaleza le concedería el deseo que acababa de formular al oído de su nieta: poder estar con ella para protegerla, cuidarla y ayudarle hasta que ella pudiera hacerlo por sí misma, al menos eso, hasta que ella pudiera valerse sola. Sola. Porque su pitufa solo le tenía a él.
De frente a tantas miradas, que los observaban mitad con ternura y mitad con pena, sintió que una energía poderosa acababa de atravesar su cuerpo y cruzar hacia el de su nieta, quien, en ese preciso instante, le miraba con cara de sorpresa.
—Abuelo, ¿qué ha sido eso? —preguntó con los ojos abiertos como platos.
—Eso ha sido mamá, pitufa, se estaba despidiendo de nosotros dos y diciéndonos que siempre estará ahí para cuidarnos desde el cielo.
Y la pequeña le sonrió.
Hoy, los surcos de sus arrugas son mayores. Las lágrimas resbalan sin piedad por los trazos de su rostro. Decenas de personas le rodean, en silencio, mientras él recuerda la última vez que lloró. La losa, el foso, el atuendo oscuro de la gente, todo es tan similar... Pero, ahora, no sujeta la dulce mano de su nieta, de su pitufa. Su mano huesuda cuelga junto a la pernera de su pantalón sin nadie que la sostenga.
La primera palada de tierra cae sobre la pequeña caja de madera color blanco. Ahí está la pequeña mano de su nieta, junto al resto de su cuerpo. Ahí se marcha ella antes, obligándole a cumplir aquella promesa que le hizo de que nunca la dejaría sola hasta que no se valiera por sí misma.
Mirando al cielo, con los ojos irritados de tantos días de llanto y desesperación, pide a los que allí se encuentran que le lleven con él para volver a sentir aquella dulce mano.