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Era un lunes de mierda cualquiera desde que había abierto el ojo. Estaba asqueado. Desde que había amanecido, parecía que el mundo se había puesto en su contra. Sentado al volante de un Passat, de hacía veinte años, trató de tomar aire profundamente y soltarlo despacio. Tenía que relajarse y, haciendo caso a su psicóloga, decidió al menos intentarlo. Sentía la tensión recorriéndole los nudillos apretados de sus manos. Al cabo de cuatro o cinco inspiraciones, consiguió sentirse más relajado.
Un lunes de mierda
Nada más comenzar la mañana, su madre le había llamado para, como de costumbre, soltarle un buen sermón. Le trataba como si fuese un niño chico. Mientras escuchaba el monólogo grandilocuente de ella, se preparaba su tazón de leche con un poquito de café. Pero, al llevarlo al microondas para calentarlo, vertió la mitad del líquido en el suelo de la cocina. Cabreado, dejó el teléfono sobre la encimera con su madre hablando. Limpió lo más rápido que pudo, pero estaba claro que ya iba a salir tarde.
La mañana podía ir a peor
Abandonó la tarea de desayunar y subió a su cuarto a ponerse el uniforme, así ahorraría algo de tiempo al llegar al trabajo. Bajó de nuevo y recogió sus cosas. Tardó varios minutos en localizar el teléfono. Ya no había ninguna llamada activa de su madre, quien debía de haber colgado al darse cuenta de que estaba hablando sola desde hacía un rato. Después de eso, el resto de las circunstancias que habían desencadenado su nerviosismo habían sido las típicas de cualquier lunes por la mañana. A saber: el mero hecho de ser lunes; el espantoso tráfico de la carretera; los “domingueros” que regresaban del puente, fuera de su día habitual, y que conducían como les venía en gana, molestando al resto de conductores; un pequeño control de la Guardia Civil en uno de los accesos a la N-612… Esa mañana no le iba a dar tiempo ni a fumarse un cigarro. Optimista, pensó que la mañana siempre podría ir a peor.
Hora de fichar
A las 10.05 estaba apoyando su dedo índice en el lector de huellas de la máquina de fichaje. Tras saludar a los compañeros y compañeras que se iba encontrando, recogió sus cosas de la taquilla y salió disparado hacia su puesto de trabajo. Su jefe de sección le estaba esperando y se señalaba el reloj de su muñeca con el dedo índice de la otra mano a la vez que arqueaba, de una manera bastante cómica, una de sus cejas. Se disculpó varias veces y resumió el estado de las carreteras de la mejor manera que pudo. La mañana iba pasando muy lentamente. La sección de ferretería era una de las más transitadas de toda la tienda, sin embargo, esa mañana estaba prácticamente vacía de clientes.
Ella
Hacia media mañana apareció su jefe con ella. Ella, Susana, era una chica morena, alta, con muy buen tipo y muy simpática. Llevaba solo un par de días trabajando allí, pero ya se había ganado las simpatías de los trabajadores masculinos y algunas femeninas —de estas más enemistades, en general—. A él le había encantado desde que la había visto llegar el primer día. Tenía esa cara de niña buena, de no haber roto un plato nunca, pero, cuando le miraba fijamente, sus ojos destellaban pasión y cierto grado de locura que a él le volvían loco. El jefe se dirigió junto a Susana hacia donde él estaba colocando un pedido.
Una entrepierna escondida
Con cada paso de ella, notaba el pulso acelerarse más. Se sentía ridículo y casi tonto, como un adolescente. La entrepierna aumentaba su tamaño en cuanto ella estaba cerca y siempre necesitaba disimular la situación. Aquel lunes le habían elegido a él para enseñarle su sección de manera más pormenorizada. No quería pensar ni por un momento pasar todo el día empalmado por culpa de estar cerca de ella. Aunque, estaba claro que el día, al menos en ese aspecto, estaba mejorando. Nada más marcharse su jefe, Susana se agachó junto a él, puso su mano tibia sobre su rodilla y le dijo acercándose a su cara: —Prometo no molestarte demasiado. Creo que tú y yo hoy nos lo podemos pasar muy bien y visto lo visto... —bajó la mirada hacia la entrepierna de él —Es más que una creencia —un escalofrío recorrió su cuerpo, desde los talones hasta el último pelo de su cabeza—.
Jugando
¿Le había entendido bien? Enseguida comprobó que sí, porque antes de que ella se levantase, se llevó las manos al botón superior de su camisa y, lentamente, se lo desabrochó dejando ver parte de un sujetador de encaje de color granate y un precioso escote que llevaba escondido bajo ese uniforme. Pasó toda la mañana reponiendo artículos de ferretería, siempre acompañado del paso silencioso de ella. Poco a poco, su miembro se había ido relajando, acostumbrándose a la presencia de Susana y a su aroma, aunque no completamente. Ella procuraba roces constantes con él y bromeaba cada vez que podía. Poco antes del mediodía, decidió cogerse su merecido descanso.
Esto no es un juego
Susana también se apuntó. Subieron a la planta de empleados, que a esas horas permanecía prácticamente desierta. Él se dirigió a los cuartos de baño, pero, antes de que pudiera abrir la puerta, ella le cogió del brazo y tiró con fuerza introduciéndole en el cuarto de baño de mujeres. Exhibía esa mirada picarona que tanto le gustaba a él, pero esta vez el brillo de sus ojos alertaba de que no era un juego. Cerró tras ellos la puerta y se colocó apoyándose en el frío mármol de los lavabos. Poco a poco, se terminó de desabrochar cada uno de los botones, dejando ver su cuerpo y el sostén granate que él no tardaría en quitarle.
Sexo en el trabajo
A partir de ese instante todo tomó gran velocidad. Sus bocas comenzaron a devorarse mutuamente. Abrió su camisa, desabrochó su sujetador y dejó al aire sus pecho que lamió compulsivamente. Separó sus piernas, tocó su sexo. Disfrutó en silencio, en secreto, excitado como no recordaba. Sintió cómo su clítoris ganaba corpulencia. Ella desabrochó su pantalón de trabajo, introdujo la mano por él, salvando el calconcillo y comenzó a acariciar su duro miembro suavemente. Después de unos minutos en los que se acariciaban mutuamente, él la desplazó hacia uno de los aseos. Cerró la puerta y la empujó, suavemente, hacia el retrete en donde ella se sentó. Le bajó los pantalones y comenzó a lamerle y a introducirse su polla en la boca. Su cabeza y su mano se movían al compás, haciéndole disfrutar increiblemente. Aquella situación, el riesgo de que alguna compañera del trabajo pudiese entrar en ese momento y ellos estar allí... Y nada más pensarlo, escucharon el sonido de la puerta de los baños abrirse, el ruido de pasos accediendo a su territorio. Se excitó más aún. Levantó a Susana del retrete y se sentó él. Ella se bajó los pantalones y retiró su braguita a juego con el sujetador. Se sentó, introduciéndose el miembro duro de él, dándole la espalda. Comenzó a moverse, sigilosamente, con movimientos lentos y acompasados. El ruido de la otra persona alcanzaba sus oídos, atentos en ese momento. A ella se le escapo un ligero gemido, él la topó la boca con una mano, mientras que con la otra acariciaba y friccionaba su clítoris. El sonido de una cisterna le permitió soltar algo de aire, después fue el agua saliendo de un grifo y, de nuevo, ellos dos solos. Durante unos minutos, los que tardaron en correrse vívidamente, dejaron salir de su boca jadeos y ruidos de placer en un volumen que apenas era audible para ellos dos. En el momento del clímax, ambos aguantaron la respiración y supieron guardarse para sí mismos el placer que acababan de experimentar.
Nunca imaginó practicar sexo en el trabajo, pero allí estaba, con ella. Sintiendo su calor y su deseo.
Al final, el día había mejorado
El camino de vuelta a casa lo hizo con una eterna sonrisa en la boca. Cada pocos segundos se llevaba las manos a su nariz a fin de oler el aroma que ella había dejado en su piel. Cada recuerdo de aquel mediodía le producía una placentera sensación en el cuerpo y volvía a excitarse rápidamente. Definitivamente, aquel lunes no había sido ninguna mierda, lo había subestimado.